Durante ese mes de 1976 el Cementerio de La Plata registró el número más alto de entierros de NN de toda la dictadura. Coincide con la mayor escalada de la represión ilegal en esa ciudad, dirigida desde el Área de Operaciones 113. La complicidad del diario El Día.

Con precisión burocrática, el director del Cementerio de La Plata designado en 1984 por el recién electo intendente radical Juan Carlos Albertí responde a un pedido impulsado por familiares de desaparecidos: “De acuerdo a lo solicitado en nota de referencia a inhumaciones de NN en el período 1976-1983, según documentación obrante ascienden a la cantidad de 491… fueron realizadas en forma individual, existiendo constancia en las respectivas licencias de inhumación de la certificación médica y la firma de la autoridad del Registro de las Personas, requisito imprescindible para su entrada al cementerio local”. Dicho más simple: ¿cuál es el problema, si acá no encontramos fosas comunes y el papelerío cubre todos los pasos administrativos?

Récord de tumbas NN en el Cementerio.

Una investigación de la Madre de Plaza de Mayo Adelina Dematti de Alaye denunció con claridad a los operarios del último dispositivo de la maquinaria genocida: los policías médicos de Camps fueron los encargados de hacer desaparecer a cientos de militantes políticos asesinados por el régimen militar-civil-eclesiástico. Cuando no eran quemados o enterrados en los mismos centros clandestinos, los cuerpos ingresaban a la Morgue Policial platense donde los policías médicos sistemáticamente extendían certificados de defunción NN borrando las identidades, ignorando los signos de torturas y cautiverio, ocultando las verdaderas causas de muerte y omitiendo cualquier dato que pudiera llevar a conocer las circunstancias de los homicidios. Los cadáveres circulaban prontamente hacia el cementerio oficial gracias al salvoconducto firmado por los policías médicos, eficaces legalizadores de lo ilegal y guardianes –hasta hoy– de los crímenes del Estado terrorista.

La democracia despuntaba con promesas de justicia y el flamante director del Cementerio adjunta al informe un cuadro estadístico donde observa “un pico que va desde junio del ’76 a enero del ’78; después, los datos marcan una normalidad…”; firma y lo envía. El pico del estrago obliga a cerrar los ojos por un instante. Algún familiar –tal vez la propia Adelina– volvió a abrirlos para remarcar con lápiz rojo una de las cifras: 77. Corresponde a noviembre de 1976 y es, lejos, el número más alto de la tabla.

Tertulia entre genocidas y periodistas

El sábado 27 de noviembre de 1976, la tapa del diario El Día proclama en grandes letras “Los golpes asestados a la guerrilla en La Plata” y describe entusiasta y con detalle una grotesca puesta en escena animada por el director de Investigaciones de la Policía de la provincia de Buenos Aires, Miguel Osvaldo Etchecolatz, para ufanarse ante la prensa de las masacres de noviembre. Pasaron apenas dos días del ataque brutal a la casa de la calle 30 donde fue secuestrada la bebé Clara Anahí Mariani Teruggi, y el impúdico comisario mayor derrama exultante en público las catastróficas cifras del genocidio en curso. El Día, obediente, las transcribe: “En los últimos 30 días el total de bajas experimentado por la subversión en La Plata asciende a 107 extremistas”. La hospitalidad policial, alojada en el Área Operacional 113 de la Zona 1 represiva, agasaja a los invitados con la proyección de un corto cinematográfico: “Con música folklórica de fondo… las imágenes mostraron monumentos, tareas en las fábricas y en el campo, niños estudiando… Un enemigo se cierne sobre todo ello, una mancha negra simbolizada por el imperio del comunismo y del marxismo… Finaliza la película con un canto de paz y las dos últimas frases del Himno Nacional, mientras un coro entona el Aleluya”, escribe encantado el enviado de El Día.

El Día reproducía los comunicados militares.

