Delfor Santos Soto (1935-desaparecido el 21 de agosto de 1976) fue militante pionero de la Juventud Peronista en los años de la Resistencia, concejal de La Matanza y escritor. Haciendo el servicio militar, fue confinado por negarse a participar en los fusilamientos del ‘56. El periodista e investigador Alejandro Enrique acaba de publicar “El caso Soto. Biografía de un desaparecido de La Matanza” (CHE Ediciones), de la que Socompa publica este extracto.
N. del E: Elegimos reproducir fragmentos del primer capítulo del libro por su valor histórico –hasta antropológico- y por el interés de reflejar no tanto los años de militancia plena y la desaparición de Delfor Soto en el campo de detención El Vesubio como el nacimiento y formación en el primer peronismo, la historia de su padre, además del retrato de la vieja La Matanza todavía semirural.
Extremadamente delgado y notablemente desmejorado de salud, Delfor reflexionaba sobre sus últimas semanas. Extrañaba a su familia. No dejaba de pensar en Betty, Laura, María Eva y el pequeño Julián que aquella noche habían quedado solos. Estaba aislado en una carpa individual, rodeado de mucha gente que corría su misma suerte. Se escuchaban los gritos, los gemidos de dolor y cada tanto alguien que tosía. Hablaba, sin verla, con una mujer que decía llamarse “Graciela”. ¿Sería un nombre de guerra o realmente se llamaba Graciela? Conocía el lugar, sabía dónde estaba. No había olvidado el perfume de esos eucaliptos, el sonido silencioso de las noches. El paso de los aviones y el bramar del tren a lo lejos le daban la certeza: era Campo de Mayo. El sonido del viento cruzando aquellos arboles añosos era inconfundible. Veinte años antes también había estado apresado allí mientras cumplía el Servicio Militar Obligatorio (la colimba). Todas las noches volvían a su mente las imágenes de la captura en su propia casa, Coronel Díaz 10. Esa fría noche de invierno cuando se despidió de su familia arrastrado por sus encapuchados captores, se preguntó: ¿Volvería a verlos? ¿Qué sería de la vida de su madre Emma y su padre don Julián Soto? Don Julián, el mismo que le había enseñado que la dignidad de un hombre no debía negociarse jamás, del que había aprendido a ser valiente bajo cualquier circunstancia, de quién por primera vez había escuchado nombrar a PERÓN, el “coronel del pueblo” que por radio se dirigía a todo el país anunciando que los obreros iban a tener derechos y que las trabajadoras nunca más iban a ser explotadas por sus patrones. Juan Domingo Perón, junto a la inmortal Evita, habían llegado de la boca de su padre. Lo habían marcado para toda la vida y empezaría un camino que ya no iba a abandonar.
Con 41 años Delfor estaba allí, con los ojos vendados, con marcas físicas por el castigo, con señales de debilitamiento, pero entero, como le había enseñado don Julián. El mismo al que le habían entregado un diploma por haber sido uno de los pioneros del peronismo en La Matanza. Esa misma militancia que impidió que 18 años de exilio echaran al olvido al viejo general. La misma que después fue Resistencia. Aquella que forjó a esa “maravillosa juventud” que no había disfrutado de la patria grande y de un pueblo feliz, pero que peleaba para que la vuelta del General fuese una realidad. “No vamos a permitir que Perón corra la misma suerte que corrieron San Martín y Rosas”, había lanzado Delfor en unos de sus primeros actos políticos cuando terminaban los años 60. Y él vio volver a Perón. Él había estado cerca aquella tarde en Gaspar Campos cuando El Pocho los saludaba desde el balcón.
Delfor quería estar entero para que su familia lo viera bien. Lo tendrían que dejar salir, no podían tenerlo detenido sin abrirle una causa judicial, sin llevarlo ante un juez y, después de todo, él no había hecho nada. Buscaba levantarles el ánimo al resto de los detenidos porque si no los habían fusilado era porque iban a sobrevivir. Hacía uso de su humor ácido y del sarcasmo que tanto le gustaban para que el resto no sucumbiera en el desánimo. Arengaba a todos para que nadie bajara los brazos, inclusive luego de la tortura. Sabía que en su mayoría eran militantes y sabía cómo hablarles, cómo tocar su fibra más emotiva. Hasta consiguió que uno de sus captores periódicamente le facilitara un Pall Mall. No eran los Marlboro que él acostumbraba, pero al menos le servía para matar la ansiedad de fumar un pucho cada tanto.
