Especialista en géneros populares, esta no es la primera vez en la que Nora Mazziotti traslada sus ecos a la literatura, sumando humor, grotesco y la memoria propia de una descendiente de inmigrantes. En Las Cocoliches (Editorial Milena Caserola) las historias de amor y crueldad masculina van de uno a otro lado del océano, junto con la historia política.

LUISA

Luisa terminó de enjuagar la ropa y fue hasta el fondo a tenderla en la soga. Antes había puesto el sillón de mimbre al sol y con paciencia llevó a Donato para que se sentara ahí. Saludó con la cabeza a unas vecinas en el patio de al lado y señaló el cielo, sonriendo. Casi no hablaba castellano, pero las vecinas entendieron que se alegraba del cielo límpido y ellas también sonrieron. Luisa pensó que serían rusas, por los pañuelos floreados que llevaban en la cabeza y la piel transparente de tan blanca.

Volvió hacia el patio y se sentó en un banquito al lado de Donato. Le acomodaba el saco, las medias. Un rato después, lo tomó de un brazo mientras él se agarraba de la pared, y salieron a la calle. Lo dejó apoyado en la reja de una ventana y corrió a buscar el sillón y el banquito. Repitió la escena del patio. Lo sentó, le alisó la camisa que le quedaba grande, le cuchicheó en el oído. Pasaron algunos vecinos, saludaron. Ahí sí pudo hablar porque entendía la lengua.

“¿Así que usted es la señora de Donato?” “¡Parece una nena! ¿Llegó hace veinte días?” “¿Cómo encuentra Buenos Aires? ¿Extraña el paese?” “Al principio cuesta, pero ya se va a acostumbrar”. “Y sí, hay que ir donde está el marido”. “Al marido hay que seguirlo”. “Ahora que vino, seguro que Donato se va a mejorar. Tiene que cuidarlo mucho”. “Por suerte llegó con el tiempo lindo. Allá debe estar haciendo frío. Menos mal que acá no nieva, va a ver que el invierno es más suave. Ahh, pero el verano es pesado. Mucho calor. Y la humedad. Eso es lo peor”.

Ella contestaba sonriendo, asintiendo. Tenía la cara pequeña, los pómulos altos y brillo en los ojos oscuros. Era la esposa joven e inocente de Donato que acababa de llegar de Italia, no podía salirse de ese papel. Contestaba de manera mecánica mientras pensaba que tenía ganas de ir a la Avenida, ver el Riachuelo, subirse a un barco y navegar. O de salir a caminar y no volver en todo el día. Y sino, tomar un tren y viajar para cualquier lado. Salir, moverse buscando a Toni. Pero seguía conversando con los vecinos, sonriente. Estaba haciendo las cosas bien, todo iba saliendo tal como lo habían planeado con Aída, su prima.

Dejó a Donato acompañado con un conocido del paese y entró a la casa. Había quedado leudando la masa para el pan y tenía que controlarla. Cuando salía, alcanzó a verse reflejada en un espejo en el comedor y se detuvo. Se puso de perfil, se tocó la panza. Se tenía que hacer esa misma tarde una pollera fruncida para que no se notara que aumentaba. Y usar un delantal con pechera. ¡Cómo le habían crecido las tetas! Extrañó el hurgueteo de las manos de Toni, la precisión con que se las rodeaba o besaba. Se secó unas lágrimas que le brotaron de los ojos y sacudió la cabeza para volver al presente. Se acomodó el rodete que le sujetaba el pelo oscuro que caía hasta la mitad de la espalda y caminó hacia la vereda para buscar a Donato.

