Antonio Salinas, hijo de un coronel republicano, vuelve a España desde la Argentina, donde se ha exiliado. Es un viaje de trabajo a bordo de un buque, pero para él es también un retorno. Una historia de la saga de los Salinas de Alsasua.

El barco avanza mansamente, acariciando el Atlántico más que navegando. Es que no cruza el océano sino el tiempo. Antonio Salinas sube a cubierta para fijar la vista en un horizonte que para el resto de los pasajeros es apenas la línea donde el mar se hace cielo. Él sabe que más allá está el origen, la tierra que los arrancó de cuajo hace más de veinte años. Oficialmente, es un viaje de ida. Va como primer electricista con la tripulación que traerá el buque Ciudad de Formosa, que se está terminando en los astilleros de Cádiz para la Flota Fluvial Argentina. Para él es un regreso. La calma de la tarde es propicia para desenrollar los recuerdos.

Tenía trece años entonces. Constantino, su padre, médico socialista, presidía la Diputación Foral de Navarra. Vivían en Alsasua, pueblo de un puñadito de miles de habitantes, cercano a Pamplona. La sublevación de Franco, el 18 de julio de 1936, casi no encontró resistencia en Navarra y se hizo rápidamente con la provincia, transformándola en un bastión de los alzados. Los requetés y las tropas de Mola iniciaron desde temprano una sangrienta represión. Sin posibilidad de organizar el enfrentamiento a los golpistas, Constantino y otros compañeros se reúnen detrás de la casa de los Salinas antes de echarse al monte. Llovizna y todos llevan paraguas. Casi nadie, escopetas. Su esposa Luisa, que quedará en el pueblo con sus cinco hijos, como las demás mujeres, les larga una parrafada. Qué clase de revolucionarios sois que vais al monte de paraguas, ironiza con ese humor con el que habría de enfrentar los tiempos que empezaban. Los fugados serán condenados a muerte de inmediato y sus familias, estigmatizadas y perseguidas por rojas. Que los fascistas prodigan condenas como ostias y balas como lluvia.

Constantino pasa a Vizcaya, donde aún se resiste. Llega a ser coronel del ejército republicano, aunque, fiel a su juramento hipocrático, nunca disparó contra alguien. Se dedica a volar puentes y requisar propiedades. Cuando cae Bilbao se traslada a Valencia y de allí acompaña la retirada republicana hacia Francia. Antes del fin de la guerra civil, muere Luisa. Las hijas mellizas, que han huido a Bilbao y fueron apresadas, son liberadas en un intercambio con prisioneros franquistas de la República. Constantino elude la suerte de los refugiados, que ni bien pisan suelo francés son internados en campos de prisioneros, y viaja a la Argentina. Las mellizas Julichu y Josefina, y Maite, la hija mayor, siguen el camino del padre. Quedan en la casa los dos hijos varones, Antonio y Fernando.

Antonio, desde entonces no podrá pronunciar el nombre de su madre. Como si el nombrarla azuzara la herida. Cada vez que una punzada le parte el pecho, baja al sótano, abre el arcón que conserva pertenencias de los ausentes y se lleva a la nariz los guantes de Luisa, para no dejar morir el olor de su infancia. Cuando Franco declara el triunfo sobre la República, el 1 de abril de 1939, dando fin a la guerra, los hermanos Salinas quedan a merced de las represalias fascistas, rehenes en su propio pueblo, como los millones de derrotados que no han conseguido huir. Son dos muchachitos que no han participado de la guerra, pero cargan el sambenito de rojos, el peor de los pecados en la Nueva España. Fernando, casi un niño, es disfrazado con el uniforme de los requetés y obligado a marchar al frente de las tropas franquistas, como humillante mascota, en el desfile de la victoria por las calles de Alsasua.

Diez años después, Antonio es enviado a Marruecos para cumplir el servicio militar, que para los rojos puede ser eterno. Luego de 27 meses en la milicia, consigue una licencia para volver a Navarra y rendir los exámenes que le permitan completar sus estudios secundarios. Es la única oportunidad que tendrá. Habla con su hermano y deciden cruzar los Pirineos. Todo su capital lo emplean para sobornar al oficial de la Guardia Civil que, borracho, les extiende un salvoconducto para salir del pueblo. La España que queda a sus espaldas solo guarda para ellos un destino de lágrimas. En los pasos nevados de la cordillera, Antonio debe arriar a Fernando casi a patadas para vencer la inercia del cansancio y al fin llegar a Francia. A su condición de rojo, suma ahora la de desertor. Sabe que ya nunca podrá volver. Siguiendo la estela de su padre, embarcan para la Argentina.