Terminada la función en la Jefatura de Policía, los asesinos acompañan a los periodistas a una visita guiada por las casas donde se habían realizado “tres importantes procedimientos contra la subversión”; así pasaron por 63 entre 15 y 16 (“donde fueron abatidos dos sediciosos”), luego por 139 entre 47 y 49 (“seis sediciosos”) y finalmente por 30 entre 55 y 56 (“siete sediciosos”).

Parece imposible contabilizar a las víctimas de las masacres de noviembre del ’76 en La Plata, incluso si nos limitamos a intentarlo con las inscriptas en los documentos producidos por la burocracia terrorista y las presentadas en la prensa como “abatidas en enfrentamientos”. Comparando las declaraciones públicas de los verdugos jefes, los “enfrentamientos” ficcionados en los diarios, el listado de NN del cementerio oficial y las actas de defunción emitidas por el Registro de las Personas a partir de los certificados firmados por los policías médicos, lo único que obtenemos es un desesperante palimpsesto, un mapa incierto y monstruoso que confiesa las trampas laberínticas de la burocracia genocida pero nunca las cifras precisas de los crímenes.

Un poeta que escapó a las masacres, Javier Gortari, revela en una corta dedicatoria aquello que la profusa contabilidad del terror pretende ocultarnos: “A esa ciudad sangrante, herida en diagonales, infestada de tilos que rezuman fantasmas y aparecidos”. Los tilos de La Plata florecen en noviembre.  Noviembre del ’76 está encerrado en rojo. Hasta el perfume de las calles impide olvidar el genocidio.

Las tres casas montoneras

Los ataques a las tres casas fueron mostrados a la prensa como eficaces operaciones de  contrainsurgencia fruto de acciones previas de inteligencia a gran escala. Si bien es cierto que varios de los asesinados venían siendo perseguidos desde tiempo atrás, “el exitoso final” fue conseguido mediante la aplicación de los atroces métodos de coacción de la “escuela francesa”: arrancar información a personas aisladas en catacumbas secretas, encapuchadas, atadas y sometidas a tortura sin límite físico ni temporal. En el caso de las tres casas operativas, el secuestro del “Ingeniero” diseñador de los embutes para esconder documentación y material de imprenta desencadenó la tempestad de muerte.

El 22 de noviembre a la madrugada cayeron sobre la casa de 63 entre 15 y 16. La destruyeron, la saquearon y asesinaron a Adolfo Berardi y Marisa Gau, que estaba embarazada de nueve meses. El hijito de ambos, Nicolás, salvó la vida porque su papá lo pasó por la pared medianera envuelto en un colchón. Permaneció durante tres semanas apropiado por un policía hasta que sus abuelos lograron rescatarlo.

Espacio de la Memoria en la casa de la calle 30.

Las patotas tenían preparado un segundo asalto para las siguientes horas: la casa de 139, en el barrio de Gambier, donde también había embutes diseñados por el “Ingeniero”. Desparramando balas y explosivos, cien efectivos desataron el ataque cerca del mediodía. Según los vecinos, “fue tan salvaje que comenzaron a tirar sobre casas equivocadas llenando de disparos los frentes”. Enseguida, a las 12:00, entraron a la Morgue policial cinco cuerpos. Y dos más a las 16:00. Se conocían perfectamente las identidades, pero allí estaban los policías médicos para hacer su aporte en el “operativo conjunto” y anotaron NN en el espacio destinado a los nombres. Las causas de muerte: destrucción de masa encefálica por arma de fuego a los cinco primeros y por explosivo a los dos últimos. Los enterraron en el cementerio y ya no es posible identificarlos porque, violando una orden judicial, la mayor parte de las 491 sepulturas NN fueron trasladadas al osario durante la gestión del intendente Juan Carlos Albertí; temprano empezó la democracia a incumplir sus promesas en la ciudad de los tilos.

En la casa de 139 vivían María Graciela Toncovich, su compañero Miguel Tierno y su hijita María del Cielo. La noche anterior se habían sumado Enrique Desimone y la pareja integrada por Roald Montes y Mirta Dithurbide. También se refugiaba allí Elida D’Ippolito con su hija Laurita; un mes antes su marido, Roberto Pampillo, había sido asesinado junto a Miguel Orlando Galván Lahoz en un desorbitado ataque de diez horas a un departamento de calle 58 entre 7 y 8, en pleno centro platense. María del Cielo y Laura se salvaron milagrosamente porque a la mañana la abuela Toncovich se las había llevado a su casa. Vivía cerca y escuchó impotente junto a su marido y las nenas las andanadas del horror.