Un rato después ya no daba el sol y pensó que era mejor entrar. Repitió la escena de acompañar a Donato sujetándole el hombro. Este Donato no le molestaba. Era un Donato casi desvalido, desconocido para ella. No era el hombre arrogante y autoritario con que se había casado. Cuando estuvieron en la casa, lo sentó a la mesa y le sirvió el almuerzo. Le acercó la cuchara con sopa a la boca, él la abrió y sin tragarla, se la escupió en la cara. Estaba fría. Mientras se secaba con un repasador, Luisa se encontró con la mirada de odio de Donato. Respirando con esfuerzo, él le agarró el puño y en vano trató de presionarla. “Puttana”, oyó que murmuraba. Ese era el verdadero Donato, el de siempre. Se atragantó, empezó a toser fuerte. Ella le golpeaba la espalda murmurando para sí: “ahogate, te odio, morite, pronto te vas a morir”.

Sin mirarlo y en silencio, tragándose las lágrimas, Luisa puso a calentar la sopa y cuando comprobó que estaba lista volvió a la mesa y le acercó la cuchara. Otra vez Donato la escupió. “Puttana”, repetía, con enorme esfuerzo en voz bajita. Luisa le mojó un pedacito de pan en la sopa y se lo acercó a la boca. Donato le mordió los dedos.

Le dolió. Pero no quería llorar. “No le voy a dar el gusto”, pensaba. “No me va a ver sufriendo”. Con un gesto Donato señaló una botella de vino. Ella negó con la cabeza. Le vio los ojos de odio. Reconoció esa ferocidad. “Ma sí”, pensó, “tomátela toda, así espichás más rápido”. Y se la alcanzó.
Se puso a ordenar la cocina con bronca. Bufaba. De sus ojos oscuros salían puñales. Escuchó que Donato golpeaba débilmente la mesa con el puño. Era la forma de llamarla. Donato tosía. Fuerte. Se había atragantado. Luisa llevó un balde que estaba en el patio. Lo puso en el piso y Donato empezó a vomitar. Tenía arcadas y le salía una baba espesa de la boca. Luisa llevó una toalla húmeda para limpiarle la cara. Porca miseria.

En eso entró Aída. En un brazo tenía a Giulietta, la hija, y en el otro una canasta con verduras. Los chicos quedaron revoloteando en el patio. Con la ayuda de Aída, Luisa acostó a Donato en la cama, y después siguió pasándole la toalla por la cara. Él tenía los ojos abiertos y la miraba. Esos ojos ásperos todavía la asustaban. Les sirvió el almuerzo a todos y después dejó que los chicos salieran a jugar en la calle.
Cuando terminó con la cocina, se fue al patiecito a charlar con Aída. Le temblaba el mentón y tenía apretados los ojos.

–Tranquila, tenés que estar tranquila– le dijo Aída, tomándola de la mano. “Buenas noticias: Ya escuché comentarios en la verdulería: que habías llegado, que eras muy joven, que se ve que lo querés a Donato. Que él está mejor”.

– ¿En serio?

–Sí, sí, en un par de semanas yo dejo correr que me parece que estás embarazada, y todos van a festejar la potencia de Donato, vas a ver. Ya me los imagino: es todo un macho, perdió el habla pero no la potencia, este Donato es un semental…

AÍDA

En el patio, Aída le alcanzó un mate a Luisa. Era la siesta y tenían tiempo para charlar. Hacía calor y Aída se sacó el saco. Se quedó con una blusa bordada, muy fina. A Luisa le gustaba mirar la ropa buena que tenía su prima. Pasó una mano por la manga.

– Es hermosa, qué suave– le dijo.

– Voy a buscar algo de ropa linda para vos. Tengo de sobra… Ya no estás en el campo, acá te tenés que vestir mejor.

– ¿Para ir adónde? –Luisa hizo una mueca triste.

– Para cuando venga Toni– le dijo al oído Aída. Las dos se rieron. Luisa todavía tenía el mate en la mano.

– Ya te expliqué cómo se toma. No revuelvas con la bombilla– le advirtió sonriente.
Aída era como su hermana. Hacía casi cuatro años que estaba en Buenos Aires. Desde que él había tenido el derrame, se encargaba de la verdulería de Donato.

