Argañaraz creció en la época en que las plazas no estaban enrejadas y eran el espacio de encuentro para armar un picado o jugar a las escondidas hasta que la puesta del sol decía basta. Eran, junto al club del barrio y los bares que jamás negaban el uso de sus baños, el lugar donde se borraban las diferencias sociales y se entretejían amistades que durarían toda la vida.

Se los puede ver los sábados, poco antes del mediodía, sentados debajo de uno de los árboles más añosos de la plaza. Es una escena extraña, porque no se ubican en los bancos de cemento que proliferan por las paralelas y diagonales que recortan la manzana verde, sino en unas sillas y la mesa que sacan del restaurante del club. A pesar de los años, siguen siendo “los muchachos”. Los muchachos de la Plaza Iraola, los muchachos del Club Unión y Fuerza. Los muchachos de Tolosa. Todos tienen entre cincuenta y pico, largos, o poco más de sesenta; pero ahí, juntos, no los sienten. Argañaraz es uno de ellos.

En esa plaza, hace medio siglo o un poco más, se conocieron y empezaron a jugar a la pelota. Primero con una pulpo número cuatro que daba miedo cómo picaba y después con la número cinco de cuero cosido que los hacía sentir como si estuvieran jugando en una cancha. Eran picados a 12 goles, pero si se venía la noche, así fueran 11 a 0, la consigna aceptada por todos era “el que hace el gol gana”. Ahí también, a medida que iban creciendo, empezaron a practicar sus propios códigos, que no tenían nada de propios sino que eran como la constitución de ese barrio, de Tolosa, que por entonces era su país y su mundo.

Eran códigos simples, algunos de ellos inevitablemente machistas, que se respetaban a rajatabla y cuya violación se castigaba con dureza. Con la vieja no te metás, los que les pegan a las minas son maricones y hay que cagarlos a trompadas, el que trata de levantarse a la novia de un amigo es un hijo de puta, los más grandes no les pegan a los más chicos, a los del barrio se los defiende sin preguntar, no hay que arrugar aunque seamos menos y estemos cagados hasta las patas y, claro, los de afuera son de palo. Si alguno rompía una de esas reglas probablemente lo sufriera en el cuerpo, pero el castigo más doloroso era el desprecio de los otros.

Cuando llegaron a la adolescencia, el mundo se les fue ampliando. Los chicos de la plaza fueron a diferentes colegios, hicieron nuevos amigos, conocieron chicas de manera exogámica, incorporaron otros códigos, los de sus nuevos ámbitos. Pero cuando volvían a la plaza volvían a ser los mismos, aunque ahora contaban historias del mundo exterior y, más que nada, increíbles proezas sexuales de ésas que –como sabrían después– sólo pueden inventar sin pudor aquellos que conservan la inocencia de no haber conocido todavía el sexo.

Por esos años también empezaron a frecuentar el Club Unión y Fuerza, que les pareció una prolongación natural de la plaza. A la tarde seguían jugando al fútbol en esas canchas imaginarias donde también había que gambetear a los árboles, pero cuando oscurecía, después de bañarse, se juntaban en el buffet del Club, donde los viejos jugaban al billar, al truco, al rummy, al ajedrez y esperaban al pasador de quiniela. Poco a poco, los muchachos se fueron haciendo su espacio en el salón y a practicar los mismos juegos, a los que agregaron la bocheta, una suerte de bochas sobre mesas de billar o casín jugado con las manos. Y a principios de los ’70, al compás de los tiempos políticos que corrían, ampliaron sus actividades y formaron una comisión juvenil que les dio la llave del primer piso del edificio y de la biblioteca. Los viejos les cedieron el espacio, no sin protestar un poco.

Muchos años después, mientras tomaba unos vinos con Raúl, uno de los muchachos, Argañaraz le dijo que de la mezcla de los códigos adquiridos en la plaza Iraola, en el club y en el Colegio Nacional creía que le venía su manera de pararse en el mundo. Que de ahí le venían sus victorias, casi siempre pírricas, y por supuesto sus incontables derrotas, pero también cierta tranquilidad de conciencia, de saber qué hacer pero más que nada qué no hacer para no traicionarse. Después de escucharlo, Raúl lo miró en silencio un rato, tomó un poco de vino y le contestó que sí, que lo entendía, que a él le pasaba lo mismo, pero que lo que más rescataba de la plaza y sus códigos era que los había igualado a todos. Era y es como un espacio mágico, sin clases, le dijo a Argañaraz. Vos llegabas a la plaza, te encontrabas con los otros y ya no importaba qué se comía en tu casa, de qué trabajaban o qué eran tus viejos, si eran pobres o lo moderadamente rico que se podía ser en Tolosa; si tenían o no tenían auto. La plaza nos hacía iguales, y ahora, cuando nos encontramos, seguimos siendo iguales, remató.

Y siguen siendo iguales en el momento de la picada armada con las mesas y las sillas del club debajo de uno de los árboles más viejos de la plaza. Porque discuten en igualdad de condiciones la agenda para las nuevas actividades que quieren poner al alcance del barrio desde el club. Esta vez se trata de un ciclo de cine, propuesto por Oscar, aquel que jugaba al fútbol con soltura y que hoy es médico, abogado y cinéfilo impenitente. Quiere hacer un ciclo de películas basadas en tragedias griegas de Sófocles y Eurípides, y lo defiende con la autoridad de los que saben, porque también sabe que tiene que convencer a los otros, sus iguales, para que lo aprueben. Y se decide por unanimidad: entre marzo y abril, los sábados a las 8 de la noche, en el salón del primer piso del Club Unión y Fuerza de Tolosa se proyectarán Ifigenia, de Cacoyannis; Electra, también de Cacoyannis; Edipo rey, de Pasolini, y Antígona, de Zavellas.

Elegido el programa, a los muchachos sólo les queda probar el proyector y la nueva pantalla gigante, comprados para la ocasión. La cita es tres días después, a la noche, y ahí se juntan el presidente Chiqui, el Chiqui que no es presidente, Carlitos, el Negro Hilario, Oscar y Argañaraz. El resto de los muchachos está ausente con aviso, porque esa noche juega Estudiantes por la Copa Libertadores y ninguna tragedia griega o de cualquier otro país les va a hacer perderse el partido.

Los presentes encargan unas empanadas, algunas gaseosas y un par de botellas de un cabernet de los buenos y se disponen a disfrutar del preestreno. Nadie le discute a Oscar el lugar de proyectorista.

Che, Oscar, no nos vas a pasar una de esas tragedias, le advierte el presidente Chiqui.

No, les voy a pasar otra cosa, pero antes, una sorpresita, contesta.

Y vaya si es una sorpresa. Cuando se apagan las luces, los muchachos ven proyectada sobre la pantalla la imagen de Isabel Sarli, semidesnuda sobre una cama instalada en la caja de un camión frigorífico. Romualdo Quiroga se le acerca y empieza a arrancarle la ropa… y entonces, como sólo ella puede hacerlo, la gran Coca grita: ¡Qué pretende usted de mí!

Ésa la vi en el Roca, en una “rata” del colegio, dice uno de los muchachos.

Los demás aplauden como cuando eran chicos, porque se sienten de nuevo chicos. Cuando terminan de reírse, Oscar dice que ahora sí empieza la función.

Sobre la pantalla se ven las primeras imágenes de La diligencia, de John Ford, con John Wayne y Claire Trevor. Y en la oscuridad se escucha el grito de Chiqui, el presidente:

¡Grande, Oscar! ¡Una de comboys!