Allí, en Campo de Mayo, habían fusilado a los coroneles Alcibíades Cortines y Ricardo Ibazeta en junio de 1956, cuando el alzamiento del general Juan José Valle. En un terraplén, cercano a una antigua estación de ferrocarril abandonada, habían sido ultimados Cortines, Cano, Ibazeta, Caro, Noriega y Videla. Coroneles y soldados de la patria que habían sido fusilados por otros soldados de la patria, por aquel pelotón de fusilamiento del que él, Delfor Santos Soto, se había negado a ser parte; eso le valió meses de calabozo (…) Y ahora, veinte años después, sin ningún tipo de garantías, en cautiverio y tortura mediante, ¿cómo iba a dar nombres, lugares o contactos a esas bestias que lo golpeaban? Antes que eso, la muerte.
Julián Soto había nacido el 25 de agosto de 1902 en San Miguel del Monte, provincia de Buenos Aires. Su padre, Silvestre Soto, había trabajado como mayordomo en la estancia Los Cerrillos, mientras él crecía jugando en aquella zona rural que había pertenecido al Restaurador de la Leyes, el brigadier general don Juan Manuel de Rosas. Por entonces Los Cerrilos pertenecía a la familia Bemberg . Allí don Julián fue boyero en la inmensidad de la llanura bonaerense y conoció la explotación del trabajador rural a manos de la familia Bemberg. Julián vio en una oportunidad cómo aquel domingo de elecciones le quitaban la libreta de enrolamiento a su padre para que no pudiera votar. “Algún día llegará el hombre que nos de dignidad. La dignidad que nos sacaron después de Rosas”, respondía Silvestre Soto cuando su joven hijo le preguntaba por qué no lo dejaban votar a él. Los Bemberg, como todos los hijos de la oligarquía argentina, expresaban cabalmente el desprecio por los trabajadores y por los hijos del pueblo, pero nadie se atrevía a levantar la voz (…) Mientras mascullaba bronca entre corral y corral, Julián Soto recordaba la frase de su padre: “Algún día llegará el hombre que nos devuelva la dignidad. La dignidad que nos sacaron después de Rosas”.
Socialistas y anarquistas agitaban a las masas que solo sabían de malos tratos y de sueños postergados. Esos discursos llegados desde Europa empezaban a calar hondo en los sectores populares que apenas sobrevivían en el “granero del mundo”. El socialismo era liderado por Alfredo Palacios, un joven diputado de verba florida que hablaba de la defensa de los pobres y desposeídos (…)
Migración interna
La Gran Depresión del 30 expulsó de las zonas rurales a miles de familias que buscaron en los grandes centros urbanos una mejor suerte. Lo que vio el joven Julián en los conventillos porteños sirvió como experiencia para no pensar en la Capital Federal como primer destino. Junto a su madre decidieron probar suerte en La Plata, abrieron una fonda a la que llamaron El Progreso. Pero la profunda crisis económica se expandía en todas direcciones y la capital bonaerense no era la excepción. Entonces decidieron ir en busca de los centros urbanos más poblados donde la oferta laboral fuera superior que en la capital bonaerense. Junto a la madre, que era una comadrona que ayudaba a “tener familia” a las mujeres de la época, recalaron en un caserío de Matanza cercano a la estación ferroviaria Querandí en la casa de unos parientes. Tiempo después, en el año 1947, por un decreto del gobierno de Juan Domingo Perón se crearía allí el mayor proyecto urbanístico de la Argentina: Ciudad Evita (….)
