Aunque hubo un peruano que llegó antes, el historiador Hiram Bingham se atribuyó el “descubrimiento” final de Machu Picchu de donde se llevó, en fin, prestadas, cincuenta mil piezas arqueológicas. Esta es su historia.

En la era de los satélites y el GPS hay que oír el atronador murmullo del Urubamba y perderse entre esas escarpadas montañas recorriendo el “camino del Inca” para percibir lo que pudo haber sentido hace poco más de un siglo el aventurero norteamericano Hiram Bingham cuando se la encontró. Ahí estaba, inmune al paso del tiempo, escondida entre la selva de la cuenca amazónica, la ciudad/fortaleza/templo más impactante del viejo imperio: Machu Picchu. Ciento doce años más tarde el misterio en torno al origen y el uso que le daban los incas a la ciudadela sigue intacto. Y la leyenda no hace más que crecer. Como también crece la polémica en torno a su particular redescubridor, una eminencia académica americana capaz de meter los pies en el barro y salir del Perú con más de cincuenta mil piezas arqueológicas ilegales, en lo que se considera una de las mayores expoliaciones del patrimonio precolombino que haya sufrido América Latina, operación cúlmine de una vida que según algunas versiones sirvió a Georges Lucas y Steven Spielberg como inspiración para su famoso personaje Indiana Jones.

Para hacerse una idea de quién era el personaje en torno al que girará este año la polémica, hay que mirar detenidamente sus fotos, sobre todo las que se sacó en plena acción, mientras dirigía las expediciones en la selva peruana a comienzos del siglo XX. Ahí está Bingham a pleno: pantalón bombacho cerrado al pie por altas botas para el barro perpetuo de los Andes, chaleco y camisa de puños siempre impecablemente cerrados, de vez en cuando tocado por un sombrero como el que setenta años más tarde popularizará sobre su cabeza el actor Harrison Ford. Flaco, con la mirada puesta en su ambición: ser considerado un descubridor, un aventurero y hacerse un nombre en su propia tierra para dedicarse, ya en la avanzada madurez, a la gran política.

Hijo y nieto de misioneros protestantes, Hiram Bingham III había nacido en Koolav Mavi, en Hawai, el 19 de noviembre de 1875. Como su familia no pasaba apuros económicos pudo costearle una carrera en la Universidad de Yale, donde se graduó en 1898 como licenciado en Administración de Empresas. Inquieto y dueño de una gran energía vital, Bingham decide seguir estudiando y obtiene su título de grado en la Universidad de Berkeley, para luego completar su doctorado en Historia nada menos que en la prestigiosa Harvard, en 1905. Era profesor en Princeton, otro tanque del pensamiento académico americano, cuando comenzó en 1906 su primer viaje de exploración a Sudamérica.

Los trucos de Indiana

El motivo oficial del viaje que Bingham emprendió era recorrer la ruta que había realizado el libertador Simón Bolívar a lo largo de su guerra contra España. Bingham quería conocer el terreno en persona, decía, para enseñarles mejor a sus alumnos la historia del continente. A la Universidad de Princeton le gustaba el rigor de su trabajo y, sobre todo, que las expediciones se las costeaba el propio Bingham de su bolsillo, por lo cual lo instan a continuar con su investigación. En 1908 es designado delegado del Primer Congreso Científico Panamericano en Santiago de Chile y un año más tarde, ya como miembro de la Facultad de Historia de la Universidad de Yale, organiza una expedición arqueológica con el objeto de encontrar Vilcabamba, la mítica “ciudad perdida de los Incas” que según los escritos que había leído de los propios españoles producidos durante la conquista, era el sitio donde los incas se guarecieron para ofrecer la última resistencia militar.

Gentes de la zona tomadas por la cámara de Hiram Bingham.

Pero Hiram no era arqueólogo, así que desarrolló las líneas maestras de su investigación siguiendo métodos habituales de los historiadores. Para ello se sumergió en las viejas crónicas incaicas y, por sobre todas las cosas, se nutrió de los relatos populares que situaban la enigmática fortaleza en algún lugar no muy lejos del Cuzco, la ciudad capital del imperio. El máximo inconveniente era, sin lugar a dudas, la dificultad del terreno. Pero Bingham tenía experiencia en escalar montañas, una afición heredada de su padre y no se amilanó ante las dificultades.

