Continúa la saga de los aviones y vehículos futuristas made in Argentina. Esta parte incluye diez mil laburantes súper calificados en la Córdoba industrial, ingenieros alemanes de procedencia dudosa, un pariente de Conan Doyle, algún que otro avión estrellado.

Los aspirantes a piloto aprenden muy rápido que la pista tiene un “punto de no retorno”, variable según el tipo de avión y aeródromo. Es el lugar a partir del cual una vez atravesado en carrera de despegue, ya no hay suficiente pista delante para frenar. A partir de ese punto sólo se puede acelerar aún más hasta que las alas generen suficiente sustentación para salir volando. La opción es hacerse puré en la cabecera de salida.

Creo que algo de eso sucedió con el Pulqui, proyecto que pasó el punto de no retorno en 1953, y en lugar de acelerar se dispersó inofensivamente en pulir y pulir prototipos con cantidades decrecientes de plata y de gente. Sólo que la que se hizo puré –en materia de prestigio, luego, y muy lentamente, en todo lo demás- fue la Fábrica Militar de Aviones. En aquel momento de apogeo se llamó Instituto Aerotécnico (Institec) y a continuación, IAME (Industrias Aeronáuticas y Mecánicas del Estado).

En 1956 el Pulqui fracasó oficialmente por una decisión secreta del comodoro Heriberto Ahrens que el resto de la Fuerza Aérea Argentina (FAA) acató. Pero no toda.

Como es fama, en 1956 y ante la “inminente” desprogramación de los Gloster Meteor (¡los últimos volaron en 1971!), Ahrens se reunió con un ingeniero apellidado Guillot, a cargo de la fábrica de aviones en Córdoba. Le preguntó cuánto tardaría en equipar a la Fuerza Aérea con cien Pulquis. Guillot contestó que con los componentes que tenía en stock podía entregar 10 aviones de inmediato, pero que para llegar a 100 necesitaría cinco años.

Ahrens respondió que ante semejante tardanza “no tenía otro remedio” que aceptar una propuesta de 100 F-86 Sabre “llave en mano” de los EEUU, repotenciados con la turbina canadiense Orenda, que “tiraba” 2,9 toneladas de empuje. Eran 0,6 toneladas más que la Rolls Royce Nene II.

Era un “bluff”: la USAF entregó los Sabre de segunda mano “por goteo”, en el estado en que habían vuelto de Corea (hechos fruta), en cantidad de 28, con turbinas GE originales ya agotadas, y se tomó seis años para el último. Nos estaba enseñando nuestro nuevo lugar en el mundo el Tío Sam. Cucha, perro.

Si el tío Heriberto era socio de aquel otro tío, es tarde para averiguarlo: desgraciadamente, hoy sólo puede juzgarlo la historia. Pero si Ahrens pudo evitar el escarnio de sus pares u hoy una investigación póstuma, si 62 años más tarde el olvido lo iguala a miles de militares mejores es, señoras, señores, porque tres años antes de 1956 el proyecto Pulqui NO aceleró al pasar el punto de no retorno. Y eso sucedió porque el IAME estaba disperso en demasiadas cosas.

Cuando fuimos vanguardia

Al respecto, quisiera impugnar, al menos un poco, la tesis ya famosa de Alejandro Artopoulos, casi un epitafio del Pulqui. Cito su abstract:

“El Pulqui II fue un proyecto de avión caza desarrollado en la Argentina durante un poco más de cuatro años entre 1949 y 1953. No solo se trató del diseño número treinta y tres de la estatal Fábrica de Aviones de Córdoba, también representó para la Argentina la oportunidad única de formar parte de la élite de países que dominaron tempranamente la tecnología de aviones propulsados por motores jet. Si bien los prototipos fueron probados en vuelo con relativo éxito, el proyecto industrial de producción en serie nunca se concretó. La administración peronista lo abandonó para fundar un polo de industria automotriz en Córdoba. Un proyecto industrial con menos ambición tecnológica pero con proyección estratégica, ya que pondría a la Argentina, por al menos una década, al frente del proceso de industrialización de Latioamérica”.

El proyecto industrial al que se refiere Artopoulos, es decir el IAME, llegó a emplear a 15.000 personas, mayormente obreros especializados, técnicos e ingenieros, entre ellos, decenas de genios mundiales de diseño venidos de media Europa, algunos por crímenes de guerra, la mayor parte, escapando de la pobreza de posguerra. Transformó para siempre la economía cordobesa y al menos, hasta 1976, la nacional. Nos hizo, hasta bien entrados los ’60, EL país industrial de la región.

