El París Review dedicó una serie de entrevistas a los mejores escritores para que hablaran de su oficio. Entre la ironía, los enojos fingidos y la pasión por lo que hacía, Hemingway se refiere a las influencias en su obra, a sus métodos de trabajo, cuenta el proceso de escritura de algunos de sus libros y formula su célebre teoría del iceberg. La entrevista fue publicada originalmente en 1958.
Pese a ser un maravilloso narrador oral, un hombre de mucho humor y poseedor de un asombroso caudal de conocimientos sobre cosas que le interesan, a Hemingway le resulta difícil hablar sobre el trabajo literario, no porque tenga pocas ideas sobre el asunto, sino más bien porque está tan convencido de que tales ideas deben permanecer inexpresadas.
-¿Le resultan placenteras las horas dedicadas al proceso de la escritura? ¿Podría decirnos algo de ese proceso? ¿Cuándo trabaja usted? ¿Mantiene un horario fijo?
-Me resultan muy placenteras. Cuando trabajo en un libro o en un cuento escribo cada mañana, en cuanto haya luz. A esa hora nadie molesta y hace fresco o frío, y uno se pone a trabajar y entra en calor a medida que escribe. Uno lee lo que ha escrito, y como siempre se interrumpe cuando sabe qué es lo que va a ocurrir a continuación, sigue a partir de ese punto. Uno escribe hasta llegar a un lugar en el que todavía le queda jugo y sabe lo que ocurrirá a continuación, y allí se interrumpe y trata de vivir hasta el día siguiente para volver a seguir con eso. Se ha empezado, digamos, a la seis de la mañana. Y puede seguir hasta el mediodía o dejarlo antes. Cuando uno se detiene está vacío, y al mismo tiempo no vacío sino llenándose como cuando ha hecho el amor con alguien a quien ama. Nada puede dañarlo, nada puede ocurrir, nada significa nada hasta el día siguiente, cuando uno vuelve al trabajo. Lo difícil es la espera hasta el día siguiente.
-¿Puede quitarse de la cabeza el proyecto al que está entregado cuando está lejos de la máquina de escribir?
-Por supuesto. Pero para eso hace falta disciplina y esa disciplina se adquiere.
-¿Hace alguna revisión o alguna reescritura cuando lee hasta el lugar en el que se interrumpió el día anterior? ¿O las revisiones vienen más tarde, cuando todo el trabajo está terminado?
-Todos los días reescribo hasta el punto en que dejé el día anterior. Cuando todo está terminado, naturalmente lo reviso. Así se tiene otra oportunidad de corregir y reescribir cuando otra persona lo mecanografía, y uno ve el material en limpio. La última oportunidad son las pruebas de imprenta. Uno agradece todas esas oportunidades.
-¿Reescribe mucho?
-Depende. Reescribí el final de Adiós a las armas, la última página, treinta y nueve veces antes de quedar satisfecho.
-¿Había allí algún problema técnico? ¿Qué era, o que lo obstaculizaba?
-Buscaba las palabras adecuadas.
-¿La relectura es lo que le hace dar el “resto”?
–La relectura me pone en el sitio en el que la escritura tiene que seguir, sabiendo que hasta allí todo está tan bien como le ha sido posible. Siempre queda “resto” en alguna parte.
-¿Pero hay momentos en que la inspiración no aparece por ninguna parte?
-Naturalmente. Pero si uno se detuvo cuando sabía qué ocurriría a continuación, después puede seguir. Siempre que uno pueda volver a empezar todo está bien. El “resto” vendrá solo.
-Thornton Wilder habla de recursos mnémicos que ponen en marcha el día de trabajo de un escritor. Dice que una vez usted le dijo que les sacaba punta a veinte lápices.
-Creo que nunca tuve veinte lápices a la vez. Gastar la punta de siete lápices número 2 es un buen día de trabajo.
-¿Cuáles lugares le resultaron más provechosos para trabajar? El hotel Ambos Mundos parece haber sido uno, a juzgar por la cantidad de libros que usted escribió allí. ¿O el ambiente no ejerce demasiada influencia sobre su trabajo?
