Antes hablaron de curro, luego fue el momento del negacionismo, tras eso, los pedidos de reconciliación, mientras se proponía el 2 x1 y se dictaba la prisión domiciliaria de Etchecolatz. Todo en un contexto de celebración oficial del gatillo fácil. Aunque se respalden en Mandela, todo se está volviendo cada vez más preocupante.
[D]esde que el entonces candidato Mauricio Macri se refirió “al curro de los Derechos Humanos” quedó muy claro que no tendría en relación con este tema ni la identificación que ostentamos con orgullo muchos argentinos ni el respeto más distanciado que se advierte en la actitud de otros. Esa postura agresiva y desconsiderada del presidente fue reiterada por otros funcionarios como Darío Lopérfido y Juan José Gómez Centurión. Ambos debieron dejar sus cargos ante la negativa reacción de la opinión pública, pero sus gravísimas declaraciones iban trazando una mirada del macrismo en relación con la dictadura y el terrorismo de estado más creíble que la que resultaba de las expresiones formales de los responsables del área.
Las expresiones del presidente del bloque oficialista en la Cámara de Diputados profundizan esa alarmante orientación: porque se trata de uno de los principales responsables políticos de Cambiemos y porque ha pedido abiertamente el fin de los juicios por los crímenes de la dictadura, aunque haya elegido el rótulo de reconciliación para evitar el rechazo que provoca la idea de impunidad. Por otra parte, desde diversas instancias judiciales se envían señales inequívocas para relativizar el discurso social que apoyó la realización de los procesos de lesa humanidad y mostrar un rostro menos repudiable de los genocidas. ¿Qué otra lectura puede hacerse del 2×1 o de las domiciliarias a personajes tan emblemáticos como Miguel Echecolatz o las vacaciones en la playa otorgadas al responsable de los partos en la tenebrosa maternidad clandestina de Campo de Mayo?
Es obvio, además, que la orientación de un gobierno respecto de los Derechos Humanos no puede juzgarse al margen de una consideración más integral de su política en relación con los derechos de los ciudadanos y las libertades públicas. La muerte no aclarada de Santiago Maldonado a consecuencia de la represión de las fuerzas de seguridad, el asesinato en circunstancias parecidas de Rafael Nahuel, la detención de Milagro Sala desde hace más de dos años por la decisión omnímoda del gobernador Morales, la insólita adopción de la doctrina Irurzún que permite la detención arbitraria de todos los ex funcionarios kirchneristas con el increíble argumento de que, como tuvieron poder antes, hoy podrían afectar el desarrollo de las causas, la decisión de que las FFAA participen como apoyo en las acciones de seguridad interna, la presencia ya naturalizada de la represión en toda movilización social, muestran una realidad muy distinta a la vivida por la Argentina en los doce años anteriores a la asunción del actual gobierno. Un país en el que han vuelto a instalarse temores e incertidumbres que, en los grandes centros urbanos, los más jóvenes nunca conocieron, aunque en los sectores más pobres la violencia institucional y el gatillo fácil, desgraciadamente, nunca hayan podido erradicarse.
Estas prácticas autoritarias se acompañan de algunas definiciones que son aún más alarmantes porque van configurando un sistema de ideas que otorga a las fuerzas de seguridad una libertad de acción sobre los ciudadanos absolutamente contraria a los preceptos de la Constitución. La vicepresidenta de la Nación –con afectada naturalidad- afirmó que en caso de duda siempre había que atenerse a la versión de los uniformados, novedoso principio que eliminaría toda posibilidad de control político o judicial sobre las fuerzas de seguridad. La ministra Patricia Bullrich, que había rechazado todo cuestionamiento a la actuación de la Gendarmería en los episodios que produjeron las muertes de Rafael Nahuel y de Santiago Maldonado salió después a respaldar al policía que asesinó por la espalda a un asaltante y fue recibido como un héroe ciudadano por el presidente. La doctrina que así se va configurando no implica sólo un retroceso respecto al clima de libertades y expansión de derechos reinante desde el 2003, sino que otorga a las fuerzas de seguridad licencia para matar, anulando los efectos de medidas democráticas adoptadas desde el restablecimiento del gobierno constitucional, como la derogación de los edictos policiales. No es difícil de explicar, entonces, que el más importante y reconocido de los juristas argentinos sea a diario agredido por autoridades y periodistas cercanos al gobierno: Zaffaroni es garantista se dice, como si eso relevara al injuriante de cualquier otra aclaración.