– Menos mal que te tengo a vos– le dijo Luisa con ternura.

– ¿Te acordás cuando nos contábamos todo con Amelia? Las tres, abrazadas en el banco de la plaza del paese. Cada una hablaba de sus problemas. A veces llorábamos. ¡Pero casi siempre nos matábamos de risa!

– No lo defiendas– le dijo Luisa a Aída. Había fruncido el ceño. Los ojos grandes, casi siempre mansos, estaban encogidos. Se llevó las manos al pelo y se acomodó el rodete. Donato no fue bueno, se aprovechó de mí… de mi mamá. De Ada.

Habían dejado el mate pero seguían en el patio. Luisa, remendando unas medias, Aída doblando ropa.

– Ya sé. Pero conmigo sí lo fue. Y mucho… si no fuera por él, no tendría a Giulietta conmigo– le dijo.

– Estoy segura que fue su mejor acción– reflexionó Luisa. Aída se levantó y volvió con bizcochitos de grasa. “Comé estos que te encantan”, le dijo. La tensión se alivió. Las dos evitaban hablar de ese tema.
Aída era un poco más grande que Luisa, y había llegado a Buenos Aires con toda la familia. Al principio, vivían en una piecita de conventillo. La mamá de Aída, Rita, era hermana del padre de Luisa. Aída, junto con su hermana Regina, que era apenas un año menor, se ocupaban de los hermanitos y de la casa, porque Rita trabajaba todo el día. El padre de Aída tomaba mucho. A poco de llegar, tuvo un accidente en la obra donde trabajaba como peón de albañil. Había subido borracho y se cayó de un andamio. Se golpeó la cabeza con un fierro. Murió en un par de días. Aída tuvo que dejar la escuela y ponerse a trabajar. Pero sintió el alivio de no tener que aguantar los golpes que el padre les daba.

Entró a trabajar en una fábrica de sombreros. La madre lavaba ropa y entre las dos apenas alcanzaban a parar la olla. Casi todos los días, al regresar de la fábrica, Aída iba a entregar la ropa limpia a la casa de los clientes. Así conoció a don Giulio, que resultó ser el dueño de la fábrica. Era un genovés muy amable, que nunca le faltó el respeto. Al enterarse que Aída era obrera de su fábrica y de la situación de la familia, le daba buenas propinas o le regalaba mercadería.

Un día, en lugar de don Giulio, la recibió Giuliano, el hijo. Aída, que había sido siempre una muchacha seria, sensata y obediente por demás, (¿sería porque no era muy linda, los dientes torcidos, la nariz demasiado larga y con una renguera casi imperceptible?) perdió la cabeza por él. No hubo día que no lo buscara, lo esperara. Desde el primer momento él se dejó atrapar por la vehemencia de Aída. Empezaron a verse a escondidas en la oficina de la fábrica, en la pieza de él cuando iba a entregar la ropa, y hasta algunas veces alquilaron una piecita en un recreo en el río para pasar los domingos.

En pocas semanas, la madre pasó de recordarle que él era rico y nunca se iba a casar con una obrera, y además, bastante fea, de aconsejarle que no fuera ingenua, a acusarla de desfachatada, indecente y calentona.

Aída y Giuliano se hicieron confidentes. Giuliano le daba dinero para sus caprichos. Aída se compró telas vaporosas para coserse camisones y también seda para una chalina. Cambió el delantal gris de fajina por vestidos elegantes y se mandó a hacer unas botitas de terciopelo abotonadas al costado con una plataforma que le disimulaba la renguera. Iban al teatro, a conciertos. Él alquiló una pieza en un hotel donde se encontraban y ahí Aída lucía a gusto su ropa sensual. Empezó a maquillarse la cara, a estar pendiente de su atuendo. Tenía unos lindos ojos verdosos, que realzaba con rímel y pestañas postizas.

