La lengua, como la patria, puede ser amada o rechazada; o bien asumida como un instrumento liberador. Esto último es lo que hicieron un grupo de escritores que entre fines del siglo XIX y principios del XX rompieron con el lugar común instaurado por el romanticismo. Una “revuelta silenciosa” que, según el autor de esta nota, “reverbera aún de forma solapada en pleno siglo XXI”.

El romanticismo instaló a finales del siglo XVIII la idea de que la lengua y la patria forman una familia indestructible. Conceptos como la “lengua-madre” y la “madre-patria” se pegotearon por aquellos tiempos remotos hasta transformarse en un lugar común. Los escritores, que a lo largo de los siglos siguientes tuvieron numerosos problemas para “permanecer” en sus patrias cuando su insolencia con el poder los llevaba al exilio, contribuyeron a soldar aún más esta romántica idea. Hasta que un troupe de insolentes maestros de las palabras en el siglo XX se animaron a poner a las viejas ideas contra las cuerdas. Los efectos de esa revuelta silenciosa reverberan aún de forma solapada en pleno siglo XXI. Detrás de una polémica que parece, sólo en apariencia, estar circunscripta al mundillo literario, se libra la batalla por la definición contemporánea de la “identidad”. Ni más ni menos.

Identificar la lengua con la madre no fue un invento romántico. Ya en la Odisea, Ulises se lame las heridas del exilio recuperando a su tierra en el lenguaje. La nostalgia es un plato frio que se mastica en soledad mientras se escribe. Y hasta finales del siglo XIX era difícil encontrar un autor que renegara de su propia lengua de forma voluntaria. Y mucho menos aún que lo hiciera con éxito. Hasta que llegó al mundo don Józef Teodor Konrad Korzeniowski, más conocido por el común de los mortales por su nombre en inglés: Joseph Conrad.

Nacido en 1857 en el antiguo Imperio Ruso en el seno de una familia de la baja nobleza lituano-polaca, Conrad va a protagonizar el primer experimento a gran escala de lo que significa abandonar la propia lengua hasta el extremo de terminar escribiendo la mayor parte de sus novelas en un inglés tan perfecto que hoy los ingleses lo consideran “un escritor inglés”… ¡de origen polaco!

Trotamundos empedernido desde su temprana juventud, Konrad-Conrad fue desde su nacimiento un producto anticipado de los desplazamientos identitarios que habrían de sacudir el siglo XX en Europa central. Poco significaba la lengua polaca para un hombre nacido en territorio de la actual Ucrania, con su familia subordinada a la nobleza rusa y con un padre admirador (y traductor, por si fuera poco) de Shakespeare. Bastó que lo quisieran reclutar los rusos para la guerra para que Józef-Joseph se tomara el buque para no regresar a su tierra natal nunca más. Lo que otros escritores vivían hasta ese entonces como destierro o exilio involuntario, en Conrad es experiencia pura de aventura. Lo que aún despierta admiración de su caso es hasta qué punto su capacidad mimética lo llevó a adquirir no sólo una lengua ajena, sino a transformarse en uno de los mayores exponentes literarios en esa lengua. Cuando murió, en Inglaterra, en agosto de 1924 los viejos mitos románticos de “lengua” y “patria” estaban a punto de comenzar a resquebrajarse.

Tuvieron que llegar dos escritores totalmente disímiles entre sí, tanto por su procedencia como por sus procedimientos, para que la excepcionalidad de Conrad pasara a transformarse en un desafío abierto a un modo de entender la literatura y el mundo. El primero de ellos es Oscar Wilde. Nacido en Dublín en 1854, su momento de esplendor coincide por mera circunstancia con el de Conrad. Sólo que el desplazamiento que habrá de realizar Wilde poco tiene que ver con el ansia aventurera o el espíritu cosmopolita del polaco. El autor de El retrato de Dorian Gray dejará a un lado su lengua madre para escribir en francés porque “detesta”, literalmente, la rigidez de la Inglaterra victoriana que no puede disociar del lenguaje. En su país lo meten en prisión y no le perdonan su homosexualidad. Y la venganza de Wilde es la más sutil e impensada: como no puede mudarse de patria se desplaza a otra lengua, al otro lado del Canal. Una lengua casi enemiga, en las antípodas de la suya.

Pero recién en el siglo XX aparecerá el amo y señor de los juegos del lenguaje. Nacido en Rusia en 1899, hijo de una familia rica y aristocrática de San Petersburgo, Vladimir Nabokov es, antes que nada, un exiliado en términos clásicos. Su familia escapa de la Revolución bolchevique en 1919, se instalan en Alemania – donde su padre será asesinado por exiliados monárquicos – y él termina cursando estudios en la Universidad de Cambridge, donde comenzará su extraordinaria aventura intelectual.

