A fines de 2004, en el marco de unas jornadas en torno a su obra organizadas por el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA), Juan José Saer mantuvo un diálogo público con Guillermo Saavedra. A continuación, reproducimos esa charla, en la que el escritor repasó su trayectoria y expuso sus ideas sobre la literatura con la lucidez e ironía que le eran propias.(Foto de apertura: Rafael Calviño).

Palabras preliminares

Juan José Saer es, sin duda y desde hace ya muchos años, una figura central de la literatura en lengua española. Su rica producción no conoce límites, más allá de algunos malentendidos iniciales de quienes creyeron encontrar en él a un nuevo escritor regionalista porque buena parte de sus narraciones transcurre en ciertos lugares del litoral argentino. 

Su obra tiene ambiciones de muy alto vuelo, desde el punto de vista estético, ideológico e incluso filosófico, que la ubican al margen de las modas y los ritos de la época, en una suerte de banquina literaria por la que ha transitado en soledad durante muchos años. Esa insularidad fue acentuada por la partida de Juan José Saer a Francia hacia fines de la década del ‘60, lo que le impidió participar de las conversaciones del campo intelectual argentino. Por eso, hasta no hace muchos años, su producción circulaba casi secretamente entre un grupo de iniciados; y resulta admirable el efecto de amplificación que, desde entonces y hasta hoy, su obra ha conseguido por mérito propio, de manera asordinada y sin alardes.

Si hubiese que caracterizar esta obra con una sola frase, me atrevería a decir –a riesgo de simplificarla mucho– que se trata de una forma altamente radicalizada del realismo. Me refiero a esa forma de realismo que le gustaba postular al gran poeta y ensayista francés Yves Bonnefoy: un realismo que complique en lugar de resolver.

En una lenta, sistemática, rigurosa búsqueda de esa complicación, la obra de Saer ha configurado un territorio en el cual la incertidumbre está siempre en el centro de la escena. Ese territorio es, ante todo, el ancho espacio de la narración, pero también el más acotado de la poesía, que Saer practicó no como la prerrogativa subsidiaria o el pasatiempo de un narrador sino con el mismo rigor y la misma ambición que alienta en su narrativa, de la cual es complementaria.

Además, habría que considerar su prolongada labor docente y sus intervenciones públicas, siempre sin eufemismos, en los medios de comunicación. Y, en el revés de todo ello, una obra ensayística que no fue escrita desde los protocolos de la teoría o la posición de un crítico académico, sino casi como el cuaderno de viaje de un narrador que lee a sus pares del pasado y del presente e interviene en conflictos del ámbito de la cultura, el pensamiento y la vida contemporánea. En sus ensayos, Saer siempre parte de cuestiones que atañen a terceros, pero termina por llevar agua para su propio molino narrador; no por mezquindad, sino porque no puede dejar de concebir desde ese sitio diversos modos de interrogar la opacidad del mundo, que se resiste a ser dicha y se obstina en permanecer inexplicada. Con plena conciencia de esa dificultad, Saer ha tenido y tiene la valentía de seguir interpelándola con una obra formidable.

Voy a proponer a Saer un recorrido por su obra desde lo más elemental, porque me parece que son las preguntas más sencillas las que les permitirán a ustedes tomar nota de la clase de escritor que está hoy con nosotros.

 

–¿Cómo fue tu primera aproximación a la literatura? ¿Qué te atraía como lector y qué te llevó a escribir?

–Siempre quise ser escritor. Nunca quise ser otra cosa. Hubo un período en que tuve ganas de hacer cine, de prolongar la experiencia narrativa. Pero eso fue hace mucho tiempo, alrededor de 1960. Cuando entré en el Instituto de Cine de la Universidad del Litoral como profesor, esas ganas ya se me habían pasado, porque me pareció que el cine era un arte demasiado complejo, una maquinaria demasiado pesada para mí. Cuando yo veía a los alumnos del Instituto que, para filmar el sol, tenían que levantarse a las cuatro de la mañana, me dije que eso no era para mí. Estuve en varias filmaciones, pero me resultaba imposible el trabajo en equipo.