Un día Giuliano la llevó a bailar tango a un cabaret. Ella se entusiasmó con el salón, los ventanales, la música. Si ya con la ropa fina estaba apareciendo una nueva Aída, con el baile, Aída encontró su esplendor. Poco quedaba de la contadina napolitana que no mucho tiempo atrás había bajado del barco. O de la humilde obrerita. No sólo era una joven elegante y pizpireta, sino que de un día para otro, se convirtió en una mujer de la noche, en una bailarina destacada. Fue la reina del cabaret. Brillaba bailando, todos querían una pieza con ella, invitarla a sus mesas, ofrecerle champán. Dejó la fábrica por un contrato en el cabaret.

No reparó que en su ascenso, había desplazado a Tatiana, una antigua bailarina rusa, envejecida y envidiosa. Tatiana había tenido una larga relación con don Giulio, que terminó de manera intempestiva cuando él la encontró en la cama con otro hombre.

No mucho después, Aída se dio cuenta que no estaba enamorada de Giuliano, sino de la vida que había descubierto a su lado. Y también, de la amistad con él. Giuliano movió influencias y le consiguió un crédito en el banco y Aída pudo comprar una casita para la familia a pagar en cuotas. Era muy cuidadosa con los gastos y cumplidora con los pagos.

Una mañana fue a visitar a su madre, Rita, a quien hacía dos semanas que no veía, que seguía enojada con ella y había jurado no perdonarla. Quería mostrarle la casa que les había comprado. Al principio Rita estaba ofendida, miraba a Aída de costado y con rencor. Los hermanos empezaron a comer con ganas las galletas y las golosinas que ella había llevado. Aída le dio a la mamá una pañoleta que le había tejido.

– Yo no te eduqué para esto– dijo Rita, en tono de reproche pero ofreciéndole un mate. Aída se puso a calentar agua para lavar los platos de la noche anterior.

– Claro que no. Me dijiste que había que aguantar. Siempre. Conseguir un marido, preferentemente rico pero casi seguro, pobre, y aguantar. Soportar todo, la pobreza, el hambre, los golpes. Aída refregaba con fuerza una sartén. Mientras seguía argumentando:

– Yo no quiero que me peguen como el viejo te pegaba a vos, que te dejaba el ojo negro. Y que de un golpe te sacó dos dientes. Mirate, si todavía tenés el agujero en la boca– Ahí se acercó a la madre y le dijo, casi en la cara:

– ¿No te acordás que yo te ponía árnica en los moretones, que tenías que tomar el agua con una bombilla? ¿Que él llegaba borracho y enojado y rompía los pocos platos que había? ¿Te olvidaste que si le parecía que la comida estaba fría la tiraba al piso y te obligaba a arrodillarte y comer los pedazos del suelo? – Aída se había sentado en un banquito petiso delante Rita y le había tomado las manos. Le dijo, suave, como en un susurro:

– Y que después nos enteramos que tenía otra mujer, casi tan joven como yo, a pocas cuadras de casa. Te decía que estabas vieja y que no le servías más– luego tomó aire, y con voz firme, agregó:

– Su mal ejemplo me enseñó más que tus consejos de bajar la cabeza. Yo me sé defender. A mí nadie me golpea. No quiero ser pobre, ni cornuda, ni depender de un hombre. Y me gusta bailar, tener mi sueldo, mi plata.

