Tiene razón el gobierno macrista: hay guerras comerciales en el mundo que nos perjudican. El problema es que las políticas macristas hacen todo lo posible para que nos jodan mucho más.

Años atrás, la Unión Europea impuso aranceles por dumping a las importaciones comunitarias de paneles solares chinos. Con una capacidad de producción equivalente al 150% del consumo mundial, los exportadores chinos, que vendían a precios muy inferiores a los de los fabricantes europeos, se habían apoderado del 80% del mercado, haciendo peligrar cerca de 25.000 puestos de trabajo.

China replicó a la medida antidumping europea a su manera, imponiendo una barrera “sanitaria” que, en realidad, encubría una sutil medida no arancelaria (MNA en jerga): elevó el mínimo permitido de ftalatos (una sustancia química potencialmente cancerígena) en los vinos y demás bebidas alcohólicas importadas. Una inspirada turrada china: las piletas de fermentación, cañerías y recipientes de las antiguas bodegas europeas eran mayormente de plástico y/o revestidas de epoxi, materiales con alto contenido de ftalatos susceptibles de migrar al vino. Para mantener su parte de la jugosa torta china (importaciones por un valor de casi 3.000 millones de dólares anuales), la industria vitivinícola europea debió cambiar sus instalaciones al acero inoxidable.

Al tratarse de una “medida sanitaria”, China no discriminó entre vinos europeos y no europeos, por lo que la represalia afectó indirectamente a terceros; entre ellos (no podía fallar) a las exportaciones de vinos argentinos a China: un intercambio pequeño para el país asiático (apenas el 0.7% de los vinos importados por China son de origen argentino). Pero sí se trataba de un negocio significativo para nuestros vinos: China es el sexto destino de las exportaciones vitivinícolas argentinas (un 3% aproximado del total); sin mencionar las proyecciones que ubican a China como  el segundo mercado mundial para el 2020. Para mantenerse en ese mercado al cual es muy difícil entrar y del cual es muy fácil salir, a varias bodegas argentas no les quedó otra que poner una moneda, migrar instalaciones al acero inoxidable, afrontar ensayos de laboratorio, certificaciones etc. y, sobre todo, poner mucha paciencia.

O sea: remarla en dulce de leche. O en Malbec.

Todo eso por una medida tomada del otro lado del mundo para castigar a otra parte de ese otro lado del mundo. De rebote, de carambola, sin comerla ni beberla, como decíamos en el barrio.

1984, todos contra todos

La disputa por la hegemonía mundial que sostienen Estados Unidos y China (o la disputa de Estados Unidos contra todos para sostener su hegemonía en retroceso, como más les guste), se da en varios frentes: económico, geopolítico, militar. En el terreno económico, la disputa se corporiza en diversas guerras comerciales múltiples que se libran actualmente: Estados Unidos vs China, China vs la Unión Europea, la Unión Europea vs Estados Unidos, Estados Unidos vs Canadá y así. Guerras que, ni hace falta aclararlo, enfrenta a las potencias comerciales y en las cuales la periferia en el mejor de los casos observa, pero también padece los “efectos colaterales” en el peor.

Como parte de su estrategia en esta guerra global, las potencias protegen donde es necesario a sus mercados internos, imponiendo restricciones a las importaciones provenientes del resto del mundo. Simultáneamente, haciendo valer su peso absoluto, exigen librecambismo presionando por la apertura de los mercados periféricos, que en muchos casos no cuentan con herramientas (o voluntad) para proteger sus propios mercados y sus industrias.

Se apela, en esta guerra, a todo el arsenal disponible, lícito y no tanto: invocar o ignorar indistintamente a la OMC, unilateralismo, barreras arancelarias, precios de referencia, medidas fitosanitarias, MNA. En el medio, se violentan prácticas de lealtad (véase la disputa intra-Nafta entre Estados Unidos, Canadá y México por el acero inoxidable), reglas de intercambio que regulan el comercio mundial y acuerdos comerciales. EE. UU. impone aranceles a las importaciones de acero y aluminio; como represalia, China eleva los aranceles a la soja, la carne de cerdo y los automóviles yanquis. Por su lado, la UE aplica aranceles a las motocicletas, jeans y productos agropecuarios norteamericanos. Y así. Sucede un poco como Oceanía, Eurasia y Estasia, las superpotencias del libro orwelliano más famoso, 1984: los contendientes están en estado de guerra constante, donde los escenarios cambiantes, las alianzas circunstanciales y las traiciones están a la orden del día.

Efectos colaterales (para nosotros)

Decíamos más arriba que estas tensiones comerciales entre las potencias provocaban “efectos colaterales” en las economías periféricas. El incidente de los ftalatos mencionado más arriba ilustra estas tensiones, intereses, arbitrariedades e inequidades que atraviesan en la actualidad al intercambio de bienes y servicios en el mercado mundial y que condicionan el comercio exterior de la periferia.

Eventualmente la guerra comercial entre pesos pesados puede suponer oportunidades puntuales para las producciones de terceros países, y está bien aprovechar las circunstancias favorables, siempre y cuando se asuma que son eso: circunstancias y no constantes; una acción preventiva común y silvestre de alguna potencia económica, de bajo impacto para su economía, digamos. Un aumento de gravámenes a la importación o una barrera arancelaria, puede generar una catástrofe en economías de escaso peso relativo y con perfil exportador poco diversificado. Por caso: la suerte de las exportaciones argentina de soja está atada a las tensiones entre Estados Unidos y China, con precios a la baja como consecuencia de la imposición de aranceles a la soja yanqui por parte del Gobierno chino y la consecuente caída de la demanda.