Por lo general, no muestro a nadie las cosas que escribo. Al principio, sí. Cuando éramos jóvenes, nos mostrábamos las cosas; intercambiábamos nuestros poemas, nuestros cuentos, nos los leíamos en voz alta. Pero poco a poco empecé a entrar en una especie de solipsismo literario, que se agravó mucho cuando me fui a Francia, donde no conocía a nadie. Estaba inmerso en otro idioma, totalmente solo, sin nadie a quien leerle. Tampoco tenía ganas de leerle a nadie, y ni siquiera tenía editor. Estaba en un momento de incertidumbre respecto del posible valor de mi trabajo. Al mismo tiempo, nunca le mandé un libro mío a un crítico, a una revista o a un suplemento literario. Yo quería que el reconocimiento viniese espontáneamente desde el exterior. Y cualquier signo de reconocimiento, por pequeño que fuera, me permitía seguir trabajando.

 

Volviendo a esa escena inicial, ¿cómo y cuáles fueron tus primeras lecturas?

–Empecé a escribir prácticamente desde niño. Escribía y leía novelas en forma de historieta. Me acuerdo de una revista que se llamaba Aventuras y que todas las semanas publicaba una novela policial, generalmente del siglo xix –El sabueso de los Baskerville, El fiacre número trece y otras novelas de misterio–, en forma de historieta. Esas fueron mis primeras lecturas. Poco a poco, empecé a leer libros. Y, sobre todo, empecé a leer y a escribir, a partir de los doce, muchísima poesía; llenaba cuadernos… Empecé a escribir narrativa relativamente tarde, a los dieciséis o diecisiete años, pero sin demasiado interés. Fue la lectura de dos o tres autores la que desencadenó inmediatamente una especie de furor narrativo, por decir así. Entonces empecé a escribir novelas; escribía cuarenta o cincuenta páginas en tres o cuatro días… Junté pilas de cuentos que después, por supuesto, fui destruyendo.

 

¿Cuáles fueron esos dos o tres autores?

–Particularmente, extranjeros: italianos, anglosajones, franceses… Cada lectura era un sacudimiento. Por ejemplo, cuando leí la primera frase de En busca del tiempo perdido, en la traducción de Pedro Salinas –“Mucho tiempo he estado acostándome temprano”, para mí fue un choque. No sé bien por qué, ya que en cierto sentido es una frase banal. También: “Hondo es el pozo del pasado”, de la tetralogía de Thomas Mann. Para no hablar de la conmoción que me produjo el primer libro de Faulkner que leí, Mientras agonizo. Lo leí de una sentada un sábado por la tarde; después de esa lectura, yo era otra persona… También, el Ulises de Joyce. Por esa misma época, o antes incluso, leí también a algunos autores que me gustaban mucho, pero de un modo un poco vergonzante, porque no eran considerados, en ese entonces, grandes escritores. Por ejemplo, Raymond Chandler, a quien leí en colecciones populares de policiales como Rastros o Pistas. Creo haber sido la primera persona que escribió sobre Chandler en la Argentina –escribí sobre El largo adiós en 1963–, y si digo esto no es para dármelas de pionero, sino simplemente para decir cuáles fueron esas lecturas que desencadenaron en mí esa especie de furor narrativo que me hizo escribir cuentos, cuentos y novelas que no terminaba. Cada autor nuevo que leía era una fuente de inspiración, y trataba de escribir como él. Después, cuando escribí el primer cuento de En la zona, en 1957, quemé todos los cuentos anteriores.

 

¿Qué te pareció encontrar de distinto y mejor en ese cuento?

–No sé qué encontré, porque hay algunas cosas de En la zona que me parecen rescatables, pero otras no. A tal punto que, cuando publiqué algunas de mis narraciones en el Centro Editor de América Latina, sólo puse dos o tres cuentos de En la zona. Después de Unidad de lugar, sentí que empezaba otro período. Con Cicatrices empieza otro, hasta Glosa… Y, después, aparece El entenado y empieza otra etapa, y así sucesivamente. No sé hasta cuándo…

 

Por mucho tiempo, seguramente… Con respecto a esas etapas, ¿qué clase de inflexiones se producían, si no en los resultados, por lo menos en tus expectativas o en tus necesidades como escritor?