– El Ambos Mundos de La Habana era un muy buen lugar para trabajar. Esta finca es un lugar espléndido, o lo fue. Pero siempre he trabajado bien en todas partes. Quiero decir que he podido trabajar tan bien como puedo en distintas circunstancias. El teléfono y los visitantes son los que destruyen el trabajo.
-¿La estabilidad emocional es necesaria para escribir bien? Una vez me dijo que sólo podía escribir bien cuando estaba enamorado. ¿Podría explayarse más sobre el tema?
-¡Vaya pregunta! Pero lo felicito por el intento. Uno puede trabajar en cualquier momento si la gente lo deja tranquilo y nadie interrumpe. O, más bien, si uno puede ser despiadado con los demás. Pero la mejor escritura se produce, sin duda, cuando se está enamorado. Si a usted le da lo mismo, prefiero no explayarme sobre el tema.
-¿Y qué ocurre con la seguridad económica? ¿Puede hacer daño a un buen trabajo literario?
-Si llega temprano en la vida y uno ama la vida tanto como el trabajo, hace falta mucho carácter para resistir las tentaciones. Una vez que la escritura se ha convertido en el mayor vicio de uno, en el mayor placer, sólo la muerte puede interrumpirla. La seguridad económica es entonces una gran ayuda, ya que evita preocupaciones. Las preocupaciones destruyen la capacidad de escribir.
– ¿Puede recordar exactamente el momento en que decidió convertirse en escritor?
-No, siempre quise ser escritor.
-Philip Young, en el libro que escribió sobre usted, sugiere que el shock traumático producido por la herida de metralla que usted sufrió en 1918 ejerció gran influencia sobre su trabajo de escritor. Recuerdo que en Madrid usted habló brevemente sobre esta hipótesis, considerándola poco consistente. Y luego continuó diciendo que usted pensaba que el equipamiento de un artista no era una característica adquirida sino heredada, en el sentido mendeliano.
-Evidentemente ese año, en Madrid, no podía decirse que mi mente estuviera muy equilibrada. Lo único que podría decirse a su favor es que hablé tan sólo brevemente del señor Young y de su teoría traumática de la literatura. Tal vez las dos conmociones y la fractura de cráneo de ese año me volvieron irresponsable de mis declaraciones. Recuerdo haberle dicho que la imaginación podía ser resultado de la experiencia racial heredada. Todo eso suena como perfecta cháchara posconmoción, y creo que eso es exactamente. Así que, hasta el próximo trauma de liberación, dejemos las cosas así. ¿Está de acuerdo? Pero gracias por no dar los nombres de cualquier pariente que yo pueda haber involucrado entonces. Lo divertido de las conversaciones es explorar, pero no debe escribirse gran parte de la charla, y nada de lo que sea irresponsable. Una vez escrito algo, hay que sostenerlo. Y uno puede haber dicho algo para ver si lo creía o no. En cuanto a la pregunta que usted me formuló, los efectos de las heridas varían mucho. Las heridas simples, que no rompen los huesos, son de poca importancia. A veces dan seguridad. Las heridas que producen daños importantes, óseos y nerviosos, no son buenas para los escritores ni para nadie.
-¿Cuál considera usted que es la mejor formación intelectual para un aprendiz de escritor?
-Digamos que debería ir y ahorcarse porque ha descubierto que escribir bien es intolerablemente difícil. Entonces alguien debería salvarlo sin misericordia y su propio yo debería obligarlo a escribir tan bien como pueda durante el resto de su vida. Así al menos tendría la historia de haberse colgado para empezar.
-¿Sugeriría a un escritor joven que trabajara en un periódico? ¿En qué medida lo ayudó el entrenamiento que tuvo en el Kansas City Star?
-En el Star uno estaba obligado a aprender a escribir una frase simple, declarativa. Eso es útil para cualquiera. Trabajar en un periódico no es perjudicial para un escritor joven, y podría ser una ayuda si el escritor sabe irse a tiempo. Ése es uno de los clichés más trillados, y me disculpo por incurrir en él. Pero si usted formula preguntas viejas y gastadas, lo más probable es que reciba respuestas viejas y gastadas.
