Hay una idea del sufrimiento como paso previo al aprendizaje o al verdadero arte que recorre la cultura argentina, desde Sabato a ciertas canciones de protesta. Las imágenes de Madres y Abuelas en los juicios a los represores son otra manera menos resignada de entender el dolor, ese que supieron cómo incorporar a la lucha.
La idea no le pertenecía a Ernesto Sabato aunque él la sistematizó y la difundió como pocos en la cultura argentina: nada bueno puede hacerse si no es con sufrimiento, sólo lo que genera dolor vale la pena al final del camino. “¿Te das cuenta, Martín, la cantidad de sufrimiento que ha tenido que producirse en el mundo para que se haya hecho música así?”, plantea uno de los personajes de Sobre héroes y tumbas para referirse a Brahms. La belleza se ancla en los padecimientos. Uno de sus discípulos, H.A. Murena, sostenía que cada palabra que escribía le salía con dolor. Pero más allá de sus contactos, sus planteos formaban parte de un clima de época que se percibe en varias de esas canciones llamadas de protesta. Una de ellas fue especialmente célebre: “Te recuerdo Amanda/ la calle mojada/ corriendo a la fábrica donde trabajaba Manuel” comienza la historia de esa muchacha que al llegar a encontrarse con su amado se entera que ha muerto, sin que se entienda claramente qué ocurrió, aunque aparentemente se trata de una víctima de la represión a una huelga. “Mamá angustia en la puerta llora y da de mamar /Llora porque su hombre en la taberna /se está bebiendo el jornal”, dice una canción compuesta por Víctor Heredia. Se construye algo así como el paisaje de la víctima y no de su rebeldía, se elige el momento del dolor y no el de la reacción, que sí aparece en otras composiciones de la época, como las de Daniel Viglietti, en las que predomina el espíritu combativo. A la víctima no le quedaría sino padecer los efectos de una situación que apenas comprende y que la excede por completo
Hay en todos estos planteos una banalización pero a la vez una idea ingenua del dolor. Al pensar que es un paso previo (y generalmente necesario) para afirmarse en el mundo o para crear alguna forma de belleza, el sufrimiento revelaría una capacidad productiva (“Trabajador, tu angustia es mi capital”, cantaba Roque Narvaja allá por los 70). La próxima etapa será alguna posibilidad de realización. No hay logro sin padecimientos previos. Como dice “Naranjo en flor” – a mí juicio un tango confuso que promete decir más de lo que dice- “primero hay que saber sufrir”. Quienes han pasado por el dolor, incluso por su expresión física, saben bien que el dolor paraliza, que impide seguir, que nos postra, que no nos deja salir de nosotros. Para poder hacer hay que salir del dolor.
Pensaba estas cosas ante la siniestra imagen de los represores envejecidos hieráticos y como en otra cosa mientras un tribunal los condenaba a penas que la naturaleza no les permitirá cumplir. Aunque sus rostros revelan esa tozuda indiferencia de quien ha hecho del sufrimiento ajeno su profesión, convendría tal vez que los olvidáramos, al menos por un rato, en función de otras caras que se asomaban detrás de sus figuras. No es para celebrar que se los condene y que pasen el resto de sus días entre las miserias que las cárceles argentinas reservan a los presos comunes. Y pese que aparecen al fondo de las fotos (y no de todas) donde hay algo que se deja realmente ver es en los rostros de las Abuelas de Plaza de Mayo y en muchos nietos recuperados.
Su lucha no es resultado de esa presencia metafísica del dolor del que nos habla Sabato sino de un dolor concreto que hubo que poner entre paréntesis para que afloraran otros gestos más urgentes y necesarios: la lucha por la justicia, la búsqueda de personas y de pruebas, el enfrentarse a silencios de diversas significaciones y orígenes. La rebeldía no nace del dolor, el dolor embota, encierra. Si lo sabrán esos milicos que vieron de cerca el dolor de sus víctimas, las vieron protegerse como podían y tratando de que su cuerpo no se dejara vencer.
Tengo para mí que esa concepción del sufrimiento –de honda raíz judeo-cristiana que predica el “parirás con dolor” –hubiera significado una redención personal pero inevitablemente una claudicación colectiva. Lo que se vieron obligadas a aprender esas nobles mujeres es a no dejarse aislar por la trampa del dolor, a formar un colectivo que fuera aprendiendo, entre tantas otras cosas, a no dejar que los agobiadores pesares a las que fueron sometidas les impidieran encontrar lo que buscaban. Una continuidad entre su propia historia, la de los hijos perdidos y la de los nietos extraviados.
El dolor tiene como uno de sus resultados la conciencia de la propia vulnerabilidad, por lo tanto es por lo menos paradójico suponer que nos fortalece o que se trate del camino hacia algo mejor. Habría que indagar esa paradoja y no quedarse en aquello de que los que no nos mata nos fortalece. Se podría pensar que las Abuelas y también las Madres partieron desde una situación de vulnerabilidad que incluía un contexto abiertamente hostil y, en el mejor de los casos, indiferente, la propia falta de experiencia, la necesidad del sigilo y moverse entre la esperanza y la resignación ante lo que parecía inmodificable. Pareciera que todavía una parte de la producción cultural argentina, atrapada en la necesidad de exhibir el dolor a la manera sabatiana y la que fue instalando cierta zona de la cultura de izquierda, no puede encontrar la manera de contar historias que por ahora se representan en los tribunales donde la justicia no puede con la pérdida. Es una cuenta pendiente que implica despojarse de muchas cosas. O simplemente habrá que dejar que esta historia, en la que la pena no fue una condición abstracta de la existencia sino una intromisión brutal, se vaya contando por caminos que todavía no se han cerrado.