En pleno Siglo XXI una batería de prejuicios y mentiras sigue estigmatizando al pueblo mapuche como “extranjero” e “invasor” para justificar la negación de sus derechos constitucionales y la represión del Estado para defender los intereses de terratenientes que en la mayoría de los casos sí son extranjeros.
La brutal represión desatada durante las primeras horas del martes 10 de enero de 2017 en la provincia de Chubut sobre una comunidad mapuche que reivindica tierras actualmente en poder de Benetton, reavivó en los medios nacionales de comunicación el viejo debate sobre el origen geográfico del pueblo mapuche y sobre los derechos que en consecuencia los asistirían.
A lo largo del año, otros acontecimientos, como el recrudecimiento del conflicto por el yacimiento neuquino de Vaca Muerta o la detención y juicio de extradición a Chile del líder mapuche Facundo Jones Huala, estimularon a nivel nacional el resurgimiento de esta controversia.
Aun hoy en día, en el imaginario social de las elites urbanas Argentina proyecta la fantasía de ser un país blanco y europeo. Tan es así, que desde las usinas intelectuales de ese imaginario se sigue aspirando, a través de la educación, la historia nacional, los medios de comunicación y la política, a hacer realidad esa fantasía. La negación de la relevancia del mundo indígena en el país es especialmente eficaz en el exterior: Buenos Aires se vende a sí misma como la “París del Sur”. Por otra parte, internamente, los mapuches que permanecen en su tierra son frecuentemente estigmatizados como “invasores” y “extranjeros” que, a diferencia de los terratenientes blancos o las corporaciones multinacionales, carecen de derechos legítimos sobre las tierras.
Esta negación se agudizó desde 1994, cuando a partir de la incorporación del artículo 75 inciso 17 en la Constitución Nacional se consagra el reconocimiento a la “preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos”.
Si bien la fórmula elegida por los constituyentes en oportunidad de la reforma – “pueblos indígenas argentinos” – resultó poco feliz, y en alguna medida alimentó la “extranjerización” conceptual de muchos pueblos a fines de negar el acceso al derecho, este cambio radical en la ley madre, marcó un antes y un después en la relación entre el Estado argentino y los pueblos preexistentes a su creación. El reconocimiento con rango constitucional del derecho a “la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan” y de la obligación del estado de “regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano;” definiendo que “ninguna de ellas será enajenable, transmisible, ni susceptible de gravámenes o embargos.” constituyeron un gran logro para los pueblos originarios en su extenso camino de reivindicación territorial.
Esta innovación legal, aparece como la clave del asunto. Así como los intelectuales decimonónicos tuvieron que construir en la opinión pública argentina una justificación ética que avalara el despojo que se materializó con la eufemísticamente llamada “conquista del desierto” – resulta una verdad de Perogrullo que la Patagonia no era un desierto ni geográfica ni socialmente-, en los albores del siglo XXI se insiste con el mismo objetivo, con una hipótesis que niega o relativiza al mapuche su condición de pueblo originario.
A lo largo de la historia argentina, los intelectuales al servicio del poder hegemónico, generaron una taxonomía funcional a los intereses de las elites de gobierno, cristalizando diferencias de grupo en el sentido común general. Tal es el caso de la dicotomía entre Mapuches y Tehuelches, que desde la temprana ocupación de la Patagonia por el naciente estado argentino, el gobierno construyó a través del discurso y la cartografía. En este nuevo ideario nacional, que surgió en el siglo XIX y que es sostenido hasta la actualidad por importantes sectores de poder e intelectuales del “establishment”, “mapuche”, es equivalente a “chileno”.
Sin embargo, más allá del uso distorsionado de las fuentes a fines de construir el argumento extranjerizante del pueblo mapuche, las múltiples crónicas – que incluyen desde militares a científicos al servicio del proyecto roquista, como el Perito Moreno – indican que la cordillera de los Andes jamás funcionó como un límite para las comunidades mapuche que acostumbrarban a desplazarse de manera corriente a través de los numerosos boquetes y pasos bajos de la cadena montañosa, tal como sigue sucediendo en la actualidad. Fueron los gobiernos de Argentina y Chile, asistidos por sus intelectuales orgánicos, quienes consolidaron la idea de la cordillera como frontera.
El territorio patagónico tuvo durante mucho tiempo un carácter fronterizo para la administración colonial, y marginal en relación a las áreas centrales para los nacientes estados argentino y chileno. Este carácter marginal estimuló tempranos procesos y dinámicas de mestizaje y etnogénesis, entre los que el más destacado resulta el surgimiento de la actual sociedad Mapuche durante el siglo XVII, sobre la base de la propia reconfiguración política, territorial y social de un conjunto de pueblos dispersos y culturalmente heterogéneos en el extremo sur del continente americano. Sin embargo, las profusas descripciones de este complejo mundo social plasmadas en las crónicas de expedicionarios militares, naturalistas, religiosos y aventureros de toda laya, han sido simplificadas y utilizadas como fuente para la construcción de una territorialidad y un panorama etnohistórico y etnográfico funcional a los intereses territoriales en disputa.