Sus primeros textos los escribe en ruso, pero luego se traslada a París y comienza a narrar en francés. Hasta que en 1940 recala en Estados Unidos, huyendo de la guerra en Europa y comienza a escribir en inglés, la lengua en la creará sus mejores obras. Pero no es este el detalle que vuelve “rara” la producción intelectual de Nabokov. De hecho, cuando lo comparaban con Conrad enfurecía. Porque el “noble” ruso en realidad no se ha mudado nunca de una lengua a la otra, sino que va y viene entre los tres idiomas que maneja de manera tan perfecta, una y otra vez.

Estando en París traduce sus propias obras escrita en ruso al francés y luego lo hará también al inglés. Y cuando escribe en francés se autotraduce luego al ruso y también al inglés. Y cuando se vuelva célebre, a mitad del siglo XX y el inglés sea “casi” su lengua central, seguirá traduciéndose a si mismo tanto al francés como al ruso. Hasta tal punto llega su obsesión que hay quienes afirman que la versión de Lolita, su novela más famosa, traducida por él mismo del inglés al ruso es una obra maestra superior a la original.

“No sería para nada excéntrico” afirma George Steiner, uno de los primeros en resaltar la importancia de estos ritos de pasaje en el maestro ruso “leer la mayor parte de la obra de Nabokov como si se tratase de una meditación – lírica, irónica, técnica, paródica – acerca de la naturaleza del lenguaje humano, de la coexistencia enigmática de diferentes versiones del mundo generadas lingüísticamente, y de una corriente profunda que está en la base de una multitud de lenguas diversas y que en determinado momento se une oscuramente en ellas.” No hace falta aclarar hasta qué punto ha quedado dinamitado el viejo mito romántico…

Casi al mismo tiempo que se desarrolla la aventura nabokoviana, aparece en escena otro maestro de los juegos de desplazamiento: Samuel Beckett. Nacido en Irlanda en 1906, destaca como estudiante de inglés, italiano y francés durante su adolescencia (lee a Dante en idioma original y también a Racine). A mediados de los años veinte se traslada a París donde se integra al círculo íntimo de su admirado James Joyce, con quien tendrá una relación intensa afectiva e intelectualmente. En la capital francesa Beckett comienza a escribir en la lengua de su país de acogida. En ese idioma escribe sus mejores obras. Sobre todo, sus novelas Molloy (1951), Malone muere (1952) y El innombrable (1953), en las que realiza un experimento formal extraordinario: explorar hasta qué punto el lenguaje puede registrar la desintegración de la identidad. Cuando le preguntan por qué eligió escribir estas obras en francés, su respuesta fue categórica: “porque en francés es más fácil escribir sin estilo”.

La decisión de Beckett, como es obvio, no se parece en nada a la de sus predecesores. Al irlandés le “da miedo la lengua inglesa porque en ella no se puede evitar escribir poesía”, afirma en una carta a Richard Cole en 1964 y su decisión de crear en francés tiene mucho que ver con su movimiento de huida del fantasma de Joyce. El autor del Ulises había llevado al paroxismo la exploración del inglés. Y Beckett sentía que jamás iba a poder superar a su maestro. Por lo cual decide “empobrecer” de manera deliberada su lenguaje y para eso tenía que alejarse de la lengua materna porque “siempre lleva el peso del automatismo: es necesario el extrañamiento de la lengua para lograr esa simplificación máxima”.

Para comprender hasta qué punto llevó Beckett esta decisión estética al extremo, hay que observar la última operación magistral que realiza sobre sus textos, cuando traduce él mismo sus obras del francés al inglés. Esas traducciones tienen un elemento en común que no pasaron desapercibidas a los estudiosos de estos misterios: hay una enorme distancia, en algunos tramos, entre el texto original y su versión inglesa. La razón: Beckett comprende que las cosas no se pueden decir del mismo modo en una lengua que en otra, por lo cual adapta los discursos de sus personajes para que se mantenga “el sentido” por encima de la literalidad.

Es difícil imaginar una manera más lúcida y lúdica de dinamitar las antiguas concepciones sobre la “identidad” y la “lengua madre” que habían forjado la concepción del mundo desde el romanticismo hasta la fecha, al menos en el lado Occidental de la vida. En apenas cuatro vueltas de tuercas literarias el siglo XX había borrado de un plumazo a las “madres” y a las “patrias” pero venir a demostrar que hay algo más allá de estas falsas fronteras. Algo mágico, misterioso, huidizo y fantasmal, que se llama “lenguaje” y que forma parte de nuestra identidad común como seres humanos. Así, a secas.