Con elegancia borgeana, Artopoulos sentenció: “Tuvo que morir el Pulqui para que naciera el Torino”. Sin embargo, esta verdad profunda esconde un error de apreciación: el Pulqui (sucede fácilmente con los aviones de caza), se había vuelto un emblema nacional. Y con los emblemas hay códigos: si uno arría la bandera es para rendir la nave. El Pulqui, para mal del IAME, era su bandera.

Por eso en 1953 fue un error grave no acelerar el proyecto y sacarlo volando. Porque la nave rendida no fue este avión en sí: fue toda una industria de alta tecnología que perdió una apuesta arriesgadísima (pero ya empeñada) en competir a la par con los grandes constructores de la Segunda Guerra. 100 Pulquis en la Argentina y darle la coproducción bajo licencia a algún fabricante yanqui o europeo nos habrían vuelto un jugador mundial al menos de la categoría de Francia. Y de golpe.

Aunque la idea de Artopoulos es original y persuasiva, no hacía falta sacrificar este caza para fabricar pick-ups Rastrojero, tractores Pampa y motocicletas Puma, los tres grandes éxitos de mercado interno del IAME. A no dudar, estos tres eran vehículos mucho más necesarios que el Pulqui para generar trabajo calificado, desarrollar el mercado interno argentino y expandir la metalmecánica cordobesa.

Lo que sí hacía falta era degollar otros proyectos aeronáuticos excelentes pero menos exportables… salvo que el Pulqui se volviera un ícono y les abriera camino en el mundo, “por marca”. Porque el problema no es la calidad de los muchos vehículos con o sin alas en que se involucró el Institec y luego el IAME, sino su cantidad. “Zorro que corre tras todas/no caza ninguna gallina”, como dicen en Ulan Bator.

Arroje su bebé por la borda

En 1953 la decisión (espantosa) de empezar a tirar bebés por la borda para poder llegar remando a puerto con el mejor de todos debieron haberla tomado el Brigadier General Juan Ignacio San Martín, ya ascendido a Ministro de Aeronáutica, y su jefe, el presidente Juan D. Perón. Pero San Martín estaba encandilado (¿y quién no?) con los proyectos que le presentaban tantos tecnólogos de fuste, europeos y/o nacionales, y Perón estaba encandilado por San Martín. Ambos tenían el “sí” fácil y se entiende por qué. “Un contador, ahí”, como dicen en Chascomús.

Cada una de esas joyas aeronáuticas insumía miles de horas de ingeniería en diseño, y si pasaba a prototipo, centenares de miles. Si luego no avanzaba a construcción en línea de montaje, toda esa inversión se perdía, sin contar los materiales. En 1950 el país todavía era rico, el gobierno, fortísimo y todo dispendio parecía posible.

No así tres años más tarde.

La lista de proyectos aeronáuticos a matar o al menos “frizar” era horriblemente sencilla: todos los del IAME, salvo el Pulqui y la fábrica de sus turbinas Rolls Royce. ¿Y por qué? Porque si fracasaba comercialmente el Pulqui y además caía Perón (en 1953, ya no era una imposibilidad), todos aquellos aviones maravillosos quedarían desamparados por una nueva nomenklatura genuflexa ante los EEUU, de la que el Tío Heriberto fue un exponente puro y duro.

Voy mostrando algunos de tales proyectos, para que nos entendamos.

Tomemos el nítido bimotor Ia-30 Ñancú, diseño del marqués (sic) Cesare Pallavicino, vehemente genio de la Caproni italiana. El marqués tuvo la suerte de acceder a un par de codiciados motores Rolls Royce Merlin (los que ganaron la guerra aérea en Europa Occidental). Con esas dos plantas que sumaban 3600 HP y su aerodinámica perfecta, el aparato daba 780 km/h. en vuelo horizontal (record no superado por otros pistoneros a fecha de hoy). “Crucereando” a 550 km/h llegaba a 2700 km, y se le podía surtir armamento de todo tipo.