Después que llevaron los chicos a la escuela, la madre aceptó ir a ver la casita. Fueron en tranvía, tomadas de la mano. Rita iba aflojándose. De a poquito, charlaba. Llegaron a un barrio nuevo, de casas iguales. Se veía el tendido reciente de cables de luz, las casitas alineadas y todas con un tanque de agua en el techo. Entraron a una casa. Como protegida por la pañoleta nueva, la madre recorrió el comedor, el patiecito, las dos piezas afuera. Abrió la canilla en la cocina y dejó correr el agua. Empezó a sonreír. Una y otra vez caminaba por la cocina, salía al patio. Parada en el medio del terreno, con la sonrisa ya amplia, soltó la pañoleta y levantó los brazos al cielo. Aída corrió hacia ella, la tomó entre los brazos y giraron, giraron, abrazadas y riendo. “Acá voy a hacer la huerta”, decía después la madre, señalando un lugar contra el alambrado. “Y acá, un limonero”. “En el fondo, las gallinas”. Poco después, se mudaron.

AMELIA

Amelia estaba incómoda, recostada en la camita de la celda del convento de la Santa Croce, en las afueras del paese, adonde la habían recluido. La cama era pequeña y ella además era muy larga. Hubiera necesitado algún almohadón o una frazada para acurrucarse. Extrañó el sillón mullido de su cuarto. Después de varios movimientos, encontró una postura pasable y entrecerró los ojos. Se sintió otra vez en su cama, en el amplio dormitorio de la mansión. Le pareció que por el pasillo llegaba la voz grave de su madre, Lorenza, que al levantarse usaba una túnica de un azul grisáceo. En el cuello un rosario, y en el bolsillo el manual del Galateo, que era su guía de buenos modales. Cuando no rezaba, les leía alguna recomendación del manual. Una vez, la madre entró al cuarto de costura, donde Amelia y su hermana Sofía charlaban y se reían mientras bordaban un mantel. No le había gustado el tono y las palabras que sus hijas usaban. Sin decir una palabra, se sentó muy erguida y leyó: “deben elegirse las palabras más cultas y de mejor sonido, que son las que se oyen siempre entre la gente fina. Las palabras cogote, pescuezo, cachete, etc., serán siempre sustituidas en los diversos casos que ocurren, por las palabras cuello, garganta, mejilla, etc.; dejando a la ciencia anatómica la estricta propiedad de los nombres, que casi nunca se echa de menos en las conversaciones comunes”. Luego cerró el manual, les dirigió una mirada de reproche, y se retiró de la habitación. Las chicas se tentaron.

A la hora de la cena era infaltable el manual: después que las criadas habían servido los platos, todos debían hacer silencio y la madre comenzaba: “El cuchillo y el tenedor se toman empuñando el mango con los tres últimos dedos, y adhiriendo a éste el pulgar por el lado interior y el índice por encima, el segundo de los cuales debe quedar más avanzado que el primero, sin que se lleve nunca en el cuchillo más allá del principio de la hoja, ni en el tenedor hasta acercarlo a la raíz de los dientes”. Después el padre bendecía la mesa y recién entonces tenían permiso para comer. A veces, la comida ya estaba casi fría.

En el convento, Amelia no podía dejar de recordar las ocupaciones de su madre en distintos momentos del día: a la mañana daba órdenes a las criadas sobre cómo servir el desayuno y acomodar las habitaciones. Recorría el salón, el comedor, el despacho del padre, constatando que todo estuviera limpio y en el lugar correspondiente. Después salía y le indicaba al jardinero qué podar, o qué flores recoger. A media mañana entraba en la zona de servicio y controlaba que las lavanderas y planchadoras no arruinaran la ropa. O en la alacena, revisaba la mercadería existente. Su tarea era vigilar, enojarse si no se hacían las cosas como correspondía, vigilar que la servidumbre no se llevara comida a sus casas.

