Para las generaciones progres, izquierdistas y feministas de los ’70 el Clint Eastwood que interpretaba al detective Callahan era facho, racista, asesino sociópata, misógino y misántropo. Fontanarrosa lo tomó en joda para crear a Boogie el Aceitoso. Muchos veíamos las películas aquellas con regocijo no reprimido. Aquí van dos miradas complementarias sobre aquel personaje: una en perspectiva; la otra –escrita por una mujer- clásica, mordaz, inquietante y de época.
Vivo en la memoria de las policías del mundo
Charles Bramesco
Harry Callahan es el policía sobre el que nos han advertido. Aunque se cumplen cincuenta años desde que Dirty Harry [Harry el Sucio], el thriller de Don Siegel que definió el género, irrumpiera en los cines en 1971 con su Smith & Wesson en ristre, el perfil general de fuerzas del orden peligrosas y fuera de control que se ha consolidado en el último lustro de discurso público parece que podría haberse calcado del ejemplo de la película. Interpretado con un ceño de total repulsión por Clint Eastwood -Paul Newman había rechazado el papel por ser “demasiado de derecha”-, el inspector jefe de la policía de San Francisco es algo más que el habitual misántropo. Es un intolerante frente a la igualdad de oportunidades, desprecia a todos los grupos étnicos que le recita de un tirón un colega agente a modo de lista de la compra de insultos. No duda en recurrir a la violencia en su trabajo, no le importa un poco de cruda tortura para extraer información de un delincuente herido de bala. Y lo más peligroso de todo es que se cree incapaz de responder ante nadie más que ante Dios, a quien probablemente se enfrentará con el mismo ceño fruncido.
Desde sus primeras etapas de desarrollo, el guión concebido por el equipo de Harry y Rita Fink, marido y mujer, dejó claro que Harry no es ningún boy scout, pero los partidarios a ambos lados del pasillo ideológico que busquen una afirmación de su postura se verán decepcionados. Aquellos que esperen una denuncia completa de este tosco enfoque de la policía se llevarán un chasco, con los métodos más ásperos validados a menudo por la necesidad, como si Harry fuera la última barrera defensiva de una sociedad que se tambalea al borde de la anarquía (el tipo no puede ni siquiera conseguir un pancho sin que reclame su atención el atraco a un banco). Sin embargo, los entusiastas que van por ahí de Calla-fans conversos también han pasado por alto algo crucial, ciegos a su falta de lugar en la ciudad que ha jurado proteger. Sin condenar ni condonar sus acciones, la película ofrece lo que puede ser la imagen más clara de la manera de verse del policía arquetípico como el único dispuesto a hacer los trabajos sucios que mantienen unida a Norteamérica, aunque eso signifique ensuciarse.
El primer libertario
Encajonado entre el sheriff de Gary Cooper puesto en un compromiso en High Noon y Jack Nicholson aullando que le necesitamos en ese muro en A Few Good Men, Harry Callahan se presenta como el hijo de puta sin el cual no podemos sobrevivir. Es el antihéroe seminal de los 70, un hombre que romperá la ley para hacerla cumplir. Esa frase no es más que uno de los muchos clichés que se han desgastado, precisamente porque llegan al núcleo del dilema filosófico fundamental del trabajo policial: los policías balarrasa que están en el filo no respetan las reglas, pero maldita sea, consiguen resultados. Cuando el asesino, inspirado en “Zodiac” y apodado Scorpio, aterroriza la zona de la bahía de San Francisco con una ola de asesinatos, los ineficaces pazguatos en puestos de responsabilidad no pueden hacer otra cosa más que cruzarse de brazos. Harry se niega a dejarse maniatar por la burocracia, hasta el punto de que sus bruscas detenciones son declaradas inaceptables en los tribunales, lo que permite que salga libre Scorpio, al que habían atrapado. Desprecia tanto la autoridad institucional que se niega a sentarse en el asiento que le han reservado cuando se reúne con el alcalde, al que trata como poco más que un perdedor que se cruza en su camino.