-Usted escribió una vez en la Transatlantic Review que la única razón para escribir periodismo era recibir una buena paga. Dijo: “Y cuando uno destruye las cosas valiosas que tiene escribiendo sobre ellas, quiere ganar buen dinero a cambio”. ¿Cree que la escritura es una forma de autodestrucción?
-No recuerdo haber escrito eso. Pero a mí me suena suficientemente tonto y violento haberlo dicho como para ahora morder el anzuelo y hacer una declaración sensata. Por cierto, no creo que la escritura sea una forma de autodestrucción, aunque el periodismo, llegado a un punto, pueda ser una autodestrucción cotidiana para un escritor creativo serio.
-En el París de la década de 1920, ¿experimentó algún tipo de “sentimiento de grupo” con otros artistas y escritores?
-No. No había sentimiento de grupo. Nos respetábamos mutuamente. Yo respetaba a muchos pintores, algunos de mi edad, otros más grandes… Gris, Picasso, Braque, Monet, que todavía estaba vivo entonces… y algunos escritores: Joyce, Ezra, lo bueno de Stein…
-Cuando escribe, ¿alguna vez descubre que está influido por lo que está leyendo en ese momento?
-No desde que Joyce estaba escribiendo Ulises. La suya no fue una influencia directa. Pero en esa época en que las palabras que conocíamos estaban prohibidas para nosotros y teníamos que luchar por una sola palabra, la influencia de su obra fue lo que cambió todo y nos hizo posible romper con las restricciones.
-¿Pudo aprender algo de los escritores, algo sobre la escritura? Ayer me decía usted que Joyce, por ejemplo, no soportaba hablar sobre la escritura.
-En compañía de gente del mismo oficio, uno habitualmente habla de los libros de otros escritores. Cuanto mejor sea un escritor, tanto menos hablará de lo que él mismo ha escrito. Joyce era un escritor muy grande y sólo les explicaba lo que estaba haciendo a los tontos. Los escritores que él verdaderamente respetaba supuestamente eran capaces de darse cuenta de lo que él estaba haciendo, simplemente leyéndolo.
-Durante los últimos años usted parece haber eludido la compañía de los escritores. ¿Por qué?
-Eso es más complicado. Cuanto más lejos va uno con la escritura, tanto más solo está. Casi todos los viejos amigos, los mejores, mueren. Otros se alejan. Uno no los ve más que raramente, pero uno escribe y tiene con ellos casi el mismo contacto que tenía cuando se encontraba con ellos en el café, en los viejos tiempos. Uno intercambia cartas cómicas, a veces alegremente obscenas e irresponsables, y eso es casi tan bueno como charlar. Pero uno está más solo porque así es como debe trabajar y el tiempo para trabajar se acorta todo el tiempo y si uno lo malgasta siente que ha cometido un pecado para el cual no hay perdón.
-¿A quiénes nombraría como sus antecesores literarios, de quienes más ha aprendido?
-Mark Twain, Flaubert, Stendhal, Bach, Turgeniev, Tolstoi, Dostoievsky, Chejov, Andrew Marvel, John Donne, Maupassant, el buen Kipling, Thoreau, el capitán Marryat, Shakespeare, Mozart, Quevedo, Dante, Virgilio, Tintoretto, Hieronymus Bosch, Brueghel, Patinir, Goya, Giotto, Cézanne, Van Gogh, Gauguin, San Juan de la Cruz, Góngora… me llevaría un día entero recordarlos a todos. Y parece que me estoy arrogando una erudición que no poseo en vez de recordar a todas las personas que han tenido influencia sobre mi vida y mi trabajo. Ésta no es una pregunta vieja y trillada. Es una pregunta muy buena pero solemne, y requiere un examen de conciencia. Nombré pintores, o empecé a hacerlo, porque aprendo a escribir de los pintores tanto como de los escritores. ¿Me pregunta cómo es eso? Llevaría todo el día explicarlo. Creo que es obvio decir que uno también aprende de los compositores y del estudio de la armonía y el contrapunto.