Ahí se sentía tranquila. A veces se animaba y llegaba hasta el gallinero. Iba levantándose el vestido, caminando insegura, con miedo a ensuciarse los zapatos. Las gallinas le inspiraban un miedo intenso. Contaba que, de chica, una gallina la había perseguido y había conseguido picotearle el tobillo. Pero su deber era contar las gallinas, los huevos que hubieran puesto, los pollitos recién nacidos. Su obsesión era que los criados se llevaban pollos a sus casas. Todo lo hacía repitiendo frases qué vaya a saber dónde había escuchado, o tal vez leído, y que usaba sin que tuvieran que ver con la situación presente. Por ejemplo, “¡¡Ah, Jerusalén!!” o ¡¡“Ay de ti!!” Si encontraba que había un pollo de menos, comenzaba a maldecir, a imaginar castigos cruentos para los culpables: “el fuego del infierno quemará a los ladrones de gallinas”. “¡Las llamas de Lucifer abrasarán a los que roban huevos!”

Amelia no se olvidaba tampoco cuando al atardecer se iniciaba el rezo del rosario y las letanías. El oratorio estaba en una salita al costado del comedor, iluminado a velas. Una imagen de la Inmaculada y otra del Sagrado Corazón en un fanal estaban sobre unas columnas contra la pared. La madre había hecho colocar dos bancos reclinatorios, donde se arrodillaban ella y el padre, en el caso que estuviera, y alfombras no demasiado mullidas para los chicos y los criados, que eran obligados a participar. Amelia tenía un recuerdo preciso de las sensaciones que le producían esos rezos. Por más que se aburría, le gustaba mirar la sombra de las velas, el ondear de las llamas que se proyectaba en la pared e imaginar formas. La cautivaban el olor levemente ácido del sebo, y sobre todo, el incienso. Y el murmullo monocorde de las letanías y de los orapronobis. A veces, o casi siempre, los hermanos empezaban a cuchichear y enseguida a tentarse. La madre no interrumpía sus rezos ni cuando repartía coscorrones o tirones de oreja a diestra y siniestra.

Amelia siempre había sido rebelde. En la casa, desde la institutriz en adelante, pasando por las criadas, el jardinero y el chofer repetían que era la oveja negra. Discutía, no aceptaba que le impusieran cosas o no dieran explicaciones cuando ella las pedía. Se le tensaba toda la cara. Fruncía la boca de labios finos, los ojos celestes se endurecían y apretaba las mandíbulas, anchas, prominentes. La familia era una de las más ricas de la zona. Tenían viñedos, frutales, una casa en el lago y otra en el campo donde pasaban los meses del verano. En la ciudad, la única fábrica textil era propiedad de la familia materna. Amelia creció entre criadas, costureras, niñeras.

Cuando iban al campo en el verano, Amelia era feliz. Se sentía libre: se bañaba en el río, cosechaba la uva con los peones. Le gustaba estar afuera, trepada en los árboles o escondiéndose en el monte. No tenía miedo de andar a caballo por lugares peligrosos, o de adentrarse en la montaña con la única compañía de los perros. En la escuela, año tras año las monjas le advertían a la madre que Amelia tenía amistades inconvenientes: pasaba mucho tiempo con las alumnas de familias que no eran de su clase. En vez de codearse con las hijas de los profesionales (médicos o abogados) o de algún reciente marqués que iban a la escuela, prefería las hijas de modistillas o planchadoras. Las hijas de obreros. La madre se escandalizaba, pero la monja rectora le había dicho que por el momento no era para alarmarse, ya que eso demostraba un alma caritativa. Que cuando creciera ya iba a saber elegir mejor. Sin estar demasiado convencidos, los padres le permitieron continuar con sus amistades. Pero Amelia no se separó de esa “gentuza” como decía la madre, sino que en el último grado, por el contrario, invitó a sus amigas a jugar en su parque, y un día a la salida de la escuela, fue con ellas al llamado barrio obrero.

Amelia siempre consideró ese día como el decisivo en su vida. Vio la pobreza en que vivían los obreros de la fábrica que pertenecía a su familia. Y se avergonzó de sus magras comidas, sus vestidos rotosos, sus modales toscos. Valiente como era, cuando se sentaron a cenar esa noche, le preguntó al padre las razones de tanta pobreza, y no se conformó con la respuesta. Insistió y preguntó. Cuando el padre terminó su discurso, Amelia le dijo que no estaba de acuerdo. La madre con tono solemne, que había empezado a pontificar “¡Ay de ti, gran pecadora! ¡No te librarás del fuego del infierno!”, la abofeteó por contradecirlo y la encerraron en su dormitorio.