Si aquellas partes de Harry que no se van a domesticar le convierten en un tipo duro, cautivador y en un miembro productivo de la brigada, también le señalan como un extraño no apto para una comunidad educada y civilizada. Desde las tomas en plano subjetivo meticulosamente desplegadas en la escena inicial, Siegel transmite silenciosamente el perdurable adagio de Nietzsche sobre cómo aquellos que se enmarañan con monstruos están destinados a transformarse en uno. Al principio, vemos a una belleza que retoza en bañador en la piscina de una azotea a través del punto de mira del rifle de francotirador de Scorpio, y cuando Harry acude a inspeccionar la escena del crimen tras su asesinato, observa la piscina desde la misma perspectiva en la misma azotea. Para atrapar a un delincuente, un hombre debe pensar como un delincuente, una táctica que se contagia de forma desagradable. Pronto descubrimos que Harry es una especie de pervertido, que se distrae un par de veces mientras trabaja mirando a hurtadillas a las mujeres desnudas del edificio de al lado. Lo considera una gratificación en una profesión en la que no hay muchas.
Aunque la película reconoce los defectos de carácter de Harry y la alienación que se deriva de ellos, apoya su postura de que un cuerpo de policía imperfecto es, sin embargo, algo vital y poco apreciado. Cuando su compañero dimite después de recibir un disparo, Harry charla con la esposa del tipo a la salida del hospital y ella se lamenta de la falta de respeto que la gente tiene por los hombres de uniforme, abucheados como “cerdos” por la generación más joven. Es revelador que Scorpio utilice generosamente ese mismo epíteto en las burlas de sus desquiciadas pistas; sus rasgos revelan las posturas más verdaderas de la película, en el sentido de que encarna todo aquello a lo que se opone con más ardor. Es la peor pesadilla de un conservador social, la amenaza “hippie” convertida en homicida (obsérvese la hebilla del cinturón de Scorpio con el símbolo de la paz y los bucles de después del “verano del amor”). Su denigración también obliga a dar la pincelada más solapada de la película, la elección de codificar a Scorpio como el tipo de homosexual en el armario que cacarea encantado “¡Guau, qué grande!” cuando Harry desenfunda su arma de mano. Se pretende que reconozcamos que es un desviado por el regocijo erótico que experimenta al pagar a un negro corpulento -otro fantasma de la imaginación reaccionaria- para que le dé una paliza, con el fin de exagerar las heridas sufridas a manos de Harry.
Harry el blando
Aunque Harry no es el defensor ideal, tal como reconoce la película, sus defectos palidecen en comparación con aquello a lo que nos enfrentamos. Resulta conveniente que los crímenes de Scorpio carezcan de la ambigüedad de la labor policial de Harry, que sea un psicópata que se complace simplemente en hacer daño a la gente. En las secuencias asombrosamente tensas de Siegel, razón principal por la que esta desagradable obra sigue siendo infinitamente posible de ver de nuevo después de medio siglo, Harry representa la diferencia entre un autobús lleno de niños muertos y alegrarte el día. Una facción cada vez mayor del pueblo norteamericano ha llegado a rechazar esta premisa, excusa preferida del policía canalla para justificar sus extralimitaciones sin la ambivalencia clave de esta película. La patología de Harry se ha convertido en algo más acotado, pero no ha desaparecido. Esa mentalidad de la “delgada línea azul” revive en cada discusión en contra de la abolición de la policía, sin que se mencione su sombra de amoralidad. La película termina cuando Harry arroja su placa a una masa de agua, dándole la espalda a la policía de San Francisco para un presumible giro hacia el vigilantismo. Lo más preocupante de todo es que sus innumerables aspirantes en la actualidad creen que no deberían tirarla, deshaciéndose del subtexto que ya no les conviene.
*Crítico de cine y TV residente en Brooklyn.
Fuente: The Guardian, a través de sinpermiso.info
Traducción: Lucas Antón
Tiempo de matar
Pauline Kael
Clint Eastwood no es actor, no es ofensivo, así que apenas se le podría llamar mal actor. Tendría que hacer algo antes de considerarle malo en eso. Y actuar no es lo que se le pide en Harry el Fuerte (Magnum Force), que toma su nombre del falo de gigante – la Magnum 44 de cañón largo – que blande Eastwood. Actuar podría incluso interponerse en aquello de lo que trata la película, lo que pueden hacer un hombre grande y una pistola grande.