-¿Alguna vez tocó algún instrumento musical?
-Solía tocar el cello. Mi madre me mantuvo un año fuera de la escuela para que estudiara música y contrapunto. Creía que yo tenía talento, pero en realidad carecía absolutamente de él. Interpretábamos música de cámara… venía alguien a tocar el violín, mi hermana tocaba la viola, y mi madre el piano. Ese cello… yo tocaba peor que cualquier otra persona de la Tierra. Por supuesto, ese año también hice otras cosas.
-¿Relee algunos de los autores de su lista? ¿A Twain, por ejemplo?
-En el caso de Twain hay que esperar dos o tres años. Uno lo recuerda demasiado bien. Leo algo de Shakespeare todos los años, El rey Lear siempre. Leer eso levanta el ánimo.
-Leer, entonces, es un placer y una ocupación constantes.
-Siempre estoy leyendo libros… tantos como haya. Me los raciono para que nunca me falten.
-¿Alguna vez lee manuscritos originales?
-Uno puede meterse en problemas haciendo eso, a menos que conozca al autor personalmente. Hace unos años me hicieron un juicio por plagio, un hombre que decía que yo había sacado Por quién doblan las campanas de un guion cinematográfico, no publicado, que él había escrito. Él lo había leído en alguna fiesta en Hollywood. Dijo que yo estaba allí, al menos había allí un tipo llamado “Ernie”, escuchando la lectura, y eso le bastó para entablarme un juicio por un millón de dólares. Al mismo tiempo demandó a los productores de las películas North West Mounted Police y Cisco Kid, alegando que también esas habían sido robadas del mismo guion inédito. Fuimos a la corte y, por supuesto, ganamos el caso. El hombre resultó ser insolvente.
-Bien, ¿podríamos volver a la lista y ocuparnos de uno de los pintores… por ejemplo Hieronymus Bosch? La cualidad pesadillesca y simbólica de esa obra parece estar muy lejos de sus libros.
-Yo tengo pesadillas y conozco las que tienen otras personas. Pero no es necesario escribirlas. Cualquier cosa que uno omita pero conozca sigue estando en su escritura, y su cualidad aparece. Cuando un escritor omite cosas que no conoce, aparecen como agujeros en su escritura.
-¿Admitiría que hay simbolismo en sus novelas?
-Supongo que hay símbolos, ya que los críticos no dejan de encontrarlos. Si no le importa, me disgusta hablar de ellos y que se me hagan preguntas al respecto. Ya es suficientemente duro escribir libros y cuentos, sin que alguien me pida además que los explique. Y, por otra parte, eso privaría de trabajo a los exégetas. Si hay cinco o seis buenos exégetas que pueden vivir de eso, ¿por qué tendría que interferir en su trabajo? Lea todo lo que escribo por el simple placer de leerlo. Cualquier otra cosa que encuentre será aquello que usted mismo ha puesto en la lectura.
–
-¿Podría decirnos cuánto esfuerzo deliberado invirtió en el desarrollo de su estilo distintivo?
-Esa es una pregunta cuya contestación sería larga y fatigosa, y si uno se pasara un par de días respondiéndola, se sentiría tan autoconsciente que ya no podría escribir. Podría decir que lo que los amateurs llaman un estilo suele ser tan sólo la inevitable torpeza de alguien que intenta por primera vez hacer algo que no se ha hecho antes. Casi ningún nuevo clásico se parece a otros clásicos previos. Al principio la gente sólo ve las torpezas. Después las torpezas ya no son tan perceptibles. Cuando aparecen, la gente piensa que esas muestras de torpeza son el estilo y muchos las copian. Eso es lamentable.
-Usted me escribió una vez que las simples circunstancias en las que fueron escritas varias de sus obras podían resultar instructivas. ¿Podría aplicarse eso a Los asesinos -usted dijo que lo había escrito, junto con Diez indios y Hoy es viernes, todo en un solo día- y tal vez también a su primera novela Fiesta?
