Con la experiencia adquirida como actor en los spaghetti westerns de Sergio Leone, Clint Eastwood volvió por última vez al género en Los imperdonables para reformularlo al mismo tiempo que lo clausura. Una película que recuerda tanto a John Ford como a Nietzsche.
El cine histórico norteamericano, entendiendo por histórico aquel que revisita el pasado, cuando no lo revisa, se basó, fundamentalmente, en tres momentos: la independencia y años posteriores; la expansión territorial, que abarcó la guerra contra México, la Guerra Civil y la colonización de las tribus en los Apalaches; y la Segunda Guerra.
Por una cuestión temporal, el cine bélico sobre la contienda contra Alemania y Japón es más cercano, y se terminó difuminando con unas cuantas y notables películas sobre Vietnam. El cine histórico más genuinamente norteamericano es, en sus múltiples variables, el western. El género parecía languidecer al tiempo que John Ford envejecía, hasta que llegó el spaghetti-western, uno de los productos más singulares de los subversivos años 60. La Trilogía del Dólar, de Sergio Leone, abrió nuevos cauces y, dentro de este sub-género, como todo gran maestro, el romano dejo imitadores, no discípulos. Hasta 1992.
La imitación quedó palpable en los films posteriores a 1966, cuando, con El bueno, el malo y el feo, Leone culminó su formidable asociación con Clint Eastwood, iniciada con Por un puñado de dólares y seguida con Por un puñado más de dólares. A la imitación le siguió el homenaje, el guiño, la referencia, que tuvo un punto de contacto con los que, en serio, quisieron tomar la posta de Leone. Veamos.
En 1990 se estrena Volver al futuro 3. Como se sabe, Robert Zemeckis planteó el final de la primera película como un chiste interno, sin imaginar que daba pie, tremendo éxito de taquilla mediante, a una continuación. Junto a Bob Gale, armó un guión para una segunda y definitiva película, pero la historia se convertía en un film de casi 3 horas, con lo cual decidieron partir esa segunda parte en el clímax final, cuando el rayo manda al Doc Brown a 1885 y Marty debe hablar con el mismo Doc en ese 1955 en que se sitúa la acción, justo cuando el personaje de Christopher Lloyd cree haberlo enviado de regreso a 1985, momento culminante de la primera parte.
Así, Zemeckis plantea la acción de la tercera película (la segunda mitad de la segunda parte, mejor dicho), en el Far West. Y allí comienzan los guiños al mundo de un Leone que acababa de morir. La familia de irlandeses pelirrojos, el ferrocarril, el sobretodo de Lloyd y, en especial, la toma de Marty cuando entra al pueblo (tomada de la de Claudia Cardinale), remiten a Érase una vez en el Oeste. El duelo es una más que obvia referencia al final de Por un puñado de dólares (en Volver al futuro 2, Tanner está mirando en el jacuzzi el choque entre Eastwood y Gian Maria Volonté, cuando llega Marty). El Doc Brown cortando de un tiro la soga con que la pandilla quiere ahorcar a Marty remite a la relación entre Eastwood y Eli Wallach en El bueno, el malo y el feo. Zemeckis parafrasea Érase una vez en el Oeste y dos de las películas de la Trilogía del Dólar. Pero no puede meter la cuchara en una de ellas. Eso lo hará Eastwood dos años después, demostrando que para hacerlo, hay que dejar a los que saben. Porque en Los imperdonables, el último de los conservadores norteamericanos, pero a la vez uno de los más originales cineastas de su país, va a reelaborar audazmente la más compleja y difícil de adaptar de las películas de la trilogía de Leone: Por un puñado más de dólares.
Lo que en principio parece una simple cacería humana (mercenarios que van de pueblo en pueblo atrapando buscados por la ley para hacerse de jugosas recompensas), es en verdad un severo análisis, ya planteado en Por un puñado de dólares, de la ausencia de autoridad en la sociedad. Lo deja bien en claro el Manco (Eastwood), cuando entrega a un buscado y recrimina al sheriff su falta de valor, arrancándole la estrella y arrojándola al suelo. Al sheriff le corresponde cazar delincuentes, pero no lo hace: es una actividad privada, entre otras cosas, porque el responsable de hacer cumplir la ley no se anima a salir de su oficina. Interesado por acumular recompensas, el Manco se unirá al coronel Mortimer (Lee Van Cleff), para atrapar al Indio (Gian Maria Volonté), sin saber que el coronel tiene además sus motivos personales para encontrar al fugitivo, motivos que conoceremos al final de la película.
Veintisiete años después de Por un puñado más de dólares, Eastwood retoma en Los imperdonables el tema de los cazadores de recompensas, poco explorado tras el film de Leone, entre otras cosas porque implicaba caer en un simple cliché. Lo que el protagonista de la trilogía leoneana hará será una impresionante vuelta de tuerca, con un impensado trasfondo filosófico.
En Cine: 100 años de filosofía, Julio Cabrera lee Los imperdonables bajo la lupa de Nietszche. Efectivamente, el mundo del pensador alemán está presente en la película, cuya acción, 1878, es contemporánea a la de sus principales escritos. Recordemos de qué va la cosa: a dos cowboys se les va la mano con una prostituta de pueblo, tanto que la desfiguran con el filo de un cuchillo. Sus compañeras juntan mil dólares y los ofrecen como recompensa a quien limpie el honor de una mujer que, supuestamente, no tiene honor. Un joven, que se las da de experimentado pistolero (después sabremos que no lo es tal), decide hacerse de la recompensa y busca un socio en Will Munny un antiguo y sanguinario pistolero, personificado por Eastwood, que tras casarse, tener dos hijos y enviudar, sobrevive en la miseria como porquero. Acorralado por su situación, Munny, que no ha empuñado un arma en años, decide ir a cazar a los cowboys.