¿Podía existir un mejor caza escolta para los “nuevos” bombarderos Lancaster y Lincoln que nos acababa de dar la RAF? ¿O un mejor caza de ataque para reventar aeródromos o flotas invasoras por sorpresa y desde lejos? En 1947, no. En 1948, sí: el Pulqui de Tank, quien acababa de llegar a la Argentina.

Eso hizo que el Ñancú quedara en prototipo, aunque siguió volando hasta accidentarse en 1951. El brigadier Juan Ignacio de San Martín debe haber llorado cuando le bajó el pulgar y el marqués Pallavicino inventado maldiciones itálicas nuevas, ¿pero cuántas horas/hombre de pilotaje y mecánica le comió al Pulqui este límpido avión sólo con seguir volando? En el Institec y luego el IAME, ser lindo y veloz te volvía inmortal (y caro).

A veces (no siempre) los inmortales eran los pilotos de prueba. El capitán Carlos Bergaglio, piloto del Ñancú y célebre por su mala leche, tuvo que ser desenterrado a pala de la cabina tras ponerse el avión “de gorra”. Como cuenta Ricardo Burzaco, historiador aeronáutico:

“¡Al fin te moriste, hijo de puta!- celebró un suboficial, dando la primera palada.

¡Navarro, tiene 15 días de arresto!- gritó Bergaglio desde abajo del avión, obviamente vivo”.

Como nada se moría del todo en el Institec y luego en el IAME, nadie le ponía paños fríos a la fiebre de Reimar Horten por las alas voladoras y a su odio por los fuselajes, empenajes y otras “ideas viejas”. Toda superficie aeronáutica debía generar empuje, ésa era su persuasión filosófica. Los fuselajes y empenajes sólo generan resistencia, fuera con ellos. Si Tank pensaba 10 años delante de los diseñadores del Atlántico Norte, Horten corría 40 años delante de Tank. Veía el futuro del futuro. Uno se da cuenta por qué se enamoraron de ese proyecto.

Intrépidos con sus alas voladoras

Reimar Horten, nacido en 1915, vivió hasta el ’93 en Villa General Belgrano, cuya plaza se sigue llamando “Panzerschiff Admiral Graff von Spee”. Junto a su hermano Walter, menos famoso, diseñó algunos de los aviones más futuristas de la década del ’40, incluido un caza ala volante biturbojet de materiales compuestos, que para fortuna de la aviación aliada quedó en maqueta, sin llegar al combate.

Don Reimar era el mejor aerodinamista del mundo y lo sabía, y los demás también. Lo que presentaba, se lo aprobaban, se construía… y a descontar del presupuesto general.

Es el caso del Ia-37, futuro interceptor supersónico que, incluso con dos lerdas y panzonas turbinas Nene II, tenía que alcanzar velocidades Mach 2 o superiores. Así lo indicaban las matemáticas y el túnel de viento. Las pruebas de planeo (sin motorización instalada) confirmaban un winner.

El Ia-37 volaba tan sin esfuerzo que el piloto de pruebas Jorge Conan Doyle (sí, pariente del autor de Sherlock Holmes) se dio el lujo de ponerse a hacer acrobacia al estrenar el prototipo. El Institec respiraba gracias a esos mínimos de locura. De todos modos, San Martín se atrevió a sugerirle a Horten una cabina tipo burbuja, más convencional, en la que el piloto no tuviera que volar acostado con el mentón apoyado en una almohadilla.

Impertérrito y con muchas gangosas “egres” germánicas, Horten objetó que, acostado, el piloto sufría menos las fuerzas “g” positivas en salidas de picada y giros cerrados, y que el avión trompicado por una burbuja en su dorso sería menos aerodinámico. Se le contestó que para contrarrestar las “g” estaba la nueva ropa de vuelo que se infla y comprime piernas y vientre, para que el cerebro no se vacíe de sangre. Y también que sin visibilidad hacia popa, un piloto de caza era un muerto volador, por muy rápido que viajase.

Así las cosas, el profesor Reimar Horten le tuvo que encajar una cabina de lo más normalita a su aparato. El túnel de viento, la regla de cálculo y las pruebas en pleno apuntaban a que incluso con semejante joroba aerodinámica y una única turbina Nene II, el caza sería muy supersónico. Eso generaba otras preguntas: ¿se bancaría el duraluminio la fricción de aire a 2200 km/h? ¿No sería la hora del titanio? Con Horten suelto y a sus anchas, en el IAME veían que había vida más allá de Tank… pero era carísima.

