Tras la cálida evocación de Daniel Paz, Rubén Furman cuenta con conocimiento de causa el crimen del periodista Román Mentaberry cometido en la redacción de los periódicos comunistas de aquellos días.
Este 28 de noviembre se cumplen 40 años del asesinato de Román Mentaberry, uno de los 172 periodistas muertos por la última dictadura. Román fue ahorcado con una tanza de nylon por una patota que ingresó a la redacción de los periódicos comunistas Informe y Coincidencia, que se editaban clandestinamente en aquellos días. Estaba solo y no tuvo defensa. Tenía 30 años y mucho por vivir. La cálida recordación que dibujó semanas atrás el dibujante y humorista Daniel Paz y este aniversario redondo reclaman un relato más pormenorizado de aquella tragedia.
https://danielpaz.com.ar/blog/category/hechos-de-la-vida-real/
Acababa de cerrarse la edición y, como la hacía habitualmente, Román llevó los últimos originales para su composición e impresión al taller gráfico y retiró las galeras ya armadas. Salió de la redacción que, bajo el aspecto de una oficina administrativa, funcionaba en un departamento alquilado en Esmeralda al 700. Caminó cuatro cuadras hasta 25 de Mayo 626, en plena city porteña, y regresó. A partir de ese momento otros equipos se ocupaban del control en la imprenta, y después, de retirar y distribuir los quincenarios. Uno de ellos lo encontró muerto un par de horas más tarde. Lo habían desnudado y colgado en el baño para que alguien pudiera imaginar un suicidio. O para que el cuadro fuera más aterrador.
La patota lo había seguido, ese día o acaso antes, desde el taller gráfico. La imprenta pertenecía a los hermanos Juan y Roberto Alemann, del corazón del equipo económico dictatorial. Muy vinculados a la banca suiza y de tradición familiar antinazi, aceptaron imprimir periódicos comunistas. La dirección partidaria entendió que ofrecía condiciones de seguridad. Tras el 24 de marzo del ’76 el PC había ratificado la línea de la “convergencia cívico militar” y evitaba hablar de dictadura, que había sido sangrienta desde su minuto cero. Asignaba en cambio a Videla el rol de jefe del sector militar “moderado” en contraposición a los “pinochetistas” que buscaban un baño de sangre contra todo disidente. Cuanto menos, un trágico error.
Informe estaba a cargo de un intelectual prestigioso, Héctor Agosti, quien llevaba personalmente su editorial ya escrita el día de cierre. Pese a su parquedad no ocultaba su descreimiento de la línea que, no obstante, aceptaba. Coincidencia dependía de Rubens Iscaro, que había sido líder de una gran huelga de albañiles en 1938 y que ahora sólo se comunicaba por emisarios. Sus editoriales machacaban con la puja entre alas militares, real sin duda, pero como si sólo se tratara de azules y colorados más o menos dispuestos a regresar a la legalidad. Se decía que Agosti e Iscaro encarnaban las posiciones planteadas en la cúpula del PC frente al mayor dilema: cómo blindar a la organización y preservar a la militancia de una sangría no buscada ni deseada.
Años después escuché decir que hasta hubo una estimación de “daños”: 5 mil muertos para agregar a la lista. Es posible que ese número se haya tirado en las conversaciones que el departamento político del Ejército, a cargo de los generales Villarreal y Viola, mantenía antes del golpe con las fuerzas con representación parlamentaria, incluidos los comunistas. Afuera quedaban los partidos armados, lanzados a derrotar a los militares en su propio terreno y con resultados a la vista, y diversos grupos de izquierda. Hoy puede sorprender pero los “desaparecidos” eran aún una categoría imprecisa cuya magnitud verdadera era difícil imaginar. El invento de los militares argentinos para no parecer pinochetistas pero superando las tropelías de sus pares chilenos.
La brutal ola de secuestros del 76/77 golpeó no sólo a los milicianos sino a sus contornos y relaciones, y a millares de activistas sindicales, estudiantiles y religiosos de todos los palos. El Partido recomendó a sus afiliados mantener distancia con los partisanos de izquierda peronista o guevarista para no caer en la volteada. Dudo que hubiera militante comunista que quisiera “converger” con esa dictadura rabiosamente anticomunista. Algunos burócratas reportaban conversaciones exitosas con jefes de regimientos para “salvar” a militantes apresados. Pero era imposible ver en los centuriones argentos el signo de los capitanes portugueses que en 1974 habían hecho Revolución de los Claveles para acabar con el régimen fascista. Conocí en cambio a varios que, fieles a la tradición antifascista, desafiaron la directiva y albergaron en secreto a perseguidos o los defendieron en tribunales. Algunos lo pagaron con la vida.