Hasta aquí, la trama es la de un western alla Leone. Pero Eastwood introduce un elemento menospreciado por el italiano: el sheriff. Little Bill (Gene Hackman) no quiere saber nada de venganzas por recompensas en el pueblo, y acá comienza la reelaboración de Por un puñado más de dólares, porque el joven vaquero y Munny, que van a caballo al pueblo, no son los únicos interesados en los mil dólares. En tren llega un experimentado mercenario, un Richard Harris cuya vestimenta nos recuerda, inevitablemente, al coronel Mortimer de Van Cleff en la segunda película de la trilogía. Little Bill reconoce al forastero, sabe a qué viene, y le da una paliza descomunal: en el pueblo no hay cabida para aventureros.
La tensión se irá acumulando hasta que Munny, convertido en un ángel exterminador, se terminará enfrentando solo al sheriff y a todo su staff en la taberna. El momento culminante de cualquier western es el duelo, y este duelo resume medio siglo del género: de noche, con una fuerte lluvia fuera, todos con el dedo en el gatillo cuando Munny entra a reclamar por el linchamiento de su amigo (Morgan Freeman). Eastwood se carga a todos, pero antes de irse, se percata que Bill agoniza, y decide darle el tiro de gracia. Se miran, Bill, cuyo único objetivo en la vida era terminar su casa, le dice: “No merezco terminar así”. “Esto no tiene nada que ver con merecimientos”, le responde Munny. “Te veré en el infierno”, se despide Bill. “Sí”, afirma el otro, que no oculta su pasado como despiadado asesino de hombres, mujeres y niños. Y remata al sheriff.
A todo esto, los dos cowboys ya habían sido muertos por Munny y el precoz aprendiz, y al momento de cobrar la recompensa se enteran de la suerte corrida por el personaje de Freeman, antiguo compañero de andanzas del pistolero. La película podría haber terminado allí, pero los siguientes quince minutos, en los que se consuma la venganza del amigo linchado, son, por un lado, la piedra de toque definitiva del western (no del film, sino del género; Eastwood clausura el cine sobre el Far West con esta obra maestra) y, por el otro, la vuelta al mundo de desprecio a la autoridad que planteara Leone en Por un puñado más de dólares, pero con el toque Eastwood: para limpiar al pueblo de la carroña, hay que terminar con la autoridad, porque el sheriff es la carroña. Él amparó el ataque salvaje a la prostituta, en una suerte de obediencia debida, de “aquí no ha pasado nada”, de “al fin y al cabo es una mujerzuela”, de, a la argentina, “en algo andaba para terminar así”. A Munny lo mueve la figura de su mujer muerta, por quien dejó las armas, y ese amor, más la amistad al compañero linchado, es lo que lleva a la carnicería de la taberna contra Bill y sus hombres. El bueno es el antiguo criminal; el malo, el representante de la ley.
Allí está, explicitada, la lectura nietzscheana de Cabrera: el no reconocimiento de la autoridad es el nihilismo en su máxima expresión; Munny volviendo a las andadas es el eterno retorno; Bill sintetiza la voluntad de poder y la moral del noble, mientras que Munny se erige desde la moral del esclavo. Ambos, a su manera, representan el Übermensch: asumen sus actos y no se arrepienten de ellos.
Eastwood reconoce su deuda de gratitud en la dedicatoria final de Los imperdonables: “Para Sergio y para Don”. Sergio es Leone, Don es Siegel, fallecido al momento de iniciarse el rodaje del film, y quien redefiniera al cowboy de la Trilogía del Dólar en la saga de Harry el Sucio.
Si Leone filmó la primera película posmoderna de la historia del séptimo arte (así definió Jean Baudrillard a Érase una vez en el Oeste a raíz de las múltiples paráfrasis al género), el viejo Clint va más allá: tomando como base el tema de Por un puñado más de dólares, hace entrar al western en la posmodernidad. No se puede ir más allá, no hay mayores expectativas en el Far West tras la Guerra Civil y la expansión de las vías férreas, con un sanguinario vaquero que vive en la miseria y un sheriff que sólo piensa en hacerse una casita. Tampoco se puede ir más allá una vez culminado el conflicto: la ley no ha vuelto al pueblo, porque la ley era el problema, y ese vacío que genera la matanza en el saloon deja a los habitantes del pueblo sin autoridad, con prostitutas vejadas que seguirán viviendo como tales, con Munny apenas progresando económicamente después de una aventura que pudo haber dejado huérfanos a sus hijos. Los imperdonables se vale de un film de un sub-género para darle el tiro de gracia definitivo a todo un género. Filmar un western a veinticinco años del estreno de Los imperdonables se volvió una tarea ímproba, carente de originalidad. El largo duelo iniciado por Ford, Ray, Aldrich, Stevens, Hawks, Walsh, Zinnemann, Hathaway y Vidor; continuado por Leone y sus epígonos en el desierto de Almería, culmina con el perdigonazo final en el cuerpo de Bill. El ridiculizado Leone, uno de los mayores artesanos del cine de todos los tiempos (pequeño gran detalle: no había llegado a los 40 años cuando ya se habían estrenado la Trilogía y Érase una vez en el Oeste), le ofrece a Eastwood en su más complejo western los elementos para resumir y culminar el universo del más genuino de los géneros que dio el cine americano.