Bueno, eso lo puedo decir ahora, retrospectivamente…

 

Desde luego. Como solés decir, las poéticas sólo pueden formularse a posteriori…

–Creo que, en relación con la evolución de la obra, lo que define la carrera de un escritor, o de cualquier artista, es una especie de autoconciencia. A veces, esa autoconciencia se detiene, se cierra, se oscurece. Hay autores que, a partir de cierto momento, empiezan a imitarse –nadie está a salvo de eso–, incluso a involucionar. Y hay otros que tienen la suerte de morir jóvenes y hacen todo hasta el final con el mismo impulso. En ambos casos, esa autoconciencia existe, y es ahí donde el trabajo literario se vuelve realmente apasionante. Ayer, justamente, una persona que me hizo una entrevista para La Nación me preguntó si lo mío era una vocación o un destino. Me parece que la vocación es la parte voluntaria, incluso voluntarista, del trabajo, todo lo que se hace conscientemente. Y el destino es eso que se nos impone, el hecho de querer ser escritor. Me he preguntado muchas veces por qué quería ser escritor, y las respuestas nunca han sido del todo satisfactorias. Otro enigma es por qué, si uno es escritor, elige la poesía, por qué escribe poemas. Y, además, por qué uno escribe de determinada manera, por qué tiene cierto estilo.

 

–En tu obra, hay una serie de constantes espaciales, geográficas, entendiendo la palabra “geográfica” no en un sentido determinista, sino casi metafóricamente. Se reiteran, desde los títulos mismos, palabras como “lugar” o “zona”, que hablan de afincamientos en un territorio que es ese paisaje a veces explícitamente mencionado y otras insinuado del litoral, de Santa Fe y sus alrededores. Incluso te las has arreglado muy bien para que hasta una novela como El entenado transcurra ahí, forzando un poco …

Sí, claro… ¿Forzando qué?

 

Los hechos históricos.

Ah, pero es que no es una novela histórica.

 

No es que yo crea que lo sea.

No, ya sé.

 

Al mismo tiempo, en muchos de tus cuentos y novelas, y también en poemas, hay unas dramatis personae, una suerte de elenco más o menos estable que tus lectores ya conocen. Tomatis, Leto, Barco… ¿Cómo se llega a constituir esta especie de mundo saereano, que además tiene una temperatura reconocible, una morosidad, un tono que se va modificando y unos rasgos básicos que se mantienen?

Eso se va construyendo, en parte, desde esa autoconciencia de la que recién hablaba. Me gusta la expresión “elenco estable”… Me gusta esa comparación porque, en un elenco estable, los actores no interpretan siempre los mismos roles y no siempre tienen el rol principal. En un elenco estable, el que interpretó Hamlet una vez puede interpretar un guardia en otra ocasión, y ese es el criterio con el que fui concibiendo la intervención de los personajes en mis libros: un personaje podía ser protagonista en una novela y después aparecer como personaje secundario en otra. Eso crea una especie de movilidad, una sensación de espesor. También es necesario que cada una de esas piezas sea única y que, al mismo tiempo, forme parte del conjunto. Todas esas cosas forman parte de la autoconciencia y del trabajo racional de construcción narrativa.

Por otro lado, está el aspecto estilístico, y los temas, que muchas veces se me imponen contra mi voluntad. Con el cuento “A medio borrar”, que escribí en Francia, pasó lo siguiente: cuando volví a la Argentina años después de haberlo escrito e incluso publicado, encontré, entre los papeles que mi hermana había podido salvar de una inundación y de otros cataclismos, un cuaderno y una carpeta; abrí la carpeta y descubrí que ese cuento, “A medio borrar”, ya lo había escrito antes. Y me había olvidado por completo de que lo había escrito. Estaba inconcluso, pero era la misma historia… Esa insistencia de un tema me resulta misteriosa. Otro caso es el de La pesquisa. Desde hacía  tiempo, tenía muchas ganas de escribir una novela policial. Se me ocurrió la idea de la novela, pero entonces tuve como un prurito moral respecto de mi propia estética. Me decía: “¿Cómo voy a escribir una novela así, con todos estos asesinatos?”. Entonces pensé que la manera de hacerlo era con una historia inventada y contada por otro, y que pudiese no ser verdadera, como se infiere dos o tres veces en el relato. Pero seguía teniendo cierto prurito de escribir una novela con ese tema. Hasta que un día me di cuenta: “¡Pero si yo ya escribí una novela así: es Nadie nada nunca!”. En vez de ser ancianas, como en La pesquisa, las víctimas son caballos. Pero el tema ya estaba… Darme cuenta de eso me decidió inmediatamente: había una insistencia temática que se imponía por sí misma, y parecía ser la legitimación de mi trabajo.

