Falleció hace unos días. Cortázar le dedicó el título de un libro de cuentos, la recordamos entre otras cosas por Mujeres enamoradas o Un toque de distinción, más dos Oscars. En Argentina sabemos poco de su trayectoria como militante laborista. Este recuerdo es de un biógrafo y político amigo.

Hice eso tan extraño, cuando conocí a Glenda Jackson, de fingir que no me importaba. Sí, había visto Women in Love [Mujeres enamoradas, 1969] una docena de veces (mi excusa es que era nuestro texto en inglés). La había visto retorcerse desnuda en el suelo de un vagón de tren en The Music Lovers [La pasión de vivir, 1971] y me había reído como medio país con su baile en la arena con  Morecambe and Wise [célebres cómicos de la televisión británica en los años 60]. Incluso la había visto interpretar a Cleopatra en una terrible producción en Stratford. Pero no iba a dejar que nada de eso me interesara lo más mínimo. Porque Glenda era la candidata laborista por Hampstead y Highgate -un escaño clave en las siguientes elecciones generales- y yo era agente electoral de Frank Dobson en el escaño de al lado. Así que hablábamos de cuadrillas de reparación de carreteras y de la estrategia de campaña, y no de su amistad con Bette Davis.

Y además, Glenda apestaba a que no le importaban cosas como la fama, la jerarquía o la autoridad. En lo que ella creía era en el trabajo. El trabajo duro. El trabajo que hacía las cosas. Trabajo que limpiaba los desbarajustes (o para el caso, ponían en orden los apartamentos). El maquillaje y los vestidos elegantes sólo servían para disfrazarse. También le preocupaba la injusticia. Detestaba lo que Margaret Thatcher había hecho con el país, se desesperaba ante la pobreza en África, odiaba las violaciones de los derechos humanos en su país o en el exterior, y despreciaba totalmente la guerra de Irak.

2000 tarjetas de Navidad

Glenda Jackson a los 81. Falleció el 16 de junio pasado a los 87.

No le gustaban los halagos y tampoco le gustaba prodigarlos. Cuando los miembros del partido local empezaron a refunfuñar, Sally, la hija de Frank, y yo le sugerimos que les enviara una tarjeta de Navidad. “Pero es que yo no creo en las tarjetas navideñas”, afirmó. En su lugar, escribió mensajes personales a mano en más de 2.000 tarjetas “Glenda Jackson”. Le llevó días. Las ensobramos, les pusimos las direcciones y las dejamos toda la noche en la oficina, pero al día siguiente descubrimos que se había inundado el baño de arriba. Se habían estropeado todas. No nos atrevimos a decírselo. Meses después nos dijo: “Os dije que esas tarjetas eran una pérdida de tiempo. Nadie las ha mencionado, literalmente”.

Podía ser dura. En un momento de la campaña tuvimos una discusión sobre la agresividad con la que atacar al candidato “tory”, Oliver Letwin, que se había jactado tontamente en alguna parte de haber “inventado” el impuesto de capitación [“poll tax”]. Se redactó un folleto en el que se le echaba toda la culpa. No recuerdo quién pensó que era demasiado duro, pero Glenda estaba totalmente a favor de luchar contra los conservadores. Se merecían todo lo que se les viniera encima.

Le he oído a alguna gente decir que Glenda era del “viejo laborismo”. Eso no es del todo cierto. Estaba orgullosa de su educación obrera en Birkenhead, West Kirby y Hoylake. Fue eso lo que le dio una sólida ética del trabajo. Tuvo que luchar mucho cuando empezó en el teatro y sabía que la pobreza era un azote, no un mal necesario. Pero también sabía que los laboristas no podían permitirse sentimentalismos baratos. Quedó destrozada cuando ganó ella en Hampstead en el 92, pero los laboristas perdieron en el conjunto del país. El poder merecía los compromisos.

Otras dos cosas inspiraron su particular forma de hacer política. Me dijo (cuando estaba escribiendo su biografía) que le habían pegado todos los hombres con los que había estado. No es de extrañar que sintiera pasión por los derechos de la mujer. Y cuando visité a Walter Matthau, su coprotagonista en la comedia médica House Calls [Alegrías de un viudo, 1978], me dijo que ella creía fervientemente en la “medicina socializada” (es decir, en el National Health Service), pues le había salvado la vida y creía que la salud no debería ser nunca una mercancía, sino un derecho universal.

FUENTE: The Guardian, a través de sin permiso.info. Traducción: Lucas Antón.