En este dramático contexto puede parecer irrelevante ocuparse de la disminución en los presupuestos de los Centros de Memoria o la reducción del personal destinado para el apoyo a los juicios de lesa humanidad, pero vale la pena hacerlo porque es en estos sectores donde el gobierno se ve obligado a avanzar con una actitud más prudente que la mostrada en relación con la doctrina de Seguridad. Sin embargo, aunque hubo avances y retrocesos, el balance es muy negativo. Por citar algunos casos, el Banco Central eliminó la repartición que investigaba ilícitos cometidos durante la dictadura que servirían para evidenciar la complicidad empresaria con la represión, se suprimió la Dirección de Derechos Humanos del Ministerio de Seguridad, su similar del Ministerio de Defensa fue desmantelada y ya no puede informar sobre los antecedentes, en materia de violación de los DH, de los altos oficiales que deben ascender, en tanto el Museo de la Casa de gobierno (ex Museo del Bicentenario) menciona ahora simplemente como presidentes a los dictadores que ocuparon el poder mediante un golpe de estado. A la vez, los despidos afectaron la actividad del Centro Fernando Ulloa de Asistencia a las Víctimas, mientras la gran mayoría de los Espacios de Memoria no reciben suficiente financiamiento y el Centro Cultural Haroldo Conti , reducido drásticamente su presupuesto, continúa su actividad –aunque con limitaciones- gracias al compromiso de sus trabajadores y el apoyo solidario de los artistas y el público.
El macrismo puede plantear abiertamente una concepción antidemocrática de la seguridad porque la derecha ha ganado, en los medios y en la calle, una pelea que el kirchnerismo nunca terminó de librar. A partir de la vergonzosa adecuación del Código Penal a los deseos de Juan Carlos Blumberg , la vuelta atrás de las reformas impulsadas por León Arslanian en la provincia de Buenos Aires y el reemplazo de Nilda Garré por Sergio Berni en la conducción de la Policía Federal, se impuso la presión de los partidarios de la mano dura y se dejó en el camino las políticas más avanzadas. De todos modos, la decisión de Néstor Kirchner de no reprimir las movilizaciones, a pesar de la enorme presión social contra el corte de calles, queda como un ejemplo de respeto por los derechos y de capacidad para pensar el conflicto social con una mirada que fuera más allá de la mera Seguridad.
Muy diferente es la situación respecto a las políticas de Memoria, Verdad y Justicia. Los dos gobiernos kirchneristas siguieron una política consecuente que generó una perdurable adhesión en la opinión pública. Consciente de la fuerza que sostiene al reclamo del movimiento de Derechos Humanos, horas después de la victoria electoral de Cambiemos, el gobierno había rechazado el editorial del diario La Nación que reclamaba el fin de los juicios y, más tarde, impulsado las dimisiones de Lopérfido y Gómez Centurión. Sin embargo, a pesar de las marchas multitudinarias del 24 de marzo de los dos últimos años y de la imponente movilización de rechazo al “2×1”, el giro autoritario que se acentuó en los últimos meses mostró que preservar el diálogo con los organismos de DH no era para Mauricio Macri una prioridad.
La resolución judicial que otorgó la prisión domiciliaria a Miguel Echecolatz –repudiable no sólo por los crímenes monstruosos que motivaron su condena sino, además, por las sospechas sobre su responsabilidad en el secuestro de Jorge Julio López- muestra que, como ya señalamos, por la vía judicial pueden adoptarse hoy decisiones que relativicen el efecto social de las condenas. Ni la resolución sobre Echecolatz ni la que aplicó el 2×1 pueden pensarse al margen de la voluntad del Ejecutivo. Este no sólo propuso nuevos miembros de la Corte que facilitaron el cambio de jurisprudencia sino que es responsable del nuevo clima de desinterés por los derechos humanos que impone de modo displicente el presidente. No puede ser desmentida esta afirmación por la tardía petición del secretario de DH para que se revoque la domiciliaria del ex subordinado del general Camps, desganada reacción frente al reclamo de los organismos de Derechos Humanos. Una vez más, el gobierno muestra su estilo oportunista de avanzar y retroceder según sea la reacción de la comunidad. Lejos de ser un ejemplo de sensibilidad, de aceptación del reclamo social, se parece más a la búsqueda de las líneas de menor resistencia para llevar adelante un mismo objetivo.