La rígida impasibilidad de Eastwood hace posible que la brutalidad de sus películas sea corriente, cuestión de rutina. Puede que trate de salvar a un colega de que lo maten, pero cuando al compañero le pegan un tiro no se pierde tiempo en aflicciones. Eastwood no podría expresar dolor más de lo que podría expresar ternura. Con un Clint Eastwood, la película de acción puede –es más, debe– desechar la pretensión de que la vida humana tenga algún valor. Al mismo tiempo, la falta de reacción convierte todo el espectáculo de matar en algo tan irreal que el espectador se lo toma en un plano diferente al de una película en la que el héroe responde al sufrimiento. En Harry el Fuerte, matar es algo disociado del dolor, está disociado incluso de la vida. La forma de matar es totalmente realista –horrible, gráficamente–, pero, puesto que carece de emoción, no tiene impacto sobre nosotros. No sentimos nada por las víctimas, no mostramos empatía cuando lo sufren, estamos listos para las siguientes. Las escenas de carnicería son grandes panzadas, fiestas para que el público se quede sin aliento de sorpresa y placer.
Hoy, en una película de acción, no supone mucha diferencia si es un tipo bueno o un tipo malo el que muere, o si es una muchacha radiante o una zorrita infiel. Aunque las tramas todavía establezcan esta distinción, directores y guionistas ya no crean un tono emocional diferente para las muertes de personajes de buenos y malos. Se ha descompuesto el mecanismo fundamental del melodrama, creo: el público de las películas de acción reacciona simplemente como espectáculo a las escenas en las que se mata. Un grandulón alto y frío como Eastwood elimina las últimas pretensiones de sentimientos humanos del melodrama de acción, convirtiéndolo en un ejercicio impersonal, casi abstracto, de brutalización. Eastwood no es muy diferente de los héroes inexpresivos y leales de los westerns y las películas de policías y ladrones –actores notoriamente faltos de personalidad–, pero el cambio en las películas de acción se puede ver en él en su forma más pura. Camina por entre el tumulto sin verse afectado por ello, y a nosotros no se nos induce a sentirnos afectados tampoco. La diferencia es cuestión de grado, pero es posible que esta diferencia de grado haya cambiado la naturaleza de la bestia, o por decirlo de manera más precisa, la bestia puede ahora correr desbocada. Los públicos solían acudir principalmente por la acción, pero también para odiar a los despiadados villanos, y aclamar a los héroes protectores del débil. Fueron los spaghetti westerns (que convirtieron en una estrella a Clint Eastwood) los que primero eliminaron la dimensión de obra con moraleja y convirtieron el western en pura ensoñación violenta.
El héroe sin emociones
Aparte de sus cualidades estéticas (y algunas tenían), lo que hizo populares a estos westerns de producción italiana era que despojaban la forma del western de su carga cultural de moralidad. Desechaban su civilidad junto a su hipocresía. En cierto sentido, liberaron la forma; lo que representaba el héroe quedaba fuera y se conservaba lo que encarnaba (fuerza y poder de las pistolas).
En el extranjero, era eso probablemente lo que habían representado en todo momento. En la figura de Clint Eastwood, la obra con moraleja del western y el mito del hombre del Oeste se escindieron. Ahora, las películas norteamericanas tratan incluso la urbe norteamericana de la manera en que trataban los italianos el Viejo Oeste; nuestras películas de policías y ladrones son como spaghetti westerns urbanos. Con nuestro entramado ético hecho pedazos en la última década, películas de acción norteamericanas como Harry el Fuerte y San Francisco, ciudad desnuda (The Laughing Policeman) se están convirtiendo en soñar despiertos pesadillas de caos y matanzas.