 

Entre muchas otras recurrencias y constantes de tu obra, hay una que alguna vez me permití llamar “el arte de narrar la incertidumbre”, es decir, la reiterada incapacidad de los narradores y personajes de tus libros de dar cuenta de manera unívoca de la realidad que los envuelve y que queda plasmada en el texto. Tal es el caso de La pesquisa; y también el de Nadie nada nunca. Y, con un enigma menos policial, el de Glosa, en donde nunca se termina de saber exactamente quién dijo qué, porque los dos personajes hablan de una fiesta a la que ninguno de los dos fue, como en…

–…sí, la estructura de Glosa es la estructura de El banquete de Platón. En realidad, es una relectura de El banquete de Platón. Yo lo había leído cuando todavía vivía en Santa Fe. Años más tarde, en Rennes –donde estaba solo, porque me acababa de divorciar–, vivía enfrente de la biblioteca; sacaba pilas de libros y los ponía al lado de mi cama y en el escritorio. Una noche, mientras estaba en cama con gripe, me puse a leer las obras de Platón en la edición de la Pléiade, en tres volúmenes. Y tuve tal conmoción con esa lectura que hasta se me curó la gripe (no es una metáfora, ¿eh?, yo creo que la lectura puede curar). Al día siguiente, tenía una estructura narrativa en mi cabeza. En El banquete, hay dos personajes que se encuentran camino a Atenas, y uno le dice al otro: “¿Qué pasó en el banquete de Agatón, donde fue Sócrates?”. “Yo no estuve”, le contesta el otro, “pero Fulano de tal, que estuvo, me dijo tal cosa”. Me pareció una estructura extraordinaria, la estructura que yo estaba soñando encontrar. Ahora, El banquete gira en torno a una pregunta sobre una cosa sublime, extraordinaria, que es el amor. Entonces, me dije: “Tengo que buscar algo más banal”. Se me ocurrió lo del mosquito, la cosa más banal que puede haber, sobre todo en Santa Fe, y la idea de un relato con dos personajes que refieren algo que les han contado, uno de los cuales pasa por ser un mentiroso al que le gusta agrandar las cosas, mandarse un poco la parte. Todo eso fue llevando a un sistema de incertidumbre, que es un modo de atenuar el autoritarismo. Es decir, todos tenemos tendencia a ser autoritarios, nadie es democrático por gusto, todos lo somos por obligación. Pero, cuando soy consciente de eso, trato de no hacerlo. Los peores discursos autoritarios son aquellos que pretenden tener una verdad, o representar una virtud, etcétera. Los relatos que quieren demostrar que algo es verdadero, en realidad le están diciendo al lector lo que tiene que pensar. Y a mí me parece que nuestra percepción del mundo es mucho más vaga, mucho menos precisa, mucho menos determinada o determinante, y que flotamos de la mañana a la noche en una serie de situaciones inacabadas, confusas, apenas vislumbradas. De tanto en tanto, tenemos alguna iluminación que nos da una certidumbre, pero esa certidumbre no tiene valor práctico, es incomunicable y fugitiva. En Glosa, en un determinado momento, uno de los dos personajes está cruzando la calle y el otro lo ve venir. En ese instante, dos autos se cruzan y se crea una especie de síntesis, una armonía de movimiento, y eso es una certidumbre, un estado de armonía universal en el personaje que lo está observando. Pero es intransferible, y ni siquiera se lo comenta al otro. Por supuesto, después hay elecciones morales, sociales, o políticas que tienen que ser claras y netas. Por ejemplo, las afirmaciones de una buena Constitución. Creo que la Constitución argentina es una buena Constitución. No sé si vale la pena cambiarla por ahora, hay otras cosas que habría que cambiar antes que la Constitución. Los artículos de una Constitución definen hechos, posibilidades, obligaciones, derechos, pero son abstracciones. Es decir, en la realidad de todos los días, en la realidad de nuestra carne y de nuestra travesía por el tiempo, las cosas son siempre menos definidas que aquellas que las leyes presentan. Leyes que son necesarias y tienen que ser lo más justas posibles si pretenden, digamos, fijar la incertidumbre… No sé, la frase quedó un poco… (se escuchan rumores del público). Terminamos con total incertidumbre, y el público termina la frase. Por eso, en mi próximo libro sólo voy a escribir las tres o cuatro primeras frases y el público terminará la novela según sus preferencias. Claro, mi editor tendrá que pagar sin cobrar porque es una novela novedosa…

