La violencia de género tiene muchas expresiones, en la pareja, en la calle, en los lugares de trabajo y son muchísimas las mujeres que tienen historias tristes que contar. De a poco se van ganando pequeñas batallas lo que abre la perspectiva que todo ese maltrato termine por quedar en el pasado. Mientras tanto de lo que se trata es de romper el silencio.
Justo cuando me sentaba a escribir una nota sobre el 8M, sonó el teléfono. Algo de por sí sorprendente en esta época donde todo lo resolvemos por whatsapp. Era mi editor. Estaba algo atrasada con los tiempos de entrega y pensé que tal vez por eso me llamaba. Después de los saludos de rigor, cuando le estaba explicando cómo iba a enfocar el anuncio de la marcha, lanzó un “…pero a mí me gustaría que escribas algo más personal”. No prometí ni aseguré nada, no es mi estilo. Le dije “OK” y pasamos a otro tema.
Apenas cortamos advertí que había estado demorando la escritura de la nota porque se trataba justo de eso, de abordar de un modo personal el anuncio del Paro Internacional de Mujeres contra la violencia machista, este año acompañado en Argentina por la promesa de un debate legislativo serio de la despenalización y legalización del aborto. Al mismo tiempo el pedido me había provocado cierta incomodidad, porque ¿cómo podría escribir algo -sobre este o cualquier otro tema- al margen de mi condición de mujer? Era imposible.
Estaba ensayando un listado mental de cosas “personales” y “femeninas” que quería abordar en la nota como la menstruación, los anticonceptivos, el embarazo deseado y no deseado y otros “asuntos” vinculados a la salud reproductiva, cuando volvieron -ordenadas- algunos recuerdos. Casi un catálogo de lo que preferiría olvidar.
De pronto recordé aquella tarde cuando tenía 17 años y mi novio de esa época me cruzó la cara de un cachetazo porque se puso celoso. Venía haciendo escenas hacía un tiempo, por cualquier cosa, por la ropa que usaba o porque me había cortado el pelo. Yo había decidido ir a la universidad y él estaba muy agresivo. “Puta”, me gritaba porque había ido a una fiesta sola. Estábamos muy enganchados. Muy. Él era un poco más grande y estábamos juntos hacía un año. Fue mi primer novio. A los pocos días lo dejé, fue muy difícil. Muy. Fue una larga separación. Nunca lloré por él. No se lo merecía. Con los años se hizo pastor de la iglesia evangélica. Ni siquiera sabía que era religioso. El país vivía entonces una democracia incipiente. Raúl Alfonsín descontaba los últimos años como presidente. El rock nacional, los escritores latinoamericanos y dibujar era todo lo que me interesaba. Mi novio había vuelto hacía poco de hacer la colimba. Volvió muy cambiado. Violento, triste, desconfiado. Se había topado con los mismos militares que habían arrastrado a pibes como él a Malvinas. Se había encontrado cara a cara con aquellos monstruos de la dictadura. Muchas veces me pregunté cómo fue que lo dejé así nomás, sin pensarlo, si lo quería tanto. Una pregunta que miles de mujeres se hacen a diario frente a situaciones similares. Muchas perdonan de buena fe sin saber que se adentran en el mismísimo infierno. Ese hecho, sin embargo, fue fundacional para mi carácter, para la elección de mis amigos varones y de mis futuros compañeros de ruta.