La figura de John Wayne -el hombre que defendía lo correcto (en ambos sentidos, the right, es decir, que defendía también a la derecha], me temo, y en ambos sentidos en las películas mismas)- se ha visto reemplazado por un hombre que en lo esencial no defiende nada salvo la violencia. Eastwood tiene que repartir muerte, porque no tiene otro atractivo. Apenas sí puede pronunciar una frase de los diálogos sin provocar que el público norteamericano sonría incrédulo, pero su gran pistola habla por él. El concepto del tipo bueno se ha venido abajo -simultáneamente en nuestras películas y en nuestra sociedad. Eastwood no es realmente un buen tipo; no es alguien que te guste, al modo en que te gustaba Wayne. Ni siquiera lo disfrutas de la manera en que podrías disfrutar de un canalla. Simplemente está ahí, con la fuerza de su Magnum. Para un héroe que no puede expresarse con palabras o mostrando emoción, disparar primero y preguntar después tiene que ser la última salvación, En Harry el Sucio, [Dirty Harry], Eastwood le decía al “hippie” psicótico: “Esta es la pistola más potente del mundo, tipejo. Te puede volar la cabeza”. El hombre fuerte y tranquilo de las películas de acción ha sido substituido por el hombre emocionalmente indiferente. Es lo contrario de Bogart, que conocía el dolor. Máxima estrella acaso de taquilla del negocio cinematográfico, Eastwood es verdaderamente el primer héroe drogado de la historia de las películas. Hay una extraña disparidad entre sus movimientos físicos pausados y bastante gráciles y su voz, prácticamente desprovista de timbre. Sólo sus manos parecen totalmente vivas.
En las películas italianas, el personaje que interpretaba era conocido como el Hombre Sin Nombre, y él habla con una voz chica, mortecina, que no es de actor, que decae hasta acabar en ningún lado al final de una frase y que nada nos dice acerca de él. Si bien actores que son expresivos pueden tener un mayor atractivo para un público culto, la inexpresividad de Eastwood encaja ridículamente bien. Lo que él hace resulta inconfundible en cualquier cultura. Resulta absolutamente increíble en sus películas –inhumanamente tranquilo, controlado y seguro- y sin embargo parece representar algo que no es tan increíble. En cierta ocasión dijo de su primer western italiano, Por un puñado de dólares [A Fistful of Dollars], que “dejó sentado el modelo”, que era “la primera película en la que el protagonista iniciaba la acción: disparaba primero”. Eastwood pone cabeza abajo el melodrama: en su mundo los tipos decentes acaban los últimos. Este ya no es el mundo romántico en el que el héroe es, afortunadamente, el que dispara mejor; por el contrario, el que dispara mejor es el héroe. Y eso podría ser lo que estaba esperando el público norteamericano de cine de acción, que se ha vuelto burlón respecto al triunfo del bien. La potencia de la pistola de Eastwood le convierte en héroe de un mundo onírico totalmente nihilista.
El héroe antisistema
El coqueteo de Hollywood con la ideología de los defensores de la ley y el orden llegó a su cima hace dos años con el estreno de Harry el Sucio (Dirty Harry), una película de la Warner Brothers dirigida por Don Siegel, y con Eastwood de protagonista en el papel de un santo policía duro, Harry Callahan. Fantasía derechista sobre el cuerpo de policía de San Francisco a modo de grupo desamparado, castrado por los progresistas, la película hacía propaganda de un poder policial paralegal y de la justicia del vigilantismo. La única forma en que podía Harry proteger la ciudad contra el enloquecido asesino “hippie” que iba aterrorizando a mujeres y niños era tomando la ley en sus manos; las leyes de los códigos eran objeto de desprecio por su parte, porque él sabía lo que era la justicia y cómo aplicarla. El clima político de nuestro país ha cambiado, por supuesto, y además, Hollywood, a su manera vulgarmente maquiavélica, responde a las críticas. En Harry el Fuerte, secuela de Harry el Sucio, y también producida por la Warner Brothers, Clint Eastwood, que interpreta de nuevo a Harry Callahan, sigue mostrándose igual de despreciativo con las leyes de los códigos, pero cree en hacerlas cumplir. John Milius, que tuvo parte no acreditada en Harry el Sucio, y que recibe ahora, junto a Michael Cimino, su reconocimiento en esta, distorsiona las críticas a la película anterior para sus propios fines: toma el truco de su trama de aquellos de nosotros que