 

Pero los lectores van a cobrar parte de tus derechos…

Naturalmente, al editor.

 

Será un libro democrático. La convicción –muy propia de la modernidad y sobre todo del siglo xx– de que no hay una verdad unívoca y de que la incertidumbre es como la temperatura de nuestro estar en el mundo parece imponernos la imposibilidad de narrar lo real. Tu literatura, sin embargo, no se resigna a no hablar de lo real.

–No, claro. Quiero aclarar una cosa: el decir que no hay una verdad unívoca no significa que yo sea relativista. El relativismo me parece la peor de las soluciones, es la política del avestruz. Hay gente que piensa que, si no se es relativista, se es autoritario, pero yo creo que eso es totalmente falso. Tomemos, por ejemplo, el caso de Freud. Él no era nada relativista, pero tampoco era autoritario. El mundo que nos pinta no es evidentemente el mundo acabado y reducido a conceptos que encajan muy bien unos en otros. Otro ejemplo es el de Kafka, un escritor al que admiro profundamente y que fue, además, un personaje extraordinario.

 

¿Cómo es tu proceso de trabajo? ¿Sabés que eso que está azuzándote como una necesidad de escritura se va a transformar en un cuento, una novela, un ensayo, o un poema?

–Sí, cuando empiezo a escribir una novela, por ejemplo, ya sé que es una novela, un relato más o menos largo…

 

¿Qué es lo primero que aparece, una idea?

–Sí, sobre todo una estructura. Suelo tener más dificultades en saber cómo empieza una novela que en saber cómo termina. Siempre tengo el final de una novela antes de empezarla. La mayor parte de las veces, he cambiado el principio de mis libros; incluso, cuando ya estaban en pruebas de imprenta, como en el caso de Cicatrices. Pero, cuando tengo un final hacia el que voy, todo empieza a converger hacia él y se va ordenando en relación con ese final.

 

¿Qué quiere decir “tener un final” en tu caso? ¿Tener una frase final, un desenlace de la trama, una imagen final…?

–Una imagen final, que va transformándose poco a poco en un texto final.

 

¿Esa imagen es visual?

–Puede ser una imagen visual, sí, o una situación. Por ejemplo, ya sé cómo va a terminar la novela que estoy escribiendo ahora… No se los voy a decir, porque entonces no la van a comprar.

 

–Como en el chiste de la novela policial escrita al revés, en la que se sabe de entrada quién es el asesino pero se ignora hasta el final quién es el muerto.

–Claro. Acabo de leer una excelente novela policial, que creo que fue la primera que Borges publicó en El Séptimo Círculo; se llama El caso de los bombones envenenados. Trata de un grupo que forma un club del crimen y cada uno de sus integrantes da una solución a un crimen que ha ocurrido. Todas las soluciones resultan ser perfectamente lógicas, pero algunas son de lo más absurdas. Por ejemplo, un autor de novelas policiales empieza a describir al asesino, su psicología, sus móviles… hasta que finalmente dice: “Bueno, el asesino soy yo”, porque todo lo que había descripto se correspondía con él mismo. En total, hay ocho soluciones diferentes, pero ninguna es ni más ni menos verídica que las otras. Yo, por ejemplo, cuando empecé a leerla dije: “Ah, ya sé cómo es esto, el asesino es Fulano de tal”. Pero ésa era sólo la cuarta solución; quedaban otras cuatro más que venían después. Todas las soluciones son lógicamente aceptables, pero ninguna es definitiva. Es una novela excelente…

 

–Parece tener la estructura de “En el bosque”, el cuento de Akutagawa.