-Veamos. Empecé Fiesta en Valencia, el día de mi cumpleaños, el 21 de julio. Mi esposa Hadley y yo habíamos ido a Valencia con tiempo para conseguir buenas entradas para la feria, que empezaba el 24 de julio. Toda la gente de mi edad ya había escrito una novela, y yo todavía tenía dificultades para escribir un párrafo. Así que empecé el libro el día de mi cumpleaños, lo escribí durante toda la feria, por las mañanas, en la cama, y fui a Madrid y seguí escribiéndolo allí. En Madrid no había feria, así que teníamos una habitación con una mesa y yo escribía con gran lujo en esa mesa, y a la vuelta de la esquina del hotel, en una cervecería del Pasaje Álvarez, donde estaba más fresco. Finalmente, el tiempo se puso muy caluroso para escribir y nos fuimos a Hendaya. Allí había un hotelito barato, sobre esa enorme y larga playa solitaria, y trabajé muy bien, y después fuimos a París y terminé la primera versión en el apartamento que estaba sobre el aserradero, en el 113 de la calle Notre-Dame-des-Champs, seis semanas después del día que lo había empezado. Le mostré la primera versión a Nathan Asch, el novelista, quien entonces hablaba inglés con un acento muy marcado, y él me dijo: “Hem, ¿qué quieres decir con que has escrito una novela? Una novela, ¿eh? Hem, estás escribiendo un libro de viajes.” Nathan no me desalentó demasiado, y reescribí el libro, conservando lo del viaje (era la parte sobre la excursión de pesca y Pamplona), en Schruns, en el Voralberg, en el hotel Taube.
Los cuentos que usted mencionó los escribí en un solo día, el 16 de mayo, en Madrid, cuando la nieve suspendió las corridas de toros de San Isidro. Primero escribí Los asesinos, algo que había intentado escribir antes y no lo había logrado. Después, tras el almuerzo, me metí en la cama para mantenerme abrigado y escribí Hoy es viernes. Tenía tanta energía que pensé que me volvería loco, y tenía más o menos otros seis cuentos para escribir. Así que me vestí, salí y fui hasta Fornos, el viejo café de los toreros, y tomé café y después volví y escribí Diez indios. Eso me entristeció mucho y tomé un poco de brandy y me dormí. Me había olvidado de comer y uno de los camareros me trajo un poco de bacalao, carne y papas fritas y una botella de Valdepeñas. La mujer que regentaba la pensión siempre se preocupaba porque yo no comía lo suficiente y había enviado al camarero. Recuerdo que me senté en la cama y comí y bebí el Valdepeñas. El camarero dijo que me traería otra botella. Dijo que la señora quería saber si yo pensaba escribir toda la noche. Le dije que no, que creía que me acostaría un rato. Por qué no trata de escribir uno más, me preguntó el camarero. Se supone que sólo debo escribir uno, dije yo. Tonterías, dijo él. Podría escribir seis. Lo intentaré mañana, dije. Inténtelo esta noche, dijo él. ¿Por qué cree que la señora le envió la comida? Estoy cansado, le dije. Tonterías, dijo él (la palabra no fue en realidad tonterías). ¡Cansarse después de escribir tres cuentecitos! Tradúzcame uno. Déjeme solo, le dije. Cómo puedo escribir si usted no me deja tranquilo. Así que me senté en la cama, me tomé el Valdepeñas y pensé qué formidable escritor sería yo si el primer cuento era tan bueno como esperaba.
-¿Hasta qué punto la concepción de un cuento aparece completa en su cabeza? ¿El tema, el argumento o algún personaje pueden cambiar a medida que la escritura avanza?
-A veces uno sabe la historia. A veces la construye a medida que avanza y no tiene idea de cómo resultará. Todo cambia a medida que uno avanza. Eso es lo que da el movimiento que produce el cuento. A veces el movimiento es tan lento que parece que nada avanza. Pero siempre hay cambio, siempre hay movimiento.