En La Matanza, donde existían más oportunidades laborales, también se repetía la explotación del hombre por el hombre. En los hornos de ladrillos, en las quintas de verduras y frutas, en las estancias donde se multiplicaba el ganado, los que de sol a sol sembraban trigo, maíz o trabajaban en los tambos de la zona, no ganaban lo que su trabajo merecía. A nadie le alcanzaba para vivir dignamente, pero había mejores oportunidades. En Querandí nuestro protagonista comenzó a vincularse con el comercio de la carne vacuna, actividad que lo acompañaría por muchos años. Comenzó distribuyendo en carnicerías y luego se lanzó al reparto en forma particular. Por entonces las carneadas se hacían directamente en el mismo campo donde se criaba el ganado. En carro o a lomo de una yegua, Julián llevaba carne a los tambos, a las quintas de la zona, a los hornos ladrilleros, a los que sembraban alfalfa y maíz (…)
El 4 de junio de 1943 una asonada militar de oficiales nacionalistas puso fin a la Década Infame. Entre esos oficiales emergía una figura y era la del coronel Juan Domingo Perón. De a poco, pero sin detenerse, la imagen de ese coronel fue creciendo. A través de la radio, el pueblo iba tomando nota de la tarea que Perón impulsaba desde la Secretaría de Trabajo y Previsión. Había alguien que se acordaba de los olvidados. Así, los peones de campo, los empleados de comercio, los obreros ladrilleros, los de la construcción, los panaderos, los carpinteros y los trabajadores en general, comenzaron a dejar atrás la desconfianza sobre ese gobierno de militares que dirigía los destinos de la patria. Un día, con apenas ocho años, escuchando una radio a transistores junto a sus padres, Delfor vio por primera vez el entusiasmo por un futuro más promisorio en don Julián. Era un discurso que la radio llevaba casa por casa. El que hablaba por Radio del Estado era el flamante secretario de Trabajo y Previsión:
“No importa a la Argentina si los Aliados o el Eje ganan, pues los poderes interesados gritarán en la mesa de la Paz, para mantener alejadas a las naciones que no hayan participado en la guerra. La Argentina es una nación satisfecha, y solo aspiramos a nuestra expansión nacional mediante el desarrollo de nuestros recursos y la colocación de nuestros excedentes en diversos mercados mundiales”.
Sentado en la cocina, una vez concluida la transmisión, Delfor vio a su padre dar media vuelta y decir con seguridad: “Emma, ese es el hombre que necesitamos”. No lo conocía. No lo había visto nunca. Pero su intuición le marcaba que no iba a equivocarse con ese militar que hablaba de derechos laborales y beneficios para los más pobres. A partir de ese día Delfor vio que su padre nunca dejó de entusiasmarse con ese señor que estaba en la radio y al que llamaban simplemente “Perón”. Así de fácil. Una palabra corta de solo cinco letras. Simple de memorizar y sencilla de repetir. “Perón”, escuchaba cuando Julián preparaba el asado de un cliente. “Perón”, decía la maestra en voz baja. “Perón”, se escuchaba en la sede del Huracán. “Perón”, decía Lidia, su compañera de la escuela, la hija de don Epifanio. El terremoto sanjuanino y el mega festival que organizó el gobierno en el Luna Park para ayudar a las víctimas de aquella tragedia, le dio mayor visibilidad al coronel Perón, que esa noche cruzó su destino con la actriz María Eva Duarte. A partir de aquella noche: Evita. La cruzada por las víctimas del sismo en San Juan convocó también a los vecinos de San Justo quienes participaron de las colectas populares que llegaron a reunir cerca de un millón de pesos diarios. don Julián empezó a frecuentar con asiduidad a otros que, como él, compartían la misma simpatía. En una de las esquinas de la carnicería de los Soto estaba la Panadería “Del Pueblo” de los Cagnone, en la otra, el almacén de bebidas y el surtidor de los hermanos Agustín y Domingo Massolo, y en Villegas y Ocampo funcionaba la herrería de Juan Fresú. En la intersección de Perú y Pichincha (hoy monseñor Marcón) se hallaba la carnicería de Epifanio Satragno. Satragno, Fanio para el resto del pueblo, abrevaba en las mismas ideas de Julián. Otro de los vecinos que adhería a los discursos del coronel Perón era don Dino Verdini que tenía su taller mecánico sobre la Ruta 