–Exactamente, hay algo de eso, aunque no totalmente. Y, además, es muy agradable de leer. Pero, nos estamos yendo por las ramas…

 

Mientras sean floridas… Estábamos en que, a la hora de escribir, podés tener un final sin tener un comienzo. ¿Cuándo te aparecen los títulos, que suelen ser de una enorme precisión?

Pueden estar desde el principio, en algunos casos. Siempre tengo dos o tres, pero en general, al promediar la novela, queda uno. El título de Las nubes, por ejemplo, lo cambié varias veces. Primero tuvo un título provisorio. Después encontré otro que me gustaba mucho, pero lo tuve que cambiar porque un amigo acababa de publicar una novela con el mismo título. A veces, tengo títulos y no tengo novelas. Esta novela que estoy escribiendo ahora se llama La grande. El título alude al tamaño de la novela.

 

También evoca el premio mayor de la lotería.

–También el juego, evidentemente, un premio de la lotería. Pero, como nunca pude sacar la grande, ahora tengo que escribirla yo mismo.

 

¿Tiene algo que ver con La mayor?

–Es un eco de La mayor, naturalmente. Del mismo modo que Lugar es un eco de Unidad de lugar, y Lo imborrable de “A medio borrar”. Siempre trato de mantener ciertas constantes, que son totalmente arbitrarias, por supuesto. Creo que, en todos los textos que leemos y admiramos, hay constantes arbitrarias de construcción. En todas mis novelas, por ejemplo, hay un personaje cuyo nombre empieza con “W”. ¿Por qué? No lo sé. Se me ocurrió, tenía que ser así. La “W” es una letra poco común, no hay muchos nombres que empiecen con esa letra. Ya me quedan pocos…

 

Hay muchos nombres uruguayos que empiezan con “W”: Walter, Washington, Wilson…

–Claro, con los uruguayos no habría problemas, pero sería una concesión al realismo costumbrista. También hay toda una serie de personajes en mis libros que tienen un nombre en dos sílabas con asonancia; empiezan con “B” y tienen la asonancia en “a” y en “o”: Barco, Brando…, el de ahora se llama Brando.

 

Bianco…

–Bianco, Bravo. Hay uno, Waldo, que junta ambos criterios: empieza con “W” y tiene la asonancia en “a” y en “o”… Del mismo modo, solía incluir un poema en prácticamente todos mis libros. Tenía uno para Las nubes, unas estrofas que había compuesto el personaje de la monjita, unas estrofas místicas un poco…

 

¿…cachuzas?

–Un poco sospechosas, como todas las poesías místicas, ¿no? Con alusiones a cosas que, si no se aclarara que son místicas, terminaríamos todos presos. Bueno, todas esas cuestiones no son caprichos, son como marcas, signos que se agregan al cuadro y que ayudan a definir la individualidad.

 

Me hace pensar en lo que el historiador Carlo Ginzburg describe en uno de sus textos como “paradigma indiciario”: para descubrir si un cuadro es o no una falsificación, no hay que fijarse en los rasgos gruesos del estilo del pintor presuntamente falsificado, sino en sus mínimos detalles –cómo hace los lóbulos de las orejas, o el pliegue de una tela–, porque es a partir de esos rasgos secundarios que se afirma la personalidad de un artista.

–Seguramente. Además, muchos pintores ponen cosas para evitar las falsificaciones. Cosas que, irónicamente, los falsificadores conocen y que les son muy útiles desde el punto de vista práctico: les permite ganar tiempo.

 

De una manera un poco lateral, aludiste a la poesía dentro de tu obra. Hay un gesto irónico, que es el de ponerle como título a un libro de poemas El arte de narrar. ¿Qué se juega allí, más allá del supuesto chiste?

–No, no. No es un chiste.

 

Por eso te lo pregunto.

–En ese momento, parecía una paradoja. Pero, en realidad, lo de El arte de narrar se debe simplemente a que me empecé a interesar por la poesía narrativa de ciertos poetas. Por ejemplo, en la de Juan L. Ortiz, que es un gran lírico pero también un gran narrador; El Gualeguay, por ejemplo, es un gran relato, un relato en verso. La Divina Comedia también es, en cierto sentido, una novela en verso. Y el Martín Fierro. Todos son relatos en verso, formas narrativas que me interesan mucho.