Asimismo, el cambio de nombre de la Secretaría de Derechos Humanos, adicionándole Pluralidad Cultural, podía haberse considerado positiva en otro contexto, como muestra de una visión más amplia de los derechos, no ligados exclusivamente a la experiencia dictatorial. Sin embargo, no es excesiva suspicacia considerarla como parte de un intento de diluir la memoria del terrorismo de estado en el marco de una reivindicación más general. La evidencia de ello la dan algunos funcionarios a cargo del predio de la ex ESMA –lugar donde naturalmente la materialidad del crimen no puede soslayarse- que invocan a diario la necesidad de mirar para adelante y no volver sobre el pasado. Curiosa manera de hacer memoria.
En este marco, que tiende a quitar densidad al reclamo de memoria y a ver el juzgamiento de los responsables del terrorismo de estado como una tarea de la Justicia que el Ejecutivo no tiene la responsabilidad de promover –a pesar de que la Secretaría sigue siendo querellante en muchas causas- ha vuelto a instalarse la propuesta de reconciliación. Nicolás Massot ha invocado el ejemplo de Sudáfrica sin tener en cuenta la peculiaridad del caso y sus notables diferencias con la situación argentina[1]. No es el primer intento, pero hasta ahora los esfuerzos de Claudia Hilb que dedicó dos libros a la cuestión sin generar debate, ni la promocionada visita de un intelectual sudafricano que consideró los juicios de lesa humanidad en el Cono Sur como actos de venganza, no han tenido la repercusión que están generando los dichos del presidente del bloque oficialista[2].
Hilb contraponía los objetivos de verdad y justicia, señalando que en su afán de perseguir éste último en Argentina se había sacrificado la verdad, lo contrario de lo que habría ocurrido en Sudáfrica. En consecuencia, abogaba por un régimen de reducción de penas a cambio de que los represores brindaran información sobre los desaparecidos. Sin embargo, en el caso sudafricano, después de muchos años de adoptada la política de reconciliación, la información obtenida no ha sido significativa. Además, resulta por lo menos injusto decir que en Argentina se sacrificó la Verdad en aras de la Justicia, cuando ha sido precisamente la realización de los juicios la que permitió ampliar notablemente el conocimiento sobre los años de plomo, gracias a los testimonios ante los tribunales, especialmente los prestados por sobrevivientes de los campos y prisiones, y a la investigación en el ámbito judicial con organismos específicos.
La invocación del ejemplo sudafricano reposa sobre otro argumento aún más falaz, la presentación de Nelson Mandela como un hombre que luego de toda una vida de militancia intransigente, al llegar al poder, decidió de pronto aceptar la amnistía de todos los responsables de los grandes crímenes del apartheid. El argumento así planteado sirvió para contraponer la generosidad del gran luchador capaz de perdonar con el supuesto espíritu de venganza de la presidenta argentina. Más allá de esta banalización, lo cierto es que ese relato no explica las verdaderas razones del acuerdo alcanzado en Sudáfrica.
La situación mundial de los primeros años ’90 influyó para que desde ambos bandos se pensara en el fin del enfrentamiento. El régimen del apartheid sometido a sanciones de los organismos internacionales quedaría cada vez más aislado en un contexto en que el discurso de los derechos humanos ganaba espacio en todas partes. Pero, tampoco, el gobierno de Mandela tendría apoyo para seguir la lucha armada hasta lograr la rendición sin condiciones del gobierno sudafricano, en un mundo en el que, tras la caída de los socialismos reales, la hegemonía estadounidense se volvía incontestable. Por otra parte, la relación de fuerzas interna parecía estabilizada. A pesar de utilizar los más brutales métodos de represión, el gobierno había comprobado la imposibilidad de aniquilar al mandelista Partido del Congreso, pero aun así la derrota total del gobierno de la minoría blanca no parecía posible en el mediano plazo.