-¿Le ocurre lo mismo con las novelas, o primero elabora un plan completo antes de empezar, y luego se somete rigurosamente a él?
–Por quién doblan las campanas fue un problema que tuve que enfrentar cada día. En principio, sabía qué iba a ocurrir. Pero inventé lo que ocurría cada día que me sentaba a escribir.
-¿Las verdes colinas de África, Tener y no tener y A través del río y entre los árboles empezaron como cuentos y se desarrollaron hasta convertirse en novelas? Si es así, ¿las dos formas narrativas son tan similares que un escritor puede pasar de una a otra sin remodelar completamente su enfoque?
-No, no es cierto. Las verdes colinas de África no es una novela, sino que fue escrito en un intento de plasmar un libro absolutamente verdadero, para ver si forma de un país y el esquema de acción de un mes podían competir, si se los representaba verdaderamente, con una obra de imaginación. Después de escribir ese libro escribí dos relatos breves. “Las nieves del Kilimanjaro” y “La breve vida feliz de Francis Macomber”. Inventé esos relatos a partir del conocimiento y la experiencia adquirida durante ese mismo largo viaje de cacería del cual había intentado hacer un relato realista, de un mes de duración, en Las colinas verdes; Tener y no tener y A través del río y entre los árboles empezaron como relatos breves.
-¿Le resulta fácil cambiar de un proyecto literario a otro o continúa hasta terminar lo que ha empezado?
-El hecho de que esté interrumpiendo un trabajo serio para responder a estas preguntas demuestra que soy tan estúpido que debería recibir un severo castigo. Lo recibiré. No se preocupe.
-¿Piensa que está en competencia con otros escritores?
-Nunca. Solía tratar de escribir mejor que ciertos escritores muertos de cuyo valor estaba seguro. Ahora, y ya desde hace mucho tiempo, trato simplemente de escribir lo mejor posible. A veces tengo buena suerte y escribo mejor de lo que puedo.
-No hemos hablado de los personajes. ¿Los personajes de sus obras están tomados, sin excepción, de la vida real?
-Por supuesto que no. Algunos son de la vida real. En general uno inventa gente a partir del conocimiento y la comprensión y la experiencia que ha tenido con la gente.
-¿Podría decirnos algo acerca del proceso de conversión de un personaje de la vida real en un personaje de ficción?
-Si explicara cómo se hace eso algunas veces, sería un manual para los abogados especializados en casos de difamación.
-¿A cuáles de sus personajes recuerda con particular afecto?
– La lista sería demasiado larga.
-¿Entonces usted disfruta leyendo sus propios libros… sin sentir que le gustaría hacer algunos cambios?
-A veces, cuando me resulta difícil escribir, los leo para levantarme el ánimo, y después recuerdo que siempre me resultó difícil y a veces casi imposible.
-¿Cómo da nombre a sus personajes?
-Lo mejor que puedo.
-¿El título se le ocurre mientras está en el proceso de elaborar la historia?
-No, hago una lista de títulos después de haber terminado el cuento o el libro… a veces son más de cien. Después empiezo a eliminarlos, y a veces los elimino todos.
-¿Y hace eso también en los casos en los que el título de un cuento ha sido sugerido por el mismo texto, como por ejemplo en el caso de Colinas como elefantes blancos?
-Sí. El título viene después. Encontré a una muchacha en Prunier, donde había ido a comer ostras antes del almuerzo. Sabía que ella había tenido un aborto. Me acerqué y hablamos, no sobre eso, pero en el camino a casa se me ocurrió la historia, me salté el almuerzo y me pasé esa tarde escribiéndola.
-Entonces, cuando no está escribiendo, usted es constantemente un observador, en busca de algo que pueda usar.
