Madre de Jorge Ogando, secuestrado junto con su mujer embarazada de ocho meses, Delia Giovanola fue una de las fundadoras de Abuelas de Plaza de Mayo. En 2015, luego de décadas de búsqueda, pudo encontrar a su nieto, Martín. (Foto de portada: Horacio Paone).

La memoria es nada sin el contar.

Paul Ricoer

Yo no elegí ser Abuela, la vida me puso en este lugar”, dice Delia Cecilia Giovanola, una de las doce fundadoras de Abuelas de Plaza de Mayo. Su hijo y su nuera –embarazada de ocho meses- fueron secuestrados el 16 de octubre de 1976, por una patota del Ejército, en La Plata. Virginia, la pequeña hija de ambos, quedó sola en la cuna, en la soledad de la casa arrasada. Jorge Ogando y Stella Maris Montesano estuvieron detenidos en Arana y en el pozo de Banfield. Continúan desaparecidos. Martín Ogando Montesano nació en cautiverio en aquel centro clandestino de detención (CCD) y es el nieto N° 118 que recuperó su identidad, en noviembre de 2015, gracias a la búsqueda incesante de Abuelas de plaza de Mayo.

Delia recibe a Socompa en su departamento de Villa Ballester, repleto de fotos de nietos y bisnietos. Repasa su vida marcada por las ausencias y el espanto, por la búsqueda inquebrantable de su nieto y de los más de 350 que aún faltan. Nunca me permití quebrarme, sostiene esta madre y abuela, que, treinta y nueve años más tarde, pudo abrazar al nieto apropiado. Y sus palabras resuenan como un mantra.

Delia en la Plaza, durante la visita de Cyrus Vance.

– Se llevaron a los chicos. Encapuchados – oyó del otro lado del teléfono aquella fatídica mañana de primavera. La voz temblorosa de Liliana, melliza de Stella, intentaba responder las preguntas que se agolparon en su cabeza. “No imaginaba lo que estaba pasando. No tenía idea de lo que ocurría ni nunca supe que ellos militaran en ninguna organización”, recuerda. Viajó a La Plata y buscó hablar con los vecinos y con una maestra conocida –esposa de un militar- pero se topó con silencios y puertas que se cerraron. Inició un recorrido desconocido, forzado. Una semana antes del secuestro, habían estado juntos, en la misa por el aniversario de la muerte de su madre. Por primera vez, Stella Maris le confió su temor por un conocido al que alojaban en su casa y había desaparecido. Era Miguel Ángel Andreu, Bigo, estudiante de medicina, emboscado y asesinado frente al parque Saavedra.

-¿Cómo fueron esos primeros tiempos de búsqueda e incertidumbre?

-Muy difíciles. Mi prioridad era Virginia, me ocupé de ella, de criarla, acompañarla y llegamos a tener una relación de madre e hija. Fuimos muy compañeras. La anoté en un jardín y traté de que su cotidiano se viera afectado lo menos posible. Siempre le dije la verdad, al principio creyó que sus padres estaban en tribunales, declarando. Era muy chica para comprender. Yo estaba segura que iban a volver, que los iban a soltar. Que todo se trataba de un error, de un mal entendido. Cuando Bigo desapareció –esto lo supe después- Jorgito fue a averiguar por él al Servicio de Inteligencia de la Policía Provincial (DIPBA) y dio todos los datos. Se metió sin tener idea, en la mismísima boca del lobo. Fueron tiempos de no entender, no saber qué pasaba. Noches de llanto escondido, me encerraba en el baño o la habitación y envolvía la cabeza en un toallón para tapar los gritos. Fueron meses sin dormir, pensando cómo estarían, qué comerían, si podrían bañarse, si dormían en una cama. Imaginarse era peor que saber.

-Hasta que te decidiste a ir a la plaza…

-Había una madre que tenía a su hijo desaparecido acá en Ballester. Adela Atencio se llamaba, murió hace unos años. Vino a verme a la escuela y me insistió para ir a plaza de mayo. Yo me preguntaba qué íbamos a hacer en la plaza, quien podría ayudarnos ahí. Estaba negada a sumarme. Pero me convenció y fuimos. Ese primer día, conocí a Azucena Villaflor. Éramos un grupo de cuatro o cinco madres. Azucena tenía un block oficio en el que anotaba todos los datos, de los chicos, de donde se los habían llevado, fechas, todo. Me sentí acompañada. A partir de ahí fue una necesidad ir cada jueves. Y empezamos a reunirnos. En nuestras casas, en cafés. Cada semana éramos más y más. Un día, ya nos habían pedido que circulemos, así que caminábamos, tomadas del brazo, de a dos y una de ellas, se salió de la ronda y dijo: las que tengan hijas o nueras embarazadas vengan a otra fila. Y me aparté, no había caído en la cuenta de que mi nieto tenía que haber nacido. Y empezamos. Era otra búsqueda, buscar al nieto era distinto. Se negaban a recibirnos los hábeas corpus que presentábamos por ellos, porque nos faltaban datos. Visitamos casas cuna, centros de adopción. Y nos distribuimos tareas. Una vez me tocó hablar con el periodista Cox, (director de The Buenos Aires Herald) era el único que nos publicaba las solicitadas y nos recibía con cariño y predisposición. Él nos dijo que le constaba que había listas de militares que esperaban un bebé. Luego supimos que el robo de bebés fue un plan sistemático perpetrado por la dictadura. Pero en ese momento, no lo imaginábamos.