En enero de 1911 Bingham ya se había hecho conocido en todo el mundillo universitario peruano como “el gringo que está buscando ruinas incas”. Así que cuando el dueño de la estancia Echarati, ubicada en el pueblo de Mandor, provincia de la Convención, departamento de Cusco, un tal Braulio Polo, recibe en sus tierras al profesor Giesecke, por entonces rector de la Universidad San Antonio Abad del Cusco y le dice que toda la zona está plagada de edificaciones incaicas, Giesecke en el primero que piensa es en Bingham y unos días más tarde le escribe una carta dándoles indicaciones precisas sobre sus posibles localizaciones.

Al parecer, Bingham tenía indicaciones similares a las que le alcanzó Giesecke. Algunas de ellas habían sido publicadas en un libro clave escrito en 1880 por el austrofrancés Charles Wiener, uno de los precursores de la moderna arqueología peruana. El libro se titulaba “Pérou et Bolivie. Récit de Voyage, survi d’etudes archaéologiques et etnográfhiques et des notes sur l’escriture el las lengues des population indiennes”.y en el  texto figuraban ya los topónimos de Machu Picchu y Huayna Picchu.

Unos meses después de recibir la carta de Giesecke Bingham llega al Cuzco y emprende la búsqueda convencido de que las ruinas tienen que encontrarse a la orilla del Urubamba, ya que el río no sólo tiene un fuerte componente místico en la cultura Inca, sino que además es una fuente indispensable de vida que los constructores de las ciudades precolombinas no podían dejar de tener en cuenta. El 24 de julio de 1911, acompañado por guías locales que conocían bien la zona, Bingham se topó por fin con su sueño.

Si me permiten me llevo un par de cosas

Fascinado por la magnitud del descubrimiento – “sé que no van a creerme” escribe-, Bingham sin embargo está convencido de haber encontrado Vitcos o Viticos, la ciudad en la que según las crónicas hispánicas se refugiaron los incas para dar la última batalla a los españoles. Ante la duda, emprende una expedición comprobatoria al año siguiente, con el apoyo de la National Geografic Society y la universidad de Yale, al tiempo que comunica al gobierno peruano el descubrimiento, pidiéndole autorización para realizar excavaciones y trasladar, en caso de necesidad, los objetos hallados a los Estados Unidos para poder analizarlos.

Al gobierno del Perú poco le importan en 1911 las ruinas incas, así que acepta las condiciones que Bingham propone sin comprender que está a punto de permitir el mayor expolio de piezas arqueológicas de la historia latinoamericana. En enero de 1912 Bingham regresa al Machu Picchu para comprobar un hecho perturbador. En una de las paredes del templo de las Tres Ventanas encuentra una inscripción hecha con carbón que dice: Lizárraga 14 de julio de 1902. Las palabras habían sido escritas por un tal Agustín Lizárraga, que había llegado a las ruinas nueve años antes encontrando incluso a un indígena que arrendaba esas tierras para uso agrícola. Lizárraga había querido regresar luego al lugar de su descubrimiento, pero lo hizo en temporada de lluvias y terminó siendo arrastrado por las aguas turbulentas del Urubamba.

En un principio, Bingham reconoce la autoría del descubrimiento al ignoto peruano. “Agustín Lizárraga es el descubridor de Machu Picchu y vive en el pueblo de San Miguel” anotó en su libreta, según confirmó años después de su muerte su hijo Alfred M. Bingham. Pero con el paso de los años el norteamericano irá quitando de sus textos toda referencia al primer occidental en poner pie en la ciudadela para tratar de quedar él como el Indiana Jones de la historia.