El 23 de noviembre, la tapa de El Día reunía los dos operativos en una sola línea: “Ocho extremistas fueron abatidos ayer en La Plata”. Ese martes fue una jornada poco productiva para la cacería de Camps y Etchecolatz. Apenas le dispararon a un pibe en motoneta y allanaron una casa de Tolosa sin encontrar a nadie. La Morgue de la Policía no recibió nuevos cuerpos; sólo mantuvo apilados los masacrados el día anterior. La calma se perdió muy pronto; el día siguiente fue de furia. Desde la madrugada circulaba una amenaza en la tapa del pasquín local: “Consejos de Guerra en toda la Nación”; extraño anuncio, porque estaban vigentes desde el mismo día del golpe.

El genocida Ramón Camps.

En la calle 30 N° 1134 entre 55 y 56 vivían Diana Teruggi, Daniel Mariani y Clara Anahí, la hijita de ambos. Al fondo de la casa, un embute diseñado por el “Ingeniero” ocultaba la imprenta clandestina donde se editaba la revista Evita Montonera. El 24 de noviembre, cerca del mediodía, dos centenares de efectivos pertenecientes al Regimiento 7 de Infantería, la X Brigada de Infantería, Comisaría 5ª, Regional IV, División de Investigaciones, Cuerpo de Infantería Motorizada, Comando Táctico Operacional (COT), Gendarmería y Cuerpo de Bomberos atacaron la vivienda con morteros, explosivos, ametralladoras, tanquetas, helicópteros y bombas de fósforo. Diana Teruggi, Juan Carlos Peiris, Daniel Mendiburu Eliçabe, Roberto Porfidio y Alberto Bossio resistieron como pudieron al bombardeo infernal que se prolongó durante cuatro horas. Todos ellos fueron masacrados. Daniel Mariani no estaba en el momento del ataque, pero las patotas siguieron persiguiéndolo hasta asesinarlo en agosto del ’77. Diana protegió a su bebé de tres meses colocándola en una bañadera de hierro que no fue alcanzada por los disparos. De allí se la llevaron viva los genocidas y desde entonces su abuela Chicha Chorobik de Mariani la sigue buscando. Los policías médicos Néstor de Tomas y Héctor Amílcar Darbón firmaron los certificados de un varón y una mujer carbonizados, que de inmediato fueron escondidos en tumbas anónimas. Del salvaje operativo participaron personalmente el jefe de la Policía, Ramón Camps, y su hombre de confianza, Miguel Etchecolatz, además de los máximos jefes militares de la región: generales Carlos Guillermo Suárez Mason y Adolfo Sigwald y el coronel Roque Carlos Presti. No buscaban arsenales sino destruir la imprenta. La revista Evita Montonera reapareció y continuó denunciando los crímenes de la dictadura hasta agosto de 1979.

Masacres vengadoras

La escenografía legitimadora del genocidio que montó Etchecolatz con la prensa amiga el 27 de noviembre de 1976 se centró en alardear sobre la eficacia de la “inteligencia” del aparato represivo, “defensor de los supremos intereses de la patria contra los elementos subversivos disolventes”. Para eso utilizó las tres casas atacadas describiendo minuciosamente “los ingeniosos mecanismos para acceder a compartimientos secretos” encontrados en las “moradas extremistas”, información aportada por un “ingeniero actualmente detenido”, dijo el genocida y reprodujo El Día, todavía impune.