-Sin duda. Si un escritor deja de observar está terminado. Pero no debe observar conscientemente ni pensar de qué modo algo le será útil. Tal vez al principio eso sea cierto. Pero más tarde todo lo que ve se integra en la gran reserva de cosas que sabe o que ha visto. Si de algo sirve saberlo, siempre trato de escribir de acuerdo con el principio del iceberg. Hay nueve décimas partes bajo el agua por cada parte que se ve de él. Uno puede eliminar cualquier cosa que sepa, y eso sólo fortalecerá el iceberg. Si un escritor omite algo porque no lo sabe, habrá un agujero en su relato. El viejo y el mar podría haber tenido más de mil páginas, y dar cuenta de cada personaje de la aldea y del proceso de cómo vivían, cómo habían nacido, cómo se habían educado, tenido hijos, etcétera. Otros escritores hacen eso de manera excelente. Al escribir, uno está limitado por lo que ya se ha hecho de manera satisfactoria. Así que he tratado de aprender a hacer otra cosa. Primero traté de eliminar todo lo innecesario para transmitir experiencia al lector, para que después de haber leído algo, lo leído se convirtiera en parte de su propia experiencia, y le pareciera que realmente había ocurrido. Es algo muy difícil de hacer, y trabajé muy duramente para lograrlo. De todos modos, para no explicar cómo se hace, tuve una suerte increíble en ese momento y pude transmitir la experiencia completamente. Y pude lograr que fuera una experiencia que nadie había transmitido antes. La suerte fue que tuve un buen hombre y un buen muchacho, y que últimamente los escritores se han olvidado de que todavía existen esas cosas. Después, el océano: vale tanto la pena escribir sobre el océano como sobre un hombre. Así que también fui afortunado en eso. He visto el acoplamiento de los peces espada, así que es algo que conozco. Eso no lo cuento. He visto un cardumen de más de cincuenta ballenas en esa misma zona del agua, y en una oportunidad arponeé a una de casi dieciocho metros de largo, y la perdí. De modo que eso no lo cuento. No cuento ninguna de las historias que conozco sobre la aldea de pescadores. Pero ese conocimiento es lo que constituye la parte sumergida del iceberg.
-Archibald MacLeish ha hablado de un recurso teórico que usted describió y que parece tener que ver con el tema de transmitirle la experiencia al lector. Dijo que usted lo había desarrollado mientras cubría los partidos de béisbol en la época en que trabajaba en el Kansas City Star. Era simplemente que un escritor debía concentrarse durante los momentos de aparente inactividad… que lo que describía en esos momentos tenía un efecto, un efecto, además, poderoso: el de hacer consciente al lector de aquello que sólo sabía inconscientemente…
-La anécdota es apócrifa. Nunca escribí sobre béisbol para el Star. Lo que Archie trataba de recordar eran cosas que yo intentaba aprender en Chicago, alrededor de 1920, cuando investigaba las cosas poco evidentes, inadvertidas, que constituían las emociones, como la manera en que un jugador de béisbol tiraba el guante sin mirar dónde caía, el chillido que producía la lona sobre la resina cuando un boxeador se movía, el color gris de la piel de Jack Blackburn cuando dejaba de moverse y otras cosas que yo advertía, del mismo modo que un pintor puede bocetar. Uno veía el extraño color de Blackburn, y las marcas de la navaja, y la manera en que sacudía a un hombre antes de conocer su historia. Ésas eran cosas que a uno lo conmovían antes de saber la historia.
-¿Ha descrito alguna vez una clase de situación de la que usted no tuviera conocimiento personal?
-Es una pregunta extraña. ¿Por conocimiento personal se refiere usted a conocimiento carnal? En ese caso, la respuesta es afirmativa. Un escritor, si sirve para algo, no describe. Inventa o construye a partir del conocimiento personal o impersonal y a veces parece disponer de conocimientos inexplicables, que podrían provenir de experiencias familiares o raciales olvidadas. ¿Qué es lo que hace que las palomas mensajeras vuelen como lo hacen, de dónde saca su coraje un toro de lidia, o un sabueso su olfato? Todo esto es una elaboración o una condensación de lo que hablamos en Madrid aquella vez, cuando no se podía confiar demasiado en mi cabeza.
-¿Hasta qué punto debe distanciarse de una experiencia antes de poder escribir sobre ella en términos de ficción? ¿En el caso los accidentes aéreos de África, por ejemplo?