Perón en tapa y araucano

Todavía no tenía nombre aquel nuevo aparato pese a las muchas tapas de revista en que había figurado: Perón debía estar fatigando su diccionario de araucano sin resultados fumables. Lo cierto es que por planificar interceptores para los ’70, el IAME estaba quemando fondos en parva cuando era hora de dejarse de tanto “prototipear” el Pulqui y escalarlo a preserie.

En la callada guerra de Horten contra Tank por capturar la cabeza y los bolsillos de San Martín, había intercurrencias disruptivas inevitables en una fábrica digna del Primer Mundo pero implantada en el Tercero. El todavía Ministro de Aeronáutica, brigadier general César Ojeda, se indignaba por el despilfarro de comida que en Argentina se pudría en origen debido a los pésimos caminos que impedían sacar las cosechas: la de cítricos en Misiones y Corrientes, la de leche en Santa Fe, la de pesca en el litoral bonaerense del Atlántico… Toc, toc. Adelante. ¿Mi brigadier, este alemán don Reimar no tendrá algún avión capaz de operar desde pistas espantosas y transportar, digamos… eh… seis toneladas de naranjas?

Lectores, llega el Ia-38 “Naranjero”. Horten, que ya conocía el mantra de “ni un tornillo importado” (absurdo en un país sin producción propia de aluminio), hizo un ala volante metálica gigantesca para sus tiempos, con 36º de flecha y sin fuselaje. En realidad sí tiene fuselaje, pero integrado al ala y con el mismo perfil y cuerda alares, de modo que ejerce empuje ascendente.

Visto que el motor radial argentino “El Indio” tiraba sólo 650 HP, Horten al Naranjero le puso cuatro de estos en posición “pusher”, soplando hacia atrás, prendidos al borde de fuga para no estorbar el flujo de aire sobre los gruesos bordes de ataque… y de pronto, ¡aleluya!, la Argentina tenía un transporte militar con la mitad de bodega que el Hércules, la misma rampa trasera tipo “boca de cocodrilo” para carga y descarga, y mucha más capacidad “todoterreno”. Con cuatro motores pistoneros anémicos, despegaba en 450 metros: no quieran imaginarse este avión, lectores, con turbohélices modernas. Chupate esa mandarina (o naranja), Lockheed. Eso sí, los “Indios” en la zaga alar del Naranjero no refrigeraban bien, y a Herr Horten la superioridad le impuso dos timones de deriva a su ala voladora, porque algo de control debía tener el piloto.

Seguramente Ud. no había visto el Naranjero antes, y es porque se hizo un único prototipo. La valiente muchachada de 1955 encanó a la dirigencia aeronáutica anterior, ocultó el avión en un hangar sin preguntarse siquiera para qué servía, compró el Hércules y olvidó totalmente al Naranjero. Luego de un tiempo alguien le susurró en la oreja al presidente Arturo Frondizi sobre la existencia de aquel avión y lo fue a ver. Luego de deponer también a Frondizi, la valiente muchachada lo hizo chatarrear, por si alguien más se acordaba.

¿Cuánto le costó el Naranjero al Pulqui? Dicho por Burzaco, primus inter pares entre los aerohistoriadores argentinos, 40.000 horas de proyecto y 350.000 horas/hombre para la construcción del prototipo, sin contar los ensayos en vuelo (que fueron pocos). Sólo que Burzaco –y el propio Artopoulos- no asocian estos costos con la plata que la faltó para despegar al Pulqui. Sin embargo, ¿no es buena aritmética? Lo dicho: un fabricante sin fondos ilimitados que empieza un proyecto aeronáutico por un caza de superioridad aérea, no tiene resto para otros aviones. Al menos hasta que triunfa.

Se podría decir con sensatez que para la Argentina era mejor empezar desde abajo, como hizo EMBRAER en los años ’60, con un transporte biturbohélice chiquito y sin pretensiones como el Bandeirante, pero tan bueno y barato que ganó clientes en media Europa.

Los brasucas lo hicieron

Hubo un momento mágico, un umbral, en que EMBRAER, ya exportadora conocida, se volvió un fabricante world class: cuando barrió a siete competidores invencibles en la licitación de un caza biposto de entrenamiento primario para la Royal Air Force, nada menos, y vendió 180 Tucanos. Eso sucedió en 1985, a 30 años del Bandeirante. Los del palo aeronáutico sudamericano contuvimos la respiración. Eso no había sucedido jamás.