Pero en las semanas anteriores a la destrucción de las casas montoneras, los materiales que llenaron las tapas y las páginas policiales de El Día fueron las ejecuciones de sospechosos andando por las calles y las persecuciones efectivísimas con decenas de muertos subversivos jamás identificados. La mecánica exterminadora de los asesinatos masivos no era nueva, pero desde fines de octubre tomó la particular característica de masacre vengadora. Aquella que Rodolfo Walsh denunciaba en su carta a la junta militar: “Simples sospechosos a los que se mata para equilibrar la balanza de las bajas según la doctrina extranjera de ‘cuenta-cadáveres’ que usaron los SS en los países ocupados y los invasores en Vietnam”. El mensaje estaba claro: cualquier esbozo de resistencia contra el régimen sería respondido con pilas de cadáveres.

El testimonio de Jorge Julio López.

El 27 de octubre, cerca de las 20 es tiroteado el frente de la casa del rector dictatorial de la Universidad de La Plata, Guillermo Gallo, en la calle 42 entre 18 y 19. Dos custodios de la Policía resultan heridos de muerte. Gallo, veterinario con rango de Teniente Primero del Ejército, fue un “orgánico” que cumplió a rajatabla las premisas que el Estado terrorista había planificado para la Universidad: persecución política, cesantías, delación de estudiantes, docentes y no docentes, cupos de ingreso, cierre de carreras y del comedor universitario.

Unas horas después, el 28 de octubre a la madrugada, diez cadáveres masculinos son ingresados a la Morgue de la Jefatura de Policía. Los policías médicos Ciafardo y De Tomas certifican que todos murieron por destrucción de masa encefálica por disparos de arma de fuego. Escriben NN en lugar de los nombres y firman para hacerlos desaparecer bajo tumbas anónimas. Desaparecidos para siempre, porque luego fueron trasladados al osario.

El Día presenta la masacre como un enfrentamiento con diez muertos de un lado y ninguno del otro. “Fuerzas conjuntas abatieron a diez sediciosos en el Bosque. Presúmese que el grupo habría asesinado horas antes a los custodios del rector”, miente en tapa. “Dos vehículos sospechosos son perseguidos y en el Bosque de La Plata un feroz enfrentamiento se produce con el saldo de 10 terroristas masculinos muertos. Un oficial y un suboficial sufrieron heridas de carácter reservado”, dice el Comando Zona 1 y publica el diario. Macario Percuoco, el policía de la comisaría novena que llevó los certificados de defunción al Registro de las Personas para conseguir las licencias de inhumación, declaró años después que los presuntos autos del operativo quedaron en la puerta de la comisaria varios días. “Eran coches chicos, creo que Fiat… los vimos todos… estaban muy agujereados”. Notable puntería la de quienes acertaron un disparo en cada uno de los diez cráneos.

La mecánica de los “traslados” ha sido ampliamente comprobada al develarse el funcionamiento de los centros clandestinos de detención gracias a los valientes testimonios de los sobrevivientes. El binomio legitimador “traslado-enfrentamiento” se debe traducir como “ejecuciones sumarias de personas secuestradas”.

Las masacres vengadoras no tienen pausa. El 29 de octubre a las 0:30 dos autos que eluden un control son perseguidos y cinco terroristas caen abatidos en 128 y 578, según el parte oficial. Un rato después, otro auto que huye por la Ruta 11 se estrella contra una alcantarilla y explota. Otra vez entran a la Morgue diez terroristas abatidos. La única novedad es la causa de muerte: carbonización total. Fueron inhumados como NN y luego pasados al osario.

Bomba en el corazón de las tinieblas

El 9 de noviembre, cerca de las 19, una bomba destruye parte del primer piso de la Jefatura de Policía. El Día narra que en ese momento estaban reunidos allí altos funcionarios y que la explosión produjo once heridos. Entre ellos el subjefe policial, coronel Ernesto Trotz, a quien debió amputársele un brazo; el coronel César Rospide, asesor de Camps, y el director de Investigaciones, Etchecolatz. Un bombero de la Policía murió horas después.

El parte oficial del Comando Zona 1 no tarda en hacer pública la reacción: “En la madrugada, doce subversivos fueron abatidos”. El libreto es siempre idéntico: autos sospechosos en fuga, persecución, enfrentamiento, muchas bajas entre los subversivos y ninguna entre las “fuerzas conjuntas”. Ocho extremistas muertos a balazos en Los Hornos y cuatro carbonizados en Gonnet. Otra docena de militantes ejecutados que los policías médicos se apresuran a hacer desaparecer sin nombre en el cementerio. Con todos los papeles en regla, notará años después el primer director del cementerio posdictadura.