-¿Sentiste miedo en algún momento?

-No por mí. Pero sí por Vicki. Muchas veces la llevaba conmigo a la plaza. Virginia jugaba con las palomas, ajena a todo. Pero cuando empezamos a sentir que estábamos rodeadas de soldados, con armas largas, policías a caballo, dejé de hacerlo. Cada jueves yo le compraba un librito de animales que eran parte de una colección. Y escribía la fecha y anotaba al lado “plaza de mayo”. Seguía creyendo que los chicos volverían y era un modo de mostrarles algo de lo que había hecho; cuanto los había buscado.

Delia con su nieto Martín.

Antes de la existencia de los pañuelos, las madres debían reconocerse y usaban un tornillo o un clavo en la solapa. Pero la marcha a Luján, convocada en 1980 por Madres y organismos de derechos humanos, sería multitudinaria y no tendrían modo de reconocerse. Una de ellas sugirió llevar un pañal de sus hijos en la cabeza. Delia no tenía. Junto a su cuñada, quien también buscaba a su hijo, compraron tela blanca y escribieron sus nombres. Las inmediaciones de la basílica de Luján se vieron colmadas de aquella bandada de palomas, que peregrinó, exigiendo la aparición de sus hijos y nietos, abriendo un camino de búsqueda y tenacidad, único en el mundo.

Virginia transitó su infancia y adolescencia, incapaz de indagar qué había ocurrido con sus padres. A los 18 años, entró a trabajar en el banco Provincia (Jorge conformaba la lista de empleados bancarios desaparecidos) y comenzó la infatigable búsqueda de su hermano Martín, nacido en cautiverio. Virginia empezó a visitar la sede de Abuelas, militó en Hijos y Hermanos, brindó charlas y colaboró activamente en el documental Hermanos de Sangre, de Fabián Vitola, proyectado en escuelas, espacios de memoria y centros culturales. En 2011, presa de una profunda depresión, se suicidó.

Por el testimonio de sobrevivientes del Pozo de Banfield, entre ellos, Pablo Díaz y Alicia Carminati, se supo que cuando Stella Maris empezó con el trabajo de parto, gritaron llamando a los carceleros. Que la llevaron a otra habitación. Que parió sobre un camastro metálico y esposada. Que una estudiante de medicina, Graciela Pujol –también desaparecida- la asistió. Que regresó a los días al sucio habitáculo donde permanecía, y sufrió un ataque de nervios rogando por su bebé. Que traía en sus manos el cordón umbilical, y sus compañeros de cautiverio lo pasaron de mano en mano hasta que llegó a la celda de Jorge con un mensaje certero. Allí, atravesado por el horror, Jorge supo que su hijo era igualito a Virginia: “Hacé de cuenta que Vicki volvió a nacer”.

Cuando falleció quien lo crió, en marzo de 2015, Martín se acercó a Abuelas: creo ser hijo de desaparecidos, dijo. Tomaron su caso y comenzaron a investigar. A los pocos días, accedió a la extracción de sangre, vía consulado, por estar radicado en Estados Unidos. Pasaron los meses y creyó que ya no tendría novedades. El Banco Nacional de Datos Genéticos (BNDG) se mudaba del hospital Durand y los tiempos de espera se alargaron más, aún. En noviembre, recibió el llamado de Abuelas. Se había confirmado que era Martín, hijo de Stella Maris y Jorge, nacido en cautiverio el 5 de diciembre de 1976. Su abuela lo había buscado toda una vida.

A sus 93, con una lucidez asombrosa, Delia asiste semanalmente a las reuniones de Abuelas, abrazadas hoy por muchos de los nietos que han recuperado su identidad robada y participa de actos, charlas y homenajes. No soy una heroína, cualquier madre hubiera salido como lo hice yo, como lo hicimos todas, suele repetir. Delia comprendió, que, en la escondida, el juego termina recién cuando aparecen todos.

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