Una perogrullada: cuanto menos diversificada sea la oferta exportadora de una economía dada, más vulnerable es a los vaivenes del mercado internacional. Como dice un gran amigo en tono de joda no tan en joda: el día que los chinos inventen un sucedáneo sintético del cobre, se acaba el milagro chileno.

Selling England by a pound

Como consecuencia de estas disputas, de mercados que se cierran o que limitan ingreso de manufacturas (y mano de obra) extranjera, los excedentes de producción, principalmente chinos, andan dando vueltas por el mundo a la pesca de mercados permeables. Volviendo al ejemplo de la sobreoferta de paneles solares: China posee una capacidad de producción equivalente al 150 % del consumo mundial, ergo: a alguien se los tiene que embocar.

Estos excedentes, stocks y saldos se ofrecen a precios de reviente porque, a pesar del vuelco dado por la bestia asiática hacia su mercado interno, la maquinaria china no puede parar y debe vender a como sea. Productos que se vendían a un precio determinado, con tendencia hacia alzas graduales debido al “aumento del costo de la mano de obra china y del precio de la materia prima” (un clásico chino), luego de discusiones, ofertas y contraofertas de meses (un chino con una calculadora: un espectáculo que hay que ver antes de morir), de pronto y como por arte de magia se ofrecen a la mitad de ese precio como si tal cosa.

Para colmo, gracias a las comunicaciones, plataformas virtuales, ferias internacionales y demás, la posibilidad de obtener productos, precios y cotejar ofertas para elegir la más conveniente es un proceso virtualmente instantáneo. En una feria china, hoy accesible a cualquiera (típicamente: la Feria de Cantón en Guangzhou) la oferta literalmente abruma, pudiéndose encontrar no menos de 100 fabricantes distintos de un producto determinado.

Exceso de oferta = caída de precios: en el mercado internacional, en el contexto actual, la máxima económica parece, para bien o para mal, cumplirse a rajatabla.

Y por casa, somos nabos

Ese es el mundo al que nos abrimos alegremente, al que nos arrojamos sin paracaídas: un mundo en el que jugamos en la B y en el que, muchas veces, quedamos atrapados en disputas que nos afectan y que nos exceden.

Tomando en cuenta este contexto y estas condiciones externas, no hace falta ser muy avispado para darse cuenta de los efectos devastadores que, para la producción doméstica, implica la apertura indiscriminada de las importaciones. Para la nuestra y para la de cualquier economía periférica.

Pensar nomás en los efectos que tuvo en la Unión Europea (no en Argentina o en el Reino de Tonga, en la Unión Europea) el ingreso de los dichosos paneles solares. La invocada mejora de la competitividad que derivaría de la apertura no es más que un subterfugio para ocultar lo inocultable: no hay manera de competirle a los productos importados, así se ajusten hasta lo insostenible los costos variables (léase: salarios). Acaso la teoría económica debería inventar, si es que no existe ya, un término opuesto a “sustitución de importaciones”, digamos: “sustitución de manufactura doméstica” o algo por el estilo. No mencionaremos aquí la demanda de divisas necesarias para atender las importaciones, cuestión decisiva que merece ser tratada aparte.

 

Granero el mundo en sillas de ruedas

El regreso al modelo agroexportador, soñado por la elite argenta y entendido como integración al mercado mundial según el esquema clásico de la división internacional del trabajo (o sea: como simples proveedores de material primas), no sólo atrasa más de 100 años sino que se estrella de frente con un mundo ciertamente distinto: multipolar, con hegemonías en disputa y con centros productivos diversificados. El modelo agroexportador nos devuelve sin escalas a la relación centro-periferia, relación esencialmente asimétrica, donde los principios del librecambismo aplican solo para la periferia, con el agravante de que ese centro ya no es la Gran Bretaña necesitada de alimentos y materias primas de fines del siglo XIX y comienzos del XX, sino Estados Unidos: un competidor directo con el que no hay complementariedad y, si la hay, es básicamente subordinada a los intereses de la superpotencia, que nos percibe como una parte de sí mismo y actúa en consecuencia.

Por otra parte, los “triunfadores” locales del modelo agroexportador son una “minoría intensa” constituida básicamente por el sector terrateniente y el gran capital agropecuario, sector fuertemente concentrado, de baja demanda de mano de obra e indiferente a la existencia o no de un mercado interno fuerte, por lo que el cacareado “derrame”, leiv motiv de la económica liberal, es poco menos que mitología pura.

Una obviedad: aprovechar las ventajas comparativas reales y potenciales es, claro, una política inteligente, siempre y cuando estas ventajas comparativas no sean la oferta única y final de una matriz exportadora. Por el contrario, debería ser la plataforma a partir de la cual complejizar esa matriz, agregando valor, potenciando y diversificando la oferta. Otra obviedad: para poder vender hay que comprar, todos los países observan sus balanzas comerciales con otros países y procuran que éstas sean superavitarias. La clave está, nuevamente, en qué se compra y qué se vende.

Aunque no faltaron, para variar, economistas ortodoxos que la cuestionaron, aquella transitada imagen del precio de una tonelada de BMW versus el precio de una tonelada de soja está más vigente que nunca, tanto en generación de valor como de empleo.

 

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