3. Aquella podría ser considerada la primera célula “Peronista” en San Justo. Empezaron a hablar sobre la necesidad de acompañar la tarea que desplegaba Perón a lo largo del país. Había que multiplicar y llevar el discurso a aquellos que no lo conocían. Sin saberlo, habían empezado a ser parte de los 100 mil Predicadores que necesitaba Perón para materializar su proyecto político. Desde Villa Madero se sumaba Américo Borracetti, que junto a Rodolfo Cagnone, Julián, Verdini, “Chiche” Arbure, Grosso, un italiano de apellido Mazeo y Epifanio Satragno fueron los difusores de aquello que estaba naciendo. Con casi diez años Delfor Soto acompañaba a su padre en pequeñas reuniones casuales, charlas en la carnicería, diálogos en el taller de Verdini. Después de misa, en boca de su madre y de doña Pura Echeverría, escuchaba repetir aquel nombre de cinco letras tan fácil de memorizar. Estaba siendo testigo de la historia argentina que iba a cambiar para siempre. Nacía el Peronismo en La Matanza y los protagonistas eran hombres y mujeres de a pie. No eran doctorcitos ni profesionales de la política, sino mujeres esforzadas en el trabajo de campo, inmigrantes que soñaban con un mundo mejor, obreros de largas jornadas, peones rurales de piel curtida, pequeños comerciantes que eran testigos privilegiados de las penurias de sus clientes para levantar la cuenta atrasada en las libretas (…)
Cada tanto lo enviaban a la estación del ferrocarril a recibir alguna encomienda para doña Emma. Iba caminando por una de las pocas calles empedradas, Matanza (hoy Hipólito Yrigoyen), hasta la estación de trenes. Llena de paraísos y plátanos en sus veredas, esas calles cada tanto veían pasar un break que iba desde la estación a la plaza. En uno de esos mandados fue cuando vio algo que lo extrañó. Su madre le había encargado una encomienda que debía llegar por paquete a la estación antes del feriado del 9 de julio, pero los trabajadores ferroviarios habían paralizado el servicio y otra vez escuchaba aquel nombre de cinco letras. Perón había sido nombrado vicepresidente de la Nación y los obreros, a modo de homenaje, habían paralizado momentáneamente el servicio. Cuando volvía para su casa con el paquete bajo el brazo Delfor alcanzó a ver a dos empleados ferroviarios pintando una pared cercana: “PERÓN”, decía en ferrite negro. El pueblo de San Justo era la cabecera y el centro administrativo de Matanza, pero el centro urbano más desarrollado era Ramos Mejía. Por la influencia de sus familias y la conectividad que facilitaba el Ferrocarril Oeste (más importante que el ramal sanjustero), Ramos Mejía tenía una arquitectura sumamente opulenta y un centro comercial más vigoroso. La avenida Rivadavia era un gran núcleo comercial que además conectaba a La Matanza con la Capital Federal. El 15 de octubre de 1944 el diario Crítica anunciaba que mediante un decreto se creaba el Estatuto del Peón de Campo. Don Julián cerró el diario y se arrimó a Emma: “Te dije que este era el hombre” (…).
Octubre
Era una mañana calurosa del mes de octubre cuando Delfor, que había salido de la escuela rumbo su casa, vio que su padre bajaba las cortinas de la carnicería. Al rato, se despidió de ellos y junto a su vecino Rodolfo Cagnone salieron rumbo a la Plaza de Mayo. Se fueron hasta Ramos Mejía y de allí pensaban subirse a cualquier camión que los llevara hasta la Capital Federal. Había que salvar a Perón que estaba preso hacía varios días. Don Julián, Cagnone, Satragno, Verdini y otros vecinos de San Justo terminaron en Plaza de Mayo gritando: “PE-RÓN, PE-RÓN, PERÓN”. Hasta que el coronel Perón salió al balcón. Dino Verdini también se había subido al primer camión que pudo parar:
“En muchas sobremesas escuchábamos cosas de ese famoso 17 de octubre, cuando mi papá tenía 32 años. Ese día mi papá dejó su trabajo mientras mi abuelo le gritaba que no fuese a la Plaza de Mayo. Él salió a la ruta para subirse a uno de los tantos camiones que pasaban frente al taller lleno de jóvenes gritando ‘a la plaza por Perón’, ‘Perón, Perón’. Y él se fue en uno de esos camiones que pasaban por la Ruta 3. A él lo había impactado el entonces coronel Perón con las políticas que llevaba adelante en la Secretaría de Trabajo”. (Diosma Verdini, hija de Dino Verdini).