Días después, Amelia se presentó en la fábrica. Con determinación, preguntó por la oficina de su padre. Recorrió los galpones fríos, escasamente iluminados. Caminó entre los telares, vio a unas obreras cambiando los hilos, otras recogiendo la tela, otras enrollándola en los tubos. Escuchó el timbre del almuerzo, vio a las trabajadoras sentándose en el patio, buscando el sol y abriendo sus paquetes con comida. Se sorprendió que hubiera chicas de su edad, y también más chicas, trabajando.
Le dieron ganas de hacer pis, y buscó el baño en un pasillo. Se asustó. Era tan solo un agujero en el piso. Varias mujeres hacían cola para usarlo. El olor casi la descompone.

Corrió por una galería hasta la oficina del padre, que no se alegró al verla.

– Este no es lugar para una niña. Acá te vas a ensuciar las botas, la pollera. No hay por dónde caminar.

– Quiero ir al baño– dijo, al borde de la náusea. El padre le señaló el baño de la dirección.
Cuando regresó, Amelia había recuperado la seguridad y con tono decidido le preguntó si había visto los baños de las obreras. El padre, ofuscado, sin contestarle, ordenó a un chofer que la llevara a la casa.
Amelia empezó a hacer preguntas que nadie respondía.

– ¿Por qué nosotros somos ricos y otros pobres? ¿Quién decidía eso? ¿Por qué algunos comían mal, vestían harapos, tenían frío, se enfermaban? ¿Por qué nosotros tenemos tantas cosas? ¿Por qué no repartimos la comida o la ropa, que a nosotros nos sobra? ¿Por qué a algunos chicos les cuesta tanto aprender a leer y a contar? ¿Por qué hay niñas más chicas que yo que trabajan en la fábrica?

Se las hacía a la madre, a la institutriz, a la cocinera. A los hermanos, a los primos. Y al padre, que al oírla golpeaba con el puño en la mesa y enojado la mandaba a su habitación. En la escuela, una monja joven la escuchó y trató de explicarle. Tuvieron varias charlas que no dejaron tranquila a Amelia. Un día la monja le contó que después de la escuela, iba a ayudar a hacer las tareas a varios chicos en el salón de la parroquia, y que si ella quería, también podía ir.

La monja la acompañó esa misma tarde hasta a su casa para hablar con la madre. “Como sé de su devoción y de su inmensa caridad cristiana, quería pedirle permiso para llevar a Amelia, que es tan aventajada y estudiosa, para ayudar a otros niños con sus tareas escolares”, fueron sus palabras, y la madre no supo negarse.

Ahí se produjo un encuentro que todas recordarían para siempre. El de la rica Amelia con las primas Aída y Luisa, pobres, hijas de obreros, que apenas sabían leer. Amelia las ayudó a practicar las letras, las entretuvo con lecturas, les enseñó a sumar. Aída la divertía con sus chistes, Luisa la peinaba. Se rieron juntas, jugaron, y luego, cuando las primas se afianzaron con la escritura, las tres empezaron a enseñar a los más chiquitos. Se hicieron confidentes. No era fácil verse después de la clase. La madre de Amelia no aprobaba esa amistad, las veces que las primas habían ido a su casa, se quedaron en la cocina y no se atrevieron a ir al cuarto de Amelia. Las primas no la invitaban, sus casas eran muy estrechas. Cuando el clima lo permitía, Amelia preparaba las provisiones y se iban de picnic a la montaña. Si no, les bastaba con charlar en la plaza del pueblo. Y si llovía, se reunían en el salón de la parroquia.