No es fácil reencontrarse con su padre, instalado en Río Pico, un pueblito de Chubut, más pequeño que Alsasua. Ejerce como médico sin haber podido revalidar el título. La necesidad no anda fijándose en sellados y pergaminos. Después de tantos años de separación se citan en Constitución, la inmensa estación ferroviaria de Buenos Aires que recibe los trenes del sur del país. Antonio espera fumando en medio de uno de los andenes. Entre el vapor de la locomotora que acaba de llegar, como emergiendo del tiempo, ve avanzar a un envejecido Constantino. A medida que se acerca, la figura del padre va encarnando los contornos, desalojando la materia nebulosa de la memoria, recuperando su lugar de autoridad. Se miran. Por toda bienvenida, Constantino le espeta: No recuerdo haberte dado autorización para fumar.

El sol se pone a popa. El barco sigue el rumbo de las estrellas que empiezan a aparecer por proa. Antonio hace un salto en los recuerdos y pasan en cámara rápida su curso de electricista naval, su casamiento, el nacimiento de sus cuatro hijos varones –el embarazo del primero de ellos se solapa en el calendario con el casamiento–, su trabajo en la Flota Fluvial. Y ahora está aquí, acodado a la baranda de cubierta, en un viaje tan impensado como ansiado a la tierra de sus padres, de sus abuelos, la tierra en la que tuvo que dejar su adolescencia.

Cádiz lo recibe fríamente. El Caudillo vive aún y manda sobre cada sístole y diástole, sobre cada inspiración y expiración del último de los españoles. Pero su España ha empezado a pintarse de moderna. Es que, con la victoria aliada en Europa, la península ha quedado como la última isla del fascismo. Ahora intenta seducir a la gran potencia ganadora, Estados Unidos, para ofrecerse como bastión en la lucha contra el comunismo. Son los días de la guerra fría. Si bien el estado policial se mantiene intacto, ha aflojado algo los modos desembozados de la inmediata posguerra civil para barnizarse de democrático. La tripulación se instala en un hotel cercano a los astilleros. El buque necesita los retoques finales y ellos tienen que familiarizarse con su funcionamiento. Antonio no lo piensa dos veces. Acuerda con sus compañeros unos días de licencia, arma una pequeña maleta y saca en la estación ferroviaria el primer pasaje para Alsasua.

Atraviesa España al sesgo, repitiendo el tajo diagonal que dividió el mapa de la República en los primeros meses de la guerra. No para ahogar en sangre los sueños de libertad, como entonces, sino para hacer coincidir su sangre con su tierra. Viaja desde el extremo sur, donde la península se besa con África, hasta el vértice norte, donde los Pirineos la recuestan contra Francia. Abre la ventanilla cuando el tren entra a Euskadi para llenar sus pulmones de aire vasco. Llega a Alsasua con las últimas luces del día. Lo ha calculado, nunca da para fiarse de los fachas. En la penumbra va tanteando las señales del recuerdo. Allí duerme su pueblo, acostado entre montes, acunado por ríos. Una manchita de tejas rojas en el valle, la última imagen que tuvo al echar a andar con su hermano rumbo a los Pirineos. Cree reconocer una fachada, la curva de una calle, el campanario de piedra de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción. De pronto, cuando llega a la plaza, un hombre avanza hacia él. A pesar de los años conoce esa silueta, con certeza la conoce, pero no puede acordarse el nombre. Dos décadas de dictadura han desarrollado en los españoles, sobre todo en los vencidos, habilidades insospechadas para sobrevivir. Algunos se han hecho golondrinas y emigraron, sin el beneficio de volver para anidar cada verano. Otros devinieron camaleones y adquieren el color del lugar donde se posan, cualquiera menos rojo, color peligroso por demás. Los más astutos pueden volverse invisibles, como el hombre que ya atraviesa la plaza y está cada vez más cerca, que sólo él recuerda como era entonces, pero que para el resto pareciera un ciudadano más. Lo que no puede acordarse, por más que se esfuerce, es su nombre. Solo rememora su apodo, pero tiene pudor en llamarlo así por temor a delatar su traje perfecto de hombre invisible.

Se detiene a pocos pasos, quedan frente a frente. El que ha surgido del pasado se da cuenta enseguida de la tribulación del que ha vuelto del otro lado del mundo. Se sonríe y le tira una soga, un cabo a prueba de naufragios.

—Vamos, Antonio, dime Gasolina nomás. A ti sí te lo permito. Venga un abrazo, hombre, que hay que matar mucha pena.

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