atacamos Harry el Sucio por su medievalismo fascista. Ahora los villanos son un grupo de comandos de élite de estilo nazi, de policías pulcros y entregados que han tomado la ley en sus manos y están limpiando la escoria de la ciudad -asesinando a los extorsionadores sindicales y traficantes de drogas, a los gángsters y a sus groupies. Son versiones explícitas de aquello de lo que acusábamos a Harry; podrían ser discípulos del anterior Harry, y el nuevo Harry se los lleva a todos por delante. “Odio al puto sistema”, dice, “pero seguiré con él hasta que aparezca algo mejor”. Harry el Fuerte desarma la crítica política y nos da, con todo, la excitación de la brutalidad. Harry no lleva a nadie ante los tribunales; el público entiende que el tribunal es Harry. La película está tan segura de salirse con la suya que antes de permitir a Harry la cháchara sobre su nueva línea de defensor del sistema, pellizca al público (y a la prensa cinematográfica) insinuando que él es el asesino que va segando gángsters. Pero la película – y esto es lo que resulta distintivamente novedoso en ella- utiliza el mismo tono para las orgías de asesinato de los guardias de asalto que para el asesinato de los guardias de asalto a manos de Harry. En ningún momento se no pide que nos sintamos consternados por el homicidio. Sentimos la conmoción sin temor alguno por los personajes o tristeza u horror algunos por sus cruentas muertes. Los personajes no son personajes en sentido tradicional alguno; no se supone que haya que preocuparse por ellos.
Las películas de acción realizadas por la maquinaria de los estudios tienen la veloz y superficial adaptación del periodismo. Se pueden medir algunos de los cambios de los últimos dos años en la sociedad comparando ambas películas. En Harry el Sucio, el villano francotirador (que llevaba un símbolo de la paz en su cinturón) se cargaba distraídamente a una inocente chica en bikini mientras ella nadaba, y la piscina se llenaba de sangre. En Harry el Fuerte, uno de los jóvenes soldados de asalto ametralla a cada cual en la fiesta de piscina de unos mafiosos, y tienes la impresión de que las chicas demuestran su corrupción y se merecen morir porque van sin sujetador. Hablando en general, las víctimas son ahora culpables de algo, aunque no sea más que de tomar drogas, así que quedas exonerado; no tienes que sentir nada. Puedes largarte y fingir que no sabías lo que seguía. Si el grupo de mandos de élite y su estirado Führer (Hal Holbrook) representan lo que Harry representaba la primera vez, y es ahora justo que Harry el héroe los mate, ¿qué pasa con los guionistas que confeccionan una postura y a continuación la otra? ¿Creen en algo? Yo creo que sí. Pese a la obediencia superficial al imperio de la Ley, el contenido subyacente de Harry el Fuerte –la progresión de excitación y placer por la brutalidad– es la misma que la de Harry el Sucio, y el hombre fuerte sigue siendo dispensador de la justicia, que sale de su pistola. Lo dice Harry: “No hay nada malo en disparar mientras le dispares al que hay que disparar”. Básicamente, es el juez Roy Bean de Paul Newman – otro mejunje de Milius- una vez más. Aunque es mediocre la dirección de Harry el Fuerte a cargo de Ted Post, la película no es tan entumecedora como El juez de la horca (The Life and Times of Judge Roy Bean), porque se mantiene en su grosero nivel de entretenimiento, tratando de excitar al público con sus estridentes asesinatos y manteniendo un cierto grado de suspense con lo que viene a continuación. Se ciñe a sus razones. En Harry el Fuerte, Harry el Sucio sigue siendo el recogedor de basura urbana que va limpiando detrás de nosotros. Su justificación implícita se cifra en “Ustedes los del público no tienen huevos para hacer lo que yo hago, así que no me critiquen”. Dice que hace nuestro trabajo sucio, y así es que invoca nuestra culpa, y nosotros los del público no suscitamos la pregunta: “¿Quién te pidió que lo hagas?” Si Milius fuera un escritor de verdad y no un idólatra de héroes, podría empezar a suscitar preguntas acerca de si Harry se manipula inconscientemente en esas situaciones porque le gusta matar, y si mantiene su rostro pétreo para así no revelarlo. Pero Harry el Fuerte, el nuevo western urbano, carece de cabeza y carece de clase; los cineastas parecen no ser conscientes de que su héroe vive y mata de un modo tan desprovisto de emociones como el de una personalidad psicopática.