El diario Excelsior de México, por medio de su corresponsal Flavio Tavares, titula el 11 de noviembre: “18 Guerrilleros Muertos, al parecer por represalia de la Policía Argentina. Sin un solo disparo. Versiones de ejecuciones sumarias después del atentado contra la jefatura de Policía”. Denuncia que “varios de los asesinados estaban desde hace varios días detenidos y fueron sumariamente fusilados luego del atentado”, y reproduce una información publicada por el diario La Prensa: “En horas siguientes al atentado un grupo comando retiró por la fuerza a tres elementos subversivos del Hospital San Juan de Dios de La Plata, donde estaban internados heridos en calidad de detenidos y bajo fuerte custodia policial”. Tavares suma a la contabilidad del 10 de noviembre los asesinatos de Luis Bearzi y Marcelo Bettini en manos de las patotas de Etchecolatz, perpetrados horas antes de la voladura de Jefatura, y la masacre de cuatro militantes más en Valentín Alsina.

Hacía varios días que Jorge Julio López padecía el secuestro en uno de los centros clandestinos de detención que funcionaban en Arana. El 10 de noviembre a las 6 de la tarde fue testigo de los fusilamientos de varios compañeros de cautiverio en el interior del chupadero como represalia por la bomba en la Jefatura. No sabemos si los cuerpos de esos militantes fueron destruidos allí mismo o pasaron por la Morgue para hacerlos desaparecer con puntillosidad administrativa. Entre el 10 y el 15 de noviembre los policías médicos despacharon 41 cadáveres hacia tumbas anónimas, según consta en el listado del cementerio que la propia burocracia terrorista confeccionó. Treinta muertos por destrucción de masa encefálica por proyectil de arma de fuego. Los restantes, por carbonización total.

Adelina de Alaye investiga el Libro Morgue.

Otra pila de cadáveres se sumaría a la lista el miércoles 16 de noviembre. El Día basó su versión de lo ocurrido en “fuentes responsables”. A la 1 de la madrugada del 16, un grupo de alrededor de treinta sediciosos que se desplazaban en autos intentó copar una planta transmisora situada en la División de Cuatrerismo de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, en Arana. De inmediato “fuerzas conjuntas” se reunieron para repeler el ataque. Durante el “cruento enfrentamiento” la mayoría de los sediciosos se dio a la fuga, pero diez de ellos fueron abatidos, “en tanto cuatro agentes se reponen satisfactoriamente de las heridas”. El lugar presuntamente atacado no era otro que el centro clandestino de detención, tortura y exterminio en el que estuvieron secuestrados Jorge Julio López, los chicos secundarios de “La noche de los lápices” y otros cientos de militantes.

Tres mujeres y siete varones que son ingresados a la Morgue policial para poder esconderlos pronto en el cementerio. Los policías médicos Ciafardo, De Tomas, Luchetti y Langone se repartieron el trabajo profesional: anotaron en todos los certificados “destrucción de masa encefálica por proyectil de arma de fuego”, firmaron y dejaron que otros dos colegas cómplices se ocuparan de los chicos asesinados que llegaron a la tarde. El diario preferido de los platenses anunciaba en tapa: “Fueron abatidos 14 extremistas”. A las diez ejecuciones sumarias de secuestrados en Arana y presentadas como “enfrentamiento”, el pasquín sumaba las víctimas de un operativo contrainsurgente contra una pensión de estudiantes en la calle 4 y 36.

Los policías médicos de la Morgue platense fueron una pieza clave en la cinta de montaje de persecución, secuestro, tortura, muerte y desaparición de opositores al régimen. La magnitud de las masacres de noviembre probó la ominosa eficacia del dispositivo burocrático genocida para deshacerse de las víctimas, de las pruebas de los crímenes y de la responsabilidad de los asesinos.