Después, como una ráfaga, me acordé de mi primer verano sola en Villa Gesell. Ya tenía 20 años. Había ido con una amiga a pasar unos días a la playa. Una noche decidimos salir a caminar un rato después de cenar. Un plan de lo más tranquilo y gasolero. Estábamos en el centro, a dos cuadras de la 3. ¡Sí, a dos cuadras! De pronto, escuchamos el ruido de un motor regulando suave. Era un jeep. Paró al lado nuestro. Se bajaron unos seis o siete pibes y en un segundo nos tiraron al piso. A mí me arrancaron la minifalda. Era de jean. A mi amiga, la remera. La pasamos muy mal. Eran muchos. “Tuvieron un Dios aparte”. Así lo sintetizó mi abuela cuando se lo conté. Fue a la única persona a quien se lo conté. Ella me abrazó y me peinó con los dedos un largo rato, mientras yo guardaba silencio frente a una taza de té. Tuvimos suerte. Justo cuando todo era confusión y mi cuerpo estaba dejando de pertenecerme pasó otro auto y los pibes rajaron, se esfumaron en un minuto. Desaparecieron con el mismo sigilo con el que habían aparecido en nuestro camino. Cuando fuimos a la comisaría a hacer la denuncia, los policías se cagaron de risa. Les dimos risa. Ni siquiera nos tomaron la denuncia. Yo tenía puesta una bombacha verde. No sé por qué me acuerdo de esos detalles. Nunca me voy a olvidar de esa noche. Nunca. Tuve muchos problemas estomacales después de ese episodio ultra violento. En esa época empecé terapia. El país ya había ingresado a los 90. Íbamos dejando atrás eso de ir de la cama al living, para entrar de lleno en la era de la boludez. Era plan ir siempre a Prix D’Ami. Nos acosaba la inflación, como ahora, como siempre. Pronto llegarían el uno a uno, las mil cuotas y los primeros viajes largos lejos de casa.
Un pensamiento trae siempre otro y así me acordé de mi primer embarazo. Pisábamos la hora de cierre en la redacción donde trabajaba. No había redes, ni internet, ni celulares, nada. Transitábamos el último tramo de los 90. La única posibilidad era ir al lugar del hecho o pegar un cable de agencia para cubrir la noticia. No me sentía bien y se lo dije a mi jefe. Ni siquiera me escuchó. “Tenés el taxi esperando para llevarte y traerte”, me contestó. Me mandaron a cubrir la Convención Nacional de la UCR, la rosca propiamente dicha, vomitando. Literal. En esa misma redacción, cuando volví después del parto, decidieron dejar de pagarme la parte del sueldo que nos daban “en negro” a todos. El argumento fue que “con el embarazo había bajado mi productividad y mi capacidad intelectual”. Literal. Me fui a los pocos meses. No soportaba seguir ahí. En esa época, como periodista conseguí un trabajo soñado. Duró poco, pero esa es otra historia. Es la historia del primer Diario Perfil. Ya estábamos al borde del 2000, del final de un ciclo. Se avecinaba la peor de las crisis, la que se precipitó con la caída del Gobierno de Fernando de la Rúa y el nefasto corralito.
Me pasaron cosas así. Muchas. Algunas más y otras menos violentas. Como a todas las mujeres. Incluso me avergüenza contarlas porque son pavadas comparadas con los abusos y los golpes que padecen miles y miles de mujeres en Argentina y en todo el mundo. Pero hay que denunciar, hay que hablar y hacerlo en voz alta. Explicitar todo lo que está mal por más pequeño que parezca. Eso es educar para frenar la violencia machista. Todas vivimos situaciones de acoso en la calle o en los lugares de trabajo. Con conocidos y con desconocidos. Todas tuvimos algún jefe maltratador y compañeros varones que miraron para otro lado. Es imposible reconstruir cada uno de esos malos momentos. A muchas, a mí, nos incomoda contar esas cosas porque la violencia está muy naturalizada y porque no nos gusta el lugar de “victimas”. Estamos acostumbradas a dar vuelta la hoja y seguir para adelante. Y esa conducta es parte del problema. En los lugares de trabajo, en las salas de parto donde te ponen medicación por vena para acelerar los tiempos, en el transporte público repleto, en algunos comercios, en los medios de comunicación que insisten en fomentar los estereotipos, en la vida cotidiana está muy naturalizado todo lo que está mal.