Sí estaban los que confiaban en que “la cosa no es con nosotros”, aunque las balas picaran cerca y aun dentro de la propia casa. La trampa militar de no ilegalizar al PC pese al macartismo desenfrenado daba resultados. En el fondo, ese era el trato tácito: “si no joden mucho, no los matamos”. De modo que alejarse del partido en medio de las tinieblas fuera tan difícil como quedarse. Algunos se fueron furiosos y participaron de la creación de los nuevos organismos de derechos humanos de familiares, entre ellos las Madres de Plaza de Mayo. Fue el inicio de una sangría interminable que se extendió en el tiempo y abonó la tesis de Eric Hobsbawn, el historiador comunista que escribió que el partido más grande del siglo XX fue el de los ex comunistas.
A fines de 1979 lo peor parecía haber pasado. La CIDH visitó el país en septiembre y recogió miles de testimonios. Los periódicos comunistas, hechos por profesionales, registraron con detalle esa visita. Ya habían dado cuenta de muchos de esos crímenes que ponían en orsai a la línea partidaria. No faltaban reportes de la resistencia obrera, entre ellas la primera huelga general contra la dictadura el 27 de abril de ese año, convocada por el “grupo de los 25”. Pero el crimen de Román tuvo escasa cobertura externa. Sólo el Buenos Aires Herald, en un editorial de su director Robert Cox, condenó el hecho. Algunas agencias internacionales recogieron la información. El editor del periódico que denunció el hallazgo del cuerpo, quedó detenido y el trámite judicial fue cajoneado.
El asesinato quedó de todos modos registrado en el expediente 3007 de la CONADEP, la comisión creada por Raúl Alfonsín en 1983 para investigar los bárbaros crímenes del terrorismo de estado. En una presentación de marzo de 1984, un denunciante -Carlos Alberto Chiappe- relató el asesinato como “un hecho notorio que es la muerte de un periodista del periódico Informaciones (sic), órgano del PC, a raíz de una denuncia del gerente del frigorífico Caucán, coronel en actividad gerencial, y con la intervención de los tenientes Bertier y Cardozo”. Es decir: identificaba al jefe del grupo de tareas del regimiento 3 de La Tablada, José Enrique Berthier, como autor del asesinato. Recién en 2008 este ex capitán también sindicado como interrogador en el centro clandestino de detención El Vesubio fue condenado, pero por la apropiación de una bebé hija de desaparecidos, María Eugenia Sampayo Barragán. El asesinato de Mentaberry sigue impune.
Román había colaborado con varias revistas estudiantiles y juveniles durante su “larga” militancia de quince años iniciada en el Colegio Nacional Buenos Aires, donde lo conocí hacia 1965. Compartimos agitación callejera, pintadas, campamentos y muchas cosas más. Mantuvimos la cita los viernes a la noche para jugar al billar hasta que una bomba estalló en un baño del bar La Paz. Amigos comunes se marcharon del país; a algunos los mataron, otros cayeron presos, algunos desaparecieron. Nosotros nos “ilegalizamos” como ya sabíamos hacerlo desde la anterior dictadura, la de Onganía. Pero año y medio antes de su muerte dejó su trabajo seguro en el Banco Provincia y se volcó al periodismo militante como un imperativo del momento. Algo había que hacer.
Tras la restauración democrática, la Unión de Trabajadores de Prensa de Buenos Aires (UTPBA) incorporó su nombre a una primera lista de casi un centenar de periodistas víctimas del terrorismo de estado. Una nómina que no paró de crecer y hoy contabiliza 172 casos. Estaba terminando la carrera de ciencias de la educación en la UBA y su nombre también se sumó al aula donde figuran ex alumnos y docentes muertos en esos años. Quedó en la “Lágrima” de bronce y en las baldosas en la puerta del Colegio, al que había vuelto para ser celador en la breve primavera camporista.
Román tenía 30 años recién cumplidos y esperanzas en un mundo mejor, solidario y con igualdad. Luchaba por lo mismo que, seguramente, haría hoy en un mundo muy diferente pero bastante parecido. Tenía un hijo en camino, Julián, al que no llegó a conocer aunque ya tuviera su nombre. Y tomó el riesgo de dejar testimonio en los días difíciles. Hace cuarenta años ya y sigue presente.
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