Desde ahí a volverse el tercer fabricante de jets de cabotaje del planeta, más décadas de pocos errores y muchos aciertos por parte de la Fuerza Aérea Brasileña, y desde los ’90, de las administradoras de jubilaciones que compraron EMBRAER. Mucha privatización, pero la firma ya era “de bandera”: estaba prohibida para capitales extranjeros. Estos funds la administraron muy bien, haciendo alianzas ocasionales con fabricantes italianos o suecos para dar saltos técnicos.

La última, justamente, fue para coproducir el Gripen de la Saab, un caza liviano de superioridad aérea que puede medirse perfectamente contra el Lockheed F-16 o el Dassault Rafale o el BAE Tornado, sólo que a mucho mejor precio. El gobierno de Michel Temer este 2018 hizo lo impensable y le vendió EMBRAER a la Boeing. Ni nuestro Tío Heriberto se hubiera atrevido a tanto.

Nosotros, en cambio, tuvimos una fábrica de aviones que debutó en 1927 y se quedó haciendo la plancha hasta los ’40: construía pequeñas series de aparatos bajo licencia. Entonces, con la Segunda Guerra ardiendo tras el horizonte, llegaron “los nacionalistas tecnológicos locos”, los brigadieres De la Colina y luego San Martín.

Apagada la guerra, cuando Perón, ya presidente, tuvo al alcance de sus headhunters a Kurt Tank, diseñador del mejor caza pistonero de toda la Segunda Guerra, el Focke Wulf 190, lo puso de contrabando en una ambulancia desde Alemania a Copenhague, y se lo trajo desde allí en barco con pasaporte argentino trucho bajo el nombre de Pedro Matties. La OSS (precursora de la CIA) y el MI-6 todavía deben estar pestañeando. Y se trajo también, por distintas vías, a 62 expertos de diseño de la Focke Wulf y de otras empresas de aviación alemanas.

Para ponerse a la par con los fabricantes anglosajones, Perón se propuso empezar la guerra por la victoria misma: un caza argentino multipropósito, que hoy llamaríamos “de superioridad aérea”. Sí, era una exageración. No hay aparato más caro o más difícil. Tampoco más prestigioso, si se trata de construir una fama y una marca. Fue como empezar la casa por el techo, pero eso no viola la física: sólo requiere de mucha arquitectura, decisión, fondos y buena meteorología.

La historia de EMBRAER, que creció desde debajo de un modo más deliberado y prudente, termina hace meses con un traidor vendiéndosela a la Boeing. ¿Conclusiones? ¿Debimos haber hecho como los brasileños?

Admitiendo que la ruta de ellos fue más sensata, lo único que saco en claro de nuestras tan distintas historias aeronáuticas es que, separados, nos ganan.

El Big-Bang que se morfó a sí mismo

Liquidado el Pulqui, la decadencia futura del componente aéreo del IAME quedaba sellada. Los aviones y sistemas aéreos que no murieron en el prototipo se extinguirían en pre-series de cinco aviones, o en autoequipamiento sin repercusión exterior ni recupero de la inversión. Este era un caso de “si perdés el avión, perdiste la fábrica”. Cosas que uno dice con el diario del lunes, porque nadie es profeta el viernes, antes de los partidos.

¿Cumplieron alguna función práctica todos esos proyectos sietemesinos pero terriblemente costosos en conjunto? Sí, salir en tapa de los medios oficialistas. Como propaganda, la hay más efectiva y barata. Sobre todo, cuando ésta deja sin aire al único proyecto que era un triunfo técnico, industrial y comercial, y podía salvar a los otros: el Ia-33 Pulqui. Lo que hacía falta en el IAME era un Herodes.

Y tendría que haber sido un perfecto asesino, alguien muy desalmado e indiferente a best sellers naturales como el Ia-35 Huanquero o “Justicialista del Aire”.

Éste fue un transporte polivalente muy liviano apto tanto para llevar personas, hacer de ambulancia aérea, fungir de entrenador de navegadores aéreos, o de bombardero táctico o avión portamisiles de crucero radiodirigidos. Volaba bien y era barato de construir, y tanto que pese al golpe de estado de 1955 se fabricaron 41 aviones… hasta que llegó la interdicción, probablemente propia.