La Matanza era protagonista de esa marea popular que en forma espontánea ponía una bisagra en la política nacional. Muchos matanceros de a pie salieron a defender al hombre que conocían apenas por fotos o por sus discursos de radio. A la vuelta de la plaza, don Julián les contó a Emma, a Delfor y a Néstor de aquel acto memorable. De la enorme multitud que él vio caminando, en colectivos, en coches, camionetas y en carros tirados a caballo. De la gente que desde los balcones porteños los miraba con asombro y desconfianza. Pero también de esos cientos de miles que no paraban de andar y andar por las calles de “el Centro” hasta que supieron que donde se definía todo era en la Plaza de Mayo. A diferencia en 1810 cuando el pueblo quería saber de qué se trataba, estos peregrinos tenían fe en algo, era una generación que por primera vez tenía fe en algo. Les contó de las largas horas, del anochecer, de la fuente de agua invadida por los que no soportaban el calor, del discurso del coronel Perón y de la vuelta a casa abrazado a otros como él, desconocidos, pero como él. El Pueblo estaba en la calle. “Este es el hombre”, se convencía interiormente. De inmediato empezó la organización de la herramienta electoral que les permitiría participar de los próximos comicios. En cuatro meses debían organizarse para enfrentar a estructuras partidarias expertas en el fraude y la manipulación electoral. En La Matanza eran archiconocidas las triquiñuelas entre conservadores y radicales desde los tiempos en los que se votaba en el atrio de la Catedral de San Justo:
“Mi papá era radical hasta ese momento (17 de octubre) como mucha gente de la época. Tenía muchas anécdotas sobre todo de los comicios en La Matanza. Contaba que los radicales tenían boina blanca y los conservadores boina roja. Los comicios estaban en manos de matones, los matones de turno que te obligaban a votar por uno u otro candidato. Entonces, cuando fue a votar a San Justo él se puso una boina colorada para que nadie lo molestara. El votó a los radicales con la boina roja”. (Diosma Verdini).
Por primera vez radicales, conservadores, socialistas y comunistas formaban un frente único que contaba con el apoyo económico de la embajada de Estados Unidos en la Argentina. Los seguidores de Perón, sin identidad partidaria, pero confiados en el hombre que habían rescatado el 17 de octubre, se organizaron detrás del Partido Laborista y de una facción mínima del radicalismo. Américo Borracetti en la zona de Madero, Tablada y Celina; José León Larre en la zona de González Catán y Virrey del Pino; Pedro Larre y los Bulla en Isidro Casanova y Rafael Castillo; el doctor Felipe Iannone y Vicente Ceccotti en Ramos Mejía y Epifanio Satragno, Dino Verdini y Julián Soto en San Justo. Su hijo Néstor fue testigo de todo aquello:
“En la época de la carnicería me acuerdo de las reuniones políticas de mi viejo con sus compañeros. Las reuniones que tenían en casa. Y la conformación para las elecciones de 1946. Me acuerdo de las pintadas en San Justo, las reuniones con Verdini y Epifanio Satragno. Satragno, era el padre de Pinky, abastecía de chacinados a mi viejo: chorizos, morcillas, chinchulines. Él tenía la carnicería en la esquina de Perú y Pichincha, se juntaban en la cocina y ahí organizaban todo. La primera unidad básica se abrió en la casa de Satragno, que fue el primer presidente; Dino Verdini, el vicepresidente y mi viejo, el secretario. Américo Borracetti también estaba. Después estaba la gente de González Catán donde también eran peronistas. Me acuerdo de las pintadas en la pared sobre la calle Entre Ríos de la panadería de los Cagnone. Uno de los hermanos Grosso participaba de las pintadas”.