-Depende de la experiencia. Una parte de uno la ve de manera completamente distanciada desde el principio. Otra parte de uno está muy involucrada en ella. Creo que hay una regla fija con respecto al tiempo que debe pasar para que uno escriba sobre ella. Eso dependería del equilibrio de cada individuo, o de su capacidad de recuperación. Sin duda es valioso para un escritor entrenado estrellarse en un avión que se incendia. Aprende varias cosas importantes con gran rapidez. Que le sean útiles o no es algo condicionado por la supervivencia. La supervivencia con honor, esa palabra tan fuera de moda y tan importante, es siempre difícil y muy importante para un escritor. Los que no duran siempre son más amados, ya que nadie tiene que ver sus largas, aburridas, interminables luchas sin cuartel, a las que deben abocarse para hacer algo que creen que deben hacer antes de morir. Los que mueren o abandonan tempranamente casi siempre, y con razón, son preferidos, porque resultan comprensibles y humanos. El fracaso y la cobardía bien disfrazada son más humanos y más amados.
-¿Puedo preguntarle en qué medida considera usted que el escritor debe involucrarse en los problemas sociopolíticos de su época?
-Cada uno tiene su propia conciencia, y no debería haber reglas para el funcionamiento de la conciencia. De lo único que podemos estar seguros con respecto a un escritor politizado es que, si su obra dura, el lector tendrá que pasar por alto su contenido político cuando la lea. Muchos de los escritores llamados políticamente comprometidos cambian sus ideas políticas con frecuencia. Esto les resulta muy excitante, a ellos y a las revistas político-literarias. A veces hasta deben reescribir sus puntos de vista… y apresuradamente. Tal vez todo eso pueda respetarse como una forma de búsqueda de la felicidad.
-¿Diría que alguna vez hay una intención didáctica en su obra?
-Didáctica es una palabra que ha sido mal utilizada y arruinada. Muerte en la tarde, por ejemplo, es un libro instructivo.
-Se ha dicho que un escritor sólo trata una o dos ideas en toda su obra. ¿Usted diría que su obra refleja una o dos ideas?
-¿Quién dijo eso? Suena demasiado simple. El hombre que lo dijo posiblemente tenía solamente una o dos ideas.
-Bien, tal vez sería mejor expresarlo de esta manera: Graham Greene dijo en una de estas entrevistas que una pasión rectora da a todo un estante de novelas la unidad de un sistema. Usted mismo ha dicho, según creo, que las grandes obras se producen a partir de un sentimiento de injusticia ¿Considera que es importante que un novelista sea dominado de ese modo… por algún sentimiento tan intenso?
-El señor Greene tiene una facilidad para hacer afirmaciones que yo no poseo. A mí me resultaría imposible hacer generalizaciones sobre un estante de novelas o sobre una bandada de patos o una manada de caballos. No obstante, intentaré una generalización. El escritor que carezca de sentido de la justicia y de la injusticia haría mejor en dedicarse a editar el anuario de una escuela de chicos excepcionales en vez de escribir novelas. Otra generalización. Ya ve, no son tan difíciles cuando son suficientemente obvias. El don más esencial para un buen escritor es tener un detector de mierda incorporado, a prueba de golpes. Ese es el radar de un escritor. Y todos los grandes escritores lo han tenido.
-Finalmente, una pregunta fundamental: ¿cuál cree usted que es la función de su arte? ¿Por qué una representación de los hechos en vez de los hechos mismos?
-¿Por qué preocuparse por eso? A partir de las cosas que han ocurrido y de las cosas tal como existen y de todas las cosas que uno conoce y de todas aquellas que no puede conocer, uno hace algo por medio de su invención, algo que no es una representación sino una cosa nueva más real que cualquier otra real y viva, y uno le da vida, y si la hace suficientemente bien, también le da inmortalidad. Por eso uno escribe, y por ninguna otra razón conocida. Pero, ¿acaso no hay muchas razones que nadie conoce?
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