A lo largo del siglo XX, tanto el paternalismo, como el populismo, el desarrollismo, el militarismo o las vacilantes políticas democráticas impulsadas desde los distintos gobiernos, se basaron en un mismo principio explícito o implícito: para ser argentinos de pleno derecho los mapuches debían renunciar a su condición étnica y asumir el modelo cultural que le ofrecía la sociedad hegemónica que controlaba al Estado. De esta manera, ese estado, que había sido su antagonista y verdugo, les sugería la promesa de aceptarlos si abdicaban de la posibilidad de seguir siendo ellos mismos.
Asimismo, desde la mitología nacional consagrada a partir de la Conquista del Desierto y repetida como discurso fundacional del país en las escuelas, la literatura, el cine e incluso las historietas (recuérdese al Cacique Patoruzú) se proponía y propone indirectamente que los indios verdaderos o argentinos – generalmente los Tehuelches – han muerto, formando parte de la “utopía arcaica” de la patria del criollo cuyos antepasados son los gauchos.
Hoy, al igual que la gran mayoría de las comunidades indígenas de Argentina, los mapuches ocupan tierras productivamente marginales, soportando la injusticia cotidiana de una pobreza racializada. La ideología racista derivada de la guerra de conquista permanece en buena medida, instalada entre los descendientes de los inmigrantes internos y europeos que colonizaron la Patagonia, configurando así un imaginario en el cual la presencia de los indígenas no sólo sigue siendo despreciada, sino también considerada un arcaísmo relictual y prescindible. Los mapuches sobrevivientes se han visto arrinconados en reservas territoriales adjudicadas – en general de manera precaria o provisoria – por el Estado, la mayor parte de las cuales son de baja capacidad productiva y se encuentran ubicadas en los inhóspitos contrafuertes andinos o en la estepa patagónica donde el clima es extremadamente riguroso. Estas restricciones en la productividad de sus territorios obligó a buena parte de las poblaciones a migrar, temporaria o definitivamente, hacia centros urbanos donde existe demanda de mano de obra no especializada, y de manera más reciente, a organizarse en novedosas estructuras supra comunitarias y disputar la propiedad de la tierra con actores tan poderosos como las multinacionales del petroleo y los terratenientes extranjeros.
Sin embargo, para comprender la dinámica de estos procesos, y no caer en formas tan cristalizadas de analizar la identidad como las sostenidas desde el establishment intelectual, se debe recordar que estos nuevos sujetos colectivos supracomunitarios no son políticamente preexistentes. Tal como señala el antropólogo Miguel Ángel Bartolome, la lógica socio-organizativa tradicional de estas sociedades, basada en los procesos de fisión y de fusión de bandas de caza y recolección, no determinaba el desarrollo de identificaciones colectivas mucho mayores que las generadas por los grupos parentales extendidos en un ámbito territorial. En las sociedades genéricamente identificadas como mapuches, cuya tradición de sociedad de linajes asociados en clanes territoriales ha sido parcialmente sustituida por el desarrollo de colectividades residenciales, no existía tampoco una identificación colectiva más allá de las jefaturas y de los lazos lingüísticos y culturales compartidos.
Es decir, que son sociedades segmentarias, las que tienden a no desarrollar sistemas políticos generalizados que incluyan a todos los miembros de un grupo. Y es que la mutua identificación de una serie de colectividades, aunque sean lingüística y culturalmente afines, es siempre el resultado de la presencia de una organización política unificadora. No existían entonces en el pasado las “naciones” tehuelche o mapuche, sino grupos etnolingüísticos internamente diferenciados en grupos étnicos organizacionales, que podían relacionarse o no entre sí. Es por ello que los rótulos étnicos generalizantes, tales como tehuelches o mapuches, son más adjudicaciones identitarias externas que etnónimos propios, aunque ahora se recurra a ellos para designarse como colectividades inclusivas y exclusivas.
Esto no influye en lo más mínimo, en el derecho que estos grupos tienen a acceder al reconocimiento plasmado en el texto constitucional argentino, sino más bien todo lo contrario, ya que existen sobradas pruebas materiales y culturales de los entrecruzamientos y de la preexistencia y la continuidad en la ocupación del territorio por estos diferentes linajes y sociedades.
Las culturas del presente luchan entonces – de manera absolutamente legítima – por constituirse como colectividades y pueblos, como sujetos colectivos supracomunitarios , para poder articularse o confrontar con un Estado en mejores condiciones políticas, ya que la organización de mayor escala y las demandas compartidas incrementan las posibilidades de éxito en sus distintas reivindicaciones. Se trata de la creación – o recreación – de un nuevo sujeto histórico al que llamamos Pueblos Originarios, entendiéndolos como naciones preexistentes sin Estado.