Hace un tiempo, después de meses de maltrato laboral y acoso personalizado en torno a mis sumarios, a mis modales y a mi manera de conducir un grupo, me pidieron que me fuera de la redacción donde estaba trabajando. Me echaron con elegancia. Mis hijos eran chicos y yo estaba a cargo de una sección importante. Estaba feliz por formar parte de ese proyecto y por eso le dedicaba entre doce y catorce horas diarias. Pero a mis jefes no los conformaba. Nada los conformaba. Cometía errores, sin duda, como todos los que trabajábamos ahí. Después de un año intensísimo, sin francos y con muchas páginas a cargo para editar, comenzaron a agudizarse los problemas. Tal vez teníamos importantes diferencias de estilo y de criterio periodístico, pero estoy segura de que se hubieran solucionado si yo no fuera mujer. Lo más difícil en ese lugar era hacerme respetar hacia arriba y hacia abajo siendo joven y mujer. “No estás haciendo bien tu trabajo”, “Todos dicen que estás como loca”, “Tendrías que tomar distancia”, “Todos se quejan de vos”, “Sos muy exigente” y otros argumentos por el estilo fueron los que esgrimieron para desentenderse del grave problema de maltrato laboral que había en esa redacción y para sugerirme -de un modo elegante- que dejara mi puesto. Algunos compañeros intentaron defenderme, pero era obvio que muchos tenían miedo de perder el trabajo. No los juzgo. ¡Pero cómo dolió! Me tomó por sorpresa porque unos días antes había metido una nota de tapa que hizo bastante ruido. Hacia afuera mi salida fue de lo más prolija, pero puertas adentro ni siquiera me permitieron subir a la redacción a buscar mis cosas. “Para no armar quilombo con la gente”, me dijeron. Yo acepté callar a cambio de un puesto en otro lado. Estaba agotada. Mi cuerpo acusó recibo con varios síntomas durante un largo período. Otra vez retomé terapia. A los pocos meses echaron a otra editora, de un modo más brutal que a mí. A ella directamente la dejaron en la calle. Dos mujeres fuimos el pato de la boda de un grupo subido a una moto y sin casco. Nada raro donde reina la falocracia. En ese momento, en el país, Cristina Fernández era reelegida para un segundo mandato con el 54 por ciento de los votos. Ya sin el respaldo de Néstor Kirchner a ella se le complicó lidiar con los “machotes” de la política. Hugo Moyano, por ejemplo, prefirió romper una alianza estratégica con la Casa Rosada antes de sentarse a negociar con una mujer. CFK gobernó con todos los poderes concentrados en contra. La retrataron como a una mujer golpeada, dijeron que era bipolar, incluso fueron más allá con una tapa que aludía a su sexualidad. Se sobrepasaban todos los límites y estaba naturalizado. Es más, toda esa violencia de género se cristalizó en el uso agresivo del mote “la yegua” de parte de los sectores opositores al kirchnerismo. Horrible, pero parte de la realidad.
Lamentablemente, hasta hace muy poco no estaban dadas las condiciones para accionar judicialmente contra el acoso y el maltrato laboral. Hoy sí. Vivimos en una sociedad algo más dispuesta a escuchar a las mujeres. Y eso es, sin ninguna duda, mérito de la militancia feminista por la igualdad de derechos, en contra de la violencia machista y en defensa de una mejor calidad de vida para todas. Como vivimos en una sociedad machista, jamás pensé que estas experiencias individuales que acabo de catalogar fueran “algo personal”, algo dirigido contra mí. Cosas como esas nos pasan a diario a todas. Por eso, como están demasiado naturalizadas es imprescindible que dejemos atrás el temor y denunciemos. Es un riesgo, claro que sí, pero hay que hacerlo. A muchas les pasaron y les pasan cosas gravísimas, tan graves que mueren o quedan con secuelas para toda la vida. Por ellas y por todas marchamos este 8M. Y marcharemos cuantas veces haga falta en lo sucesivo. Pero lo más importante, seguiremos ocupando todos los lugares que deseamos ocupar. Estamos curtidas.
Una vez el director de un medio para el que trabajaba me dijo: “Andrea, tu problema es que sos muy mujer”. Todavía estoy pensando qué es lo que me quiso decir.