La carnicería esquizoide
Pero la película está llena de lo que en un paisaje moral serían repugnantes escenas de muerte: una enorme viga metálica se estampa directamente contra la cara de un hombre, y se entiende que el público no ha de mostrar empatía y apartar la vista, sino exclamar: ¡Guau!
“Un hombre ha de conocer sus limitaciones”, sigue diciendo Harry, y no es un comentario sobre sí mismo sino sobre el fracaso de sus enemigos en reconocer que él es mejor hombre. Harry es más duro que el grupo de élite, igual que era más duro que el enloquecido asesino “hippie”. Los nazis parecen una troupe de jovenzuelos entrenándose para el estrellato en los días de los viejos estudios, y los demás policías sospechan que son homosexuales, así que el curtido rostro y la reputación de machote de Eastwood (que son todo rumores por lo que respecta al público) son como un equipamiento adicional para destruirlos. Pero Eastwood no es un amante: las mujeres acuden a él en manada, pero él no se mueve hacia ellas. Por lo que vemos, tienen ellas que hacer todo el trabajo; acepta a una tan desapasionadamente como rechaza a otra. En una secuencia, una mujer desnuda sus sentimientos y le habla a Harry de sus deseos hacia él mientras él se queda ahí sentado sin más, tan campante como siempre; no se va a implicar. Como el solitario del western, es correcto de un modo casi surrealista, de manera lunática, considerando lo que hace con su pistola y sus puños. La única escena de veras de sexo de Harry el Fuerte es el asesinato a manos de un chulo negro de una puta negra, que se escenifica buscando un efecto erótico excitante que yo encontré auténticamente chocante y desagradable.
La ideología de derechas funcionaba en Harry el Sucio, aquí la ideología liberalizada no es más que fachada. Lo que hace un gran poli de Harry el tirador de puntería es que sabe distinguir a los culpables de los inocentes, y en este mundo de acción solo se puede hacer una cosa con los culpables: matarlos. “Harry, ¿podrías quizás preguntarle al tipo su nombre antes de dispararle, para estar seguro de que es justamente ese hombre?”. La respuesta de Harry tiene que ser: “En cualquier caso, todos los delincuentes son unos mentirosos”, mientras aprieta el gatillo. Porque es eso lo que quiere hacer; apretar el gatillo. Lo que hace que el público siga mirando es una ronda de muertes tras otra. Harry el Fuerte es una fantasía menos habilidosa que Harry el Sucio, y así pues te implica menos y es poco probable que sea un gran éxito, pero mi intución me dice que al público, después de estos dos últimos años, le gusta más que no le impliquen sus fantasías.
Es la carencia de emociones de tantas películas violentas lo que ha ido provocándome inquietud, no las raras películas violentas (Bonnie and Clyde, El padrino, Mean Streets) que nos hacen preocuparnos por los personajes y lo que les sucede. Una película violenta que intensifica nuestra experiencia de la violencia es muy distinta de una película en la que son indiferentes los actos de violencia. Sólo es un suponer, y puede que esta carencia de emociones signifique poco, pero si en algo puedo confiar es en mis instintos, hay algo profundamente erróneo en cualquiera que dé por sentada la disociación que esta carnicería representa. Sentada en el cine, te sientes arrastrada a una crisis nerviosa creciente. Es como si el dolor y el placer, el creer y la incredulidad, acabaran difuminados todos juntos, y las películas se hubieran convertido en cierta forma de engaño esquizoide.
*Pauline Kael (1919-2001) fue una crítica cinematográfica estadounidense célebre e influyente. Sus colaboraciones más conocidas se publicaron en el semanario The New Yorker.
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