Pero en 1912 no son estas las principales preocupaciones de Bingham. Con la venia del gobierno peruano, Hiram siente que tiene las manos libres para regresar a Estados Unidos no sólo con una buena historia, sino con un auténtico tesoro. De las excavaciones que dirige personalmente logra extraer cerca de cincuenta mil piezas incaicas. La situación llega a mayores cuando se produce un motín en el puerto sureño de Mollendo y hay violentas manifestaciones en las ciudades de Puno y Arequipa en protesta por el expolio. Los norteamericanos aclaran que las piezas sólo se trasladarán temporalmente, según el convenio, y no podrán ser exhibidas en los museos del país, sino que deberán regresar al Perú. El acuerdo pronto se transformó en letra muerta y la controversia se resolvió hace apenas unos años.

En 2010 la universidad de Yale se comprometió, luego de un siglo de litigios, a devolver una parte del material extraído y el 31 de diciembre de 2012 regresó al Perú toda la colección. En el documento de entendimiento el gobierno peruano tuvo un gesto de cortesía que a su vez es un reconocimiento de su propia responsabilidad en el asunto: le reconoció a la prestigiosa casa de estudios americana haber sido “un digno y dedicado custodio del material”.

El misterio original

Ante la hostilidad que terminó enfrentando, Bingham decide regresar a Estados Unidos, donde se convierte en aviador y funda la Escuela Militar de Aeronáutica, en 1917. Con el mito de sus aventuras en su mochila, decide dedicarse a la política y en 1924 es electo gobernador por el estado de Connecticut en las filas del Partido Republicano. Más tarde fue nominado senador, un cargo del que se marchará acusado de corrupción en 1933 –parece que Indiana tenía debilidad por las tramoyas incluso en su propio país. Luego de unos años dedicados a los negocios volverá a la política para ejercer un último y lastimero cargo. En 1951, el presidente Truman lo invitó a formar parte del Civil Service Loyalty Review Board, un organismo creado para investigar casos de subversión dentro del Departamento de Estado en pleno auge del macarthismo. Muere en Washington en 1956 dejando como legado sus libros Diario de una expedición a través de Venezuela y Colombia; Tierra Inca; Machu-Picchu, la ciudadela de los incas y La Ciudad perdida de los incas.

El amigo Bingham -tercero a la derecha- llevando a cabo tareas de senador. Luego lo rajaron por corrupto.

Bingham desaparece, pero no la polémica sobre qué era en realidad lo que había descubierto. Desde el principio se descartó que se tratara de la fortaleza de guerra Vitcos o Viticos, algo que el posterior descubrimiento de esta fortaleza a la que se mencionaba en las crónicas españolas terminó por confirmar. El emplazamiento un tanto extraño y apartado de Machu Picchu, en la cima de un monte y en un lugar que no era utilizado habitualmente como ruta a Cuzco hizo que se descartara también el posible uso militar. Su construcción en un periodo tardío contribuyó también a desechar la idea de una ciudadela o fortaleza.

A pesar que en la zona se practica la agricultura desde al menos el 760 a.C., la región no fue poblada masivamente hasta el 900 de nuestra era, cuando la ocupó la etnia Tampu que habitaba en el Urubamba y que en su momento se enfrentó a la naciente civilización incaica. Pero la construcción de Machu Picchu recién comenzó en torno al 1450 cuando Pachacútec, el primer emperador inca, se quedó maravillado con el paisaje y mandó hacer una especie de residencia real y a la vez un lugar destinado a la crianza de vírgenes, las mujeres destinadas exclusivamente al soberano, la llamada Casa de las Escogidas. Como era habitual en el imperio, se construyó también un observatorio astronómico, que ha sido hallado prácticamente intacto por la expedición de Bingham. Prodigio de arquitectura, ingeniería y urbanismo medieval, Machu Picchu llegó a albergar, según los expertos, entre 300 y 1.000 habitantes. La leyenda dice que los incas decidieron criar allí, escondido entre el exuberante paisaje, a Tupac Amaru I, el último emperador del imperio en desgracia.

Naciones Unidas la incorporó en su lista de Patrimonio de la Humanidad en 1983 y Perú tuvo que esperar hasta 2007 para que la ciudad fuera incluida entre las Nuevas Maravillas del mundo, en una ceremonia que se realizó en Portugal. Mientras tanto, Machu Picchu sigue ahí y está esperando a ser descubierta una vez más por los viajeros que llegan desde hace décadas de todos los rincones del planeta atraídos por su fascinación y misterio.