En ese contexto, Mandela y la dirección revolucionaria sudafricana, optaron por asegurar el cese del apartheid y el acceso de la mayoría negra a la vida política y al gobierno, convencidos de que sería imposible gestionar el país en el futuro inmediato sin el concurso de la minoría blanca. Para entender también las dificultades para el juzgamiento de los responsables de los crímenes del apartheid, hay que recordar que éstos eran muy numerosos y contarían, en general, con la solidaridad de los blancos. Todas estas razones que podríamos llamar políticas pesaron más que el discurso religioso humanitario del obispo Desmond Tutu para decidir el nuevo rumbo sudafricano.[3] Esto no implica negar la influencia social de ese discurso y de la ética del “ubuntu” que enfatiza la solidaridad entre las personas, ni tampoco negar que la idea de una Sudáfrica para negros y blancos estuvo siempre presente en la prédica de Mandela. Simplemente tratamos de desplegar las razones políticas que orientaron la decisión del dirigente sudafricano, en vísperas de su ascenso al poder.
¿Acertó Mandela al adoptar la política de reconciliación? Difícil respuesta, porque aunque el intercambio de perdón por información no ha tenido éxito y, además, castigada por las políticas neoliberales, la sociedad sudafricana está hoy lejos del país soñado por Mandela, no es menos cierto que la etapa del apartheid ha quedado atrás. De todos modos, no es esa la cuestión que planteamos sino la pertinencia de aplicar el caso de Sudáfrica en nuestro país, y, con lo poco que hemos visto, queda claro que se trata de dos situaciones radicalmente diferentes.
Las declaraciones de Massot parecen indicar que el gobierno está radicalizando su postura en relación con el legado de Memoria, Verdad y Justicia. A los pocos meses de asumir Mauricio Macri la presidencia, puse como título a un trabajo sobre estos temas, Un legado en peligro.[4] Hoy la luz de alarma debe ser mucho más intensa. Esto no implica dar por perdida la batalla cotidiana por defender los avances de los doce años de expansión de derechos. Es mucho lo que puede hacerse, en este sentido, como lo muestra el notable acompañamiento social que sigue teniendo el movimiento de Derechos Humanos y, además, no es bueno regalar espacios que aún no han sido conquistados. Pero en esta cuestión, como en tantas otras, es imposible ignorar que el macrismo avanza en un sentido absolutamente contrario al proceso iniciado en 2003. En el trabajo antes citado señalábamos cuán poco podía esperarse en el área de Derechos Humanos de un gobierno cuya política se inspiraba en el fundamentalismo de mercado y mostraba el más absoluto desinterés por los efectos excluyentes de sus políticas sobre el cuerpo social. Hoy, la situación es más grave, porque son las libertades públicas y el mismo derecho a la vida los que peligran.
[1] Para un análisis del caso sudafricano en línea con lo que aquí planteamos, pero que avanza más en el señalamiento de sus características particulares, ver el artículo de Matías Cerezo, Sudáfrica: Modelo para desarmar, en Revista Haroldo, 10 de setiembre del 2015, en la web.
[2] Ver Claudia Hilb, “La virtud de la justicia y su precio en verdad. Una reflexión sobre los Juicios a las Juntas en la Argentina, a la luz de la Comisión de la Verdad y Reconciliación en Sudáfrica”, en Usos del pasado, Que hacemos hoy con los setenta. Buenos Aires, Siglo XXI 2013. El profesor sudafricano Philippe Joseph Salazar fue entrevistado sobre el tema por el diario La Nación y coeditó con Hilb y Lucas Martin, Lesa Humanidad. Argentina y Sudáfrica. Reflexiones después del Mal. Buenos Aires, Katz 2014.
[3] Una película de Clint Eastwood, Invictus, a pesar de su enfoque hollywoodense que no pretende una mirada política rigurosa, acierta en señalar claramente las causas de la decisión de Mandela. “No podríamos gobernar sin ellos”, dic e en la película Morgan Freedman, representando al líder sudafricano.
[4] Ver Eduardo Jozami, “Memoria, Verdad y Justicia. Un legado en peligro.”, en Daniel Filmus, compilador, Pensar el Kirchnerismo, Buenos Aires, Siglo XXI 2016.