Juan Ignacio de San Martín trataba a sus diseñadores como un mecenas del Renacimiento a sus artistas. No les negaba ningún capricho o manía. Ni siquiera el derecho a diseñar planeadores capaces de cruzar la Cordillera de los Andes, que es lo que hizo el inverosímil Ia-41 Urubú de Reimar Horten en 1956, saliendo desde Bariloche.

Cuando aterrizó, los chilenos no sabían si admirar más la hazaña de vuelo o el diseño estrambótico de aquella ala voladora de Reimar Horten, dificilísima de controlar. Horten vivía realmente en el futuro. Su ideal, el ala voladora pura, sin plano de deriva, sólo fue posible en los ’90 gracias al fly by wire, o vuelo intermediado por computadora. Y no es una idea militarmente estéril: los diseños de Horten son casi invisibles al radar.

La imagen que cualquier historiador de la tecnología tiene del IAME en esta época es la de una explosión de creatividad y talento que termina aniquilándose a sí misma. Es que no hay fabricante de aviones o de autos que no pierda plata con tanta máquina magnífica que no logrará jamás llegar al mercado. Al menos, dentro de su generación, como es el caso de Horten: las alas voladoras hoy son posibles por el fly by wire: la inestabilidad inherente a la falta de empenaje es corregida por una computadora de vuelo que modifica la posición de los planos de control decenas de veces por segundo.

La hora de… ¡El Justicialista!

Pero entre las víctimas cuya muerte era necesaria para que viviera el Pulqui debió haber entrado la mayoría de los más de 20 modelos de automóviles, camionetas y colectivos diseñados y construidos por el IAME. Algunos, hoy olvidados, eran pura filosofía de diseño aeronáutico aplicada al automovilismo.

El bello sedán deportivo “Justicialista” tiene una carrocería monocasco de fibra de vidrio con resinas epóxicas supuestamente incombustibles. Y hablamos de un auto de los ’50. El mercado automotriz empezó a sustituir chapa de acero por materiales compuestos muy recientemente, a partir de los ’90, y con reticencias: paragolpes sí, torpedo e interiores también, puertas tal vez, pero en el monocasco de un compacto sigue persistiendo el acero, como en épocas del Ford Falcon.

También eran revolucionarios varios de los motores pergeñados en esa fábrica de Córdoba. Hay un extraordinario motor de cuatro tiempos modular, con bloques de dos cilindros que se pueden sumar. Un bloque es un V-2 para motos o motonáutica; dos bloques un V-4 familiar; tres, un V-6 más picante, cuatro, un V-8 para un “bote” americano de tres toneladas…

Pero la suma de tantas genialidades que inmovilizaban recursos humanos y materiales fue aniquiladora para el IAME, cuyos vehículos terrestres alcanzaron ventas autosustentables sólo en el caso del Rastrojero, la motocicleta Puma y el tractor Pampa. Puede ser que el problema haya sido que teníamos más ingeniería que marketing, pero también se puede sospechar que como inmigrantes tardíos a la Segunda Revolución Industrial, estábamos demasiado extasiados ante nuestra creatividad. ¿Hacer semejantes proezas técnicas y además pretender que se vendan?

En 1953 lo que correspondía era terminar con el diletantismo en ambos frentes del IAME, el aeronáutico y el automotriz, y concentrarse en lo vendible.

En el caso aeronáutico, habría que haber puesto todo otro proyecto en el freezer, por muy meritorio que fuera, pasar a fabricación en pre-serie de 12 unidades y empezar el autoequipamiento de 100 aparatos más para la Fuerza Aérea. Esa última parte era una movida política, industrial, comercial y legal compleja. Es lo que el ingeniero Guillot, confrontado con el brigadier Ahrens, estimó duraría al menos cinco años: había que calificar a nivel de proveedores aeronáuticos locales de un grado superior a centenares de talleres y fábricas, resolver los problemas contractuales y legales que genera todo proceso de calidad (sobre todo los rechazos de partidas por fallas), instalar las líneas de montaje en la fábrica, tener operativa la fábrica vecina de turbinas Rolls Royce Derwent y Nene II… No era soplar y hacer aviones. Había que construir Planeta Pulqui.

Una tarea difícil. Todavía está pendiente, y la tecnología a emplear es 65 años posterior.

 

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