El triunfo de Perón en las elecciones presidenciales fue la consagración del entusiasmo que había generado la aparición de aquella figura disruptiva en la política nacional. Perón fue el emergente de una serie de demandas nunca escuchadas y de muchas necesidades insatisfechas. “A Perón lo inventaste vos, Mordisquito”, diría con lucidez Enrique Santos Discépolo. Y es muy cierto que a Perón y al peronismo lo inventaron el hambre, el atraso, el desprecio por el rol de la mujer en aquella sociedad, la falta de derechos para los trabajadores argentinos. Existía un horizonte invisible para millones que veían cómo la oligarquía “tiraba manteca al techo” (en sus largas vacaciones europeas se llevaba su propia vaca para tener leche fresca) mientras la inmensa mayoría del país trabajaba hasta el cansancio solo para vivir al día. No tardó en materializarse aquella esperanza que se había encendido poco tiempo antes.
En La Matanza también se percibieron las mejoras. La puesta en marcha del modelo distribucionista del peronismo facilitó el consumo de los sectores populares que de inmediato impulsaron el comercio y como consecuencia, la actividad productiva. Vacaciones pagas, aguinaldo, jubilaciones, trabajos mejor remunerados y muchos otros nuevos derechos provocaron la inmediata activación del sistema productivo. Por entonces, poblaciones como La Matanza se componían mayoritariamente por sectores populares que se iban a ver beneficiados por el Modelo Peronista. Eran pocas las familias como los Ramos Mejía (De Elia), los Ezcurra (aunque muchos de ellos fueron peronistas) o los Madariaga. En La Matanza estaban el obrero y el comerciante en las zonas urbanas, pero también convivían los trabajadores ladrilleros, los tamberos, agricultores y ganaderos, los quinteros y arrieros, los obreros de la construcción y los carreros. Todos actores sociales hacia quienes estaban dirigidas aquellas mejoras:
“Cuando Perón asumió el gobierno mi padre empezó a tener mucho trabajo en el taller. Empezaron a llegar los camiones. Así que se independizó de mi abuelo, se compró un terreno sobre Provincias Unidas (hoy Juan Manuel de Rosas) y se edificó su propio taller con la ayuda de mi mamá que era una gran ecónoma. Aceptó un trabajo en el taller del Vasco Iturri sobre la ruta muy cerca de la calle Buenos Aires (hoy calle Arieta). Empezó la construcción y él ayudaba a los albañiles. Pasaron cuatro años y nos mudamos a Juan Manuel de Rosas 3349. En la planta baja, el taller El Rubí y arriba nuestra casa. La economía era floreciente, pasábamos un buen momento económico y en poco tiempo se pudo comprar un Studebaker (auto moderno y lujoso). Mi casa fue la segunda casa de alto de San Justo (la otra era la de Harguindeguy, el rematador). Eran momentos de alegría para la gente, no había problemas. Recuerdo que la Fundación Evita repartía bicicletas y muñecas para el Día de Reyes. Mi papá me decía que eso era sólo para los pobres. Mientras que yo no tenía ni bici ni muñecas porque era pobre. Eran tiempos muy felices. Había mucha comida en las fiestas. Las fiestas duraban días o semanas. La gente bailaba y se divertía. Las celebraciones eran largas. Los fines de año los obreros salían contentos de las fábricas con la sidra, el pan dulce y sobre todo el aguinaldo. Empezó a haber deportes por todos lados. Llegaron miles y miles de europeos a trabajar”. (Diosma Verdini).
Los Verdini guardan otra anécdota de época que pinta entera a aquella sociedad. Un cliente de don Dino Verdini de origen radical, obrero de la metalúrgica Gibelli, salía de la fábrica con dos sidras y dos panes dulce, hecho que se hizo frecuente a partir del primer gobierno de Perón. Cuando pasaba por la vereda del taller, Verdini lo chicaneó: “Mirá lo que es tener suerte! A vos, que sos radical, te regalan pan dulce y sidra peronista, y yo nunca pude probar uno. ¡¡¡Después contame si es rico!!!”. En esta anécdota de pueblo no se puede soslayar el estado de efervescencia política y social que afectaba a los argentinos. Las familias de San Justo también fueron atravesadas por esa razón.