Este año se  cumple un siglo del nacimiento de Astor Piazzolla. El autor de este artículo sostiene que, a diferencia de lo que podría pensarse desde el sentido común, el amor del músico con su instrumento no se dio a primera vista: no solo eso, sino que fue producto de una desilusión.

Yo sigo queriendo conocer mi origen, aunque sea humilde.

Esa, tal vez, se avergüence de mi linaje oscuro,

pues tiene orgullosos pensamientos como mujer que es.

Pero yo, que me tengo a mí mismo por hijo de la Fortuna,

la que da con generosidad, no seré deshonrado,

pues de una madre tal he nacido.

(Sófocles, Edipo Rey)

Son dos los momentos cruciales que atraviesan la vida musical de Astor Piazzolla. Uno es al cumplir ocho años, cuando ya vivía con su familia en Nueva Jersey y su padre apareció con un paquete enorme envuelto en papel de regalo en el que esperaba encontrar unos patines. En lugar de eso, había una caja “estrambótica y llena de botones” frente a la que sufrió una gran desilusión. El otro –no muy extraño en la historia del tango- ocurrió en París, cuando tenía treinta y tres años. Había ido a terminar su formación con la famosa pedagoga Nadia Boulanger y ésta lo interpeló: “¿qué es lo que hacía en Buenos Aires?”. Entonces, algo avergonzado, arremetió con Triunfal. “Ahí está Piazzolla”, dijo ella.  “Nunca dejes eso”.

Una de las grandes preguntas que atraviesan las ciencias sociales se genera en relación a lo dado y la posibilidad del advenimiento del sujeto. Identidad, deseo, estructura e interpelación son conceptos que, de alguna manera, intentan explicarlo. La pregunta gira en torno al grado de libertad que el sujeto tiene para desarrollarse sin caer en teorías ingenuas que nieguen los condicionantes sociales: familia, sociedad, escuela, religión, medios de comunicación, etc.

Al traspolar el concepto de ya-sujeto lacaniano al ámbito de las ciencias sociales, la teoría althuseriana ha sido dominante en los setenta y vital en la etnomusicología como campo interdisciplinario. Sin embargo, a Althusser se le critica no haber comprendido del todo el psicoanálisis, ya que no sería donde la “interpelación” acierta sino donde falla que el sujeto se manifiesta. A favor suya, hay que aceptar que la teoría lacaniana tiene diferentes momentos y que en sus primeros escritos, Lacan pareciera mantener una posición más cercana al estructuralismo al dar a entender un sujeto “hablado por la ideología” que no se encontraría tan alejada de sus exposiciones.

Stuart Hall lo retoma e intenta esbozar una teoría que vincule la individualidad del sujeto con el entorno social, aunque tratando de evitar una lógica que niegue la subjetividad. Si el sujeto es capaz de asumir la ´interpelación´ -dice- esto daría cuenta que el deseo ya existe, y para el psicoanálisis lacaniano, deseo equivale a sujeto. En este sentido, introduce el concepto de identidad, cuestionando determinismos que solo dejan lugar a homologías y obturan toda “decisión” y al mismo tiempo haciendo foco en este como punto de agenciamiento donde se produce el traspaso de lo social a lo individual y viceversa.

De este modo, intenta saldar la dicotomía entre un sujeto cartesiano, capaz de negar lo dado, emergiendo en su “liberación”, cuya falencia, en algunos casos, nos enfrenta a una concepción abstracta sobre la “libertad” que, en sí misma, no significa nada, y una teoría de las “instituciones” cuya finalidad sería transformar al individuo en sujeto según las necesidades del sistema. Resulta evidente que las determinaciones encadenan la acción y fuerzan al “individuo” a la “repetición”; sin embargo, ¿qué sería del sujeto de no ser partícipe de esta “promesa” que lo encadena al Otro?

A diferencia de lo que podría pensarse desde el sentido común -en la construcción retroactiva que tiende a elaborar los datos como necesarios- tenemos que el amor de Astor con su instrumento no se dio a primera vista: no solo eso, sino que fue producto de una desilusión. En París el hecho se repite en forma inversa;  más aún, Astor esconde su instrumento a su maestra, acude a la “boulangerie” para estudiar piano y música clásica: el  tango lo avergüenza. Nadia Boulanger, cuya principal virtud –más allá de su genialidad en cuanto a lo estrictamente musical- radica en su capacidad para develar la esencia de los “artistas” es quien lo enfrenta a sí mismo y le devuelve –en toda la dimensión de la palabra- su deseo.

Ambos hechos se encuentran atravesados por la desilusión. En  el primero, Piazzolla la sufre al no encontrar lo que buscaba en esa caja. En el segundo, aparece como fantasma: el temor a desilusionar a su tutora -el tango no es lo suficientemente elevado- le devuelve la respuesta inesperada; “Piazzolla” no es música clásica, es tango ¡mal que le pese!

En ambos casos, Piazzolla podía haber rechazado la “interpelación”, sin embargo, no lo hace. En el primero se obliga a aceptarla y en el segundo, su deseo ya está forjado, él no lo sabe pero su tutora sí: “ahí está Piazzolla” le dice. En ese lugar agencia su propia personalidad en la música tanto como los deseos de su padre -y su admiración por Gardel y los hermanos De Caro-, su experiencia con Troilo, el desarrollo del tango en relación a la historia argentina como su infancia en Nueva York ligada a la comunidad judía y la música klezmer, etc. En el mejor de los casos, la pregunta es: ¿qué hacer con “eso”?

En esa lucha entre la “insistencia” del deseo y su negación se consuma su estilo, transformando “el tango para bailar” en “tango para escuchar” (más allá de que hoy se baile en cualquier milonga), las armonías más básicas en otras fusionadas con el jazz y la música “clásica”, etc.

La identidad no tiene sentido más que como identificación y es en la identificación con el Otro, no en la pulsión –dice Freud- que aparece el objeto de deseo. La desilusión como  “falta” posibilita la sublimación: la identidad es siempre abierta gracias a ese vacío existencial que nos “condena” a la otredad donde aparece la música que -como expresa Simon Frith-, nos permite experimentar la percepción de lo subjetivo en lo colectivo. La identificación opera no sólo de modo que en el individuo asume su lugar, sino que trasciende la forma en que se identificarán millones de argentinos y porteños y a través de Piazzolla se fija una (de las múltiples posibles) identidad musical argentina, individual y social.

Asumiendo un silogismo contrafáctico, podríamos preguntarnos: ¿qué hubiese sido de Piazzola -y de la historia de la música argentina- en caso de que este deseo no encontrara cauce, o de no haber siquiera existido la “promesa”? ¿Qué hubiese sido del tango y la música universal si en aquella caja Piazzolla hubiera encontrado los patines o Nadia Boulanger, en lugar de decirle “no abandone jamás esto…” lo hubiera arengado en la prosecución de su obra “clásica”?

 

Mariano Gallego es músico, escritor y colaborador en Página/12. Titular del seminario: Música e identidad Latinoamericana (Fsoc, UBA).

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