 

Hace años, dijiste que tenías un proyecto más o menos utópico de escribir una novela en verso.

–Efectivamente. Pero ya no creo que pueda hacerlo. El limonero real lo empecé a escribir en verso; sólo escribí dos páginas y media, más o menos, pero después lo abandoné porque era evidentemente un trabajo lentísimo. Algunos lo pueden hacer; Hernández lo hizo en dos patadas, como quien dice; pero yo tendría que dedicarle toda mi vida, y tengo más ganas de diversificarme. Además, sería un trabajo demasiado metódico y de demasiado largo aliento, algo que no se correspondería mucho con mi temperamento porque, cuando estoy escribiendo algo, ya estoy pensando en lo siguiente que voy a escribir.

 

¿Cuánto tiempo transcurre desde que se te aparece la imagen final hasta llegar a ese comienzo que originalmente no está en la novela?

–Hay mucho tiempo de gestación, sin escribir o tomando notas, en algunos casos hasta quince años, o más. Por ejemplo, La ocasión la había empezado a escribir en 1960, la abandoné; la seguí en 1967, la abandoné otra vez; después la retomé a mediados de los años ‘70; y finalmente pasaron… ¡veintisiete años!… hasta que pude escribirla.

 

Fue publicada a fines de los ‘80…

–Claro, después la escribí de una sentada, en el ‘87. Durante veintisiete años intenté escribirla, hasta que de golpe se presentó la ocasión, por eso se llama así. En realidad, se llamaba La ocasión desde antes, pero ahí se afirmó el título.

 

Doblemente ocasional…

–Me llevó muchos años escribir El limonero real, pero Cicatrices la escribí rápidamente, si bien la venía pensando desde hacía mucho tiempo. Un amigo abogado me había mostrado el legajo de un crimen, un caso muy parecido. Era el crimen de un hombre que había matado a su mujer y se había suicidado. Me impresionó mucho, sobre todo ver las fotos forenses, y durante mucho tiempo me quedó la idea de escribir esta novela. Finalmente, la escribí de golpe, seis o siete años después de haber visto esas fotos.

 

Hay algo que se amasa dentro de uno y que cristaliza en un momento determinado.

–Creo que sí. En mi caso, escribir es como construir variaciones alrededor de dos o tres lugares, siempre los mismos. Esas variaciones son formales, y esa forma es la que da la ilusión de la novedad. Pero, en realidad, cuando uno empieza a buscar, a escarbar, se da cuenta de que siempre aparecen y desaparecen las mismas cosas. Es muy misterioso. Se han dado tantas interpretaciones de la obra de arte durante todo el siglo xx, sociológicas, economicistas, psicoanalíticas, estructuralistas, lingüísticas, filosóficas, y la cosa nunca se agota. Es que una obra de arte, y sobre todo una obra de arte narrativa, es un objeto más que un discurso. Un objeto como cualquier otro del mundo. Esta mesa es tan misteriosa como una novela. Si nos pusiéramos a explicarla, tendríamos que buscar causas y causas y más causas… y las causas de todas esas causas. Podríamos decir: “Es de madera”, pero la madera ya es un misterio, porque es un ser vivo. Entonces tendríamos que explicar el origen de la vida, y así sucesivamente. De igual manera, hay tantas interpretaciones del Quijote como lectores del Quijote. El Quijote tolera eso, porque el lector, además, siempre pone algo de sí mismo. Ahora, lo extraordinario es que eso sucede con algunos autores y no con otros. O, dicho de otro modo, hay buenos lectores para ciertos libros y no para otros. Es decir, hay una construcción común que requiere sin embargo que haya ciertos elementos que, como valencias, puedan entrar en juego. Eso es lo que me parece a mí, pero a lo mejor es exactamente lo contrario…

 

En la construcción de ese objeto personal que participa del mundo y que es modificado por tu tarea como escritor, ¿cómo es el trabajo de la corrección?

–Tengo dos maneras de corregir. Una es la corrección que podríamos llamar “en acción”, es decir, la que hago cuando estoy escribiendo. Y la otra es la corrección sobre un texto terminado. Cuando releo lo que escribí, siempre corrijo. Como escribo a mano, la primera corrección importante la hago en el momento en que paso a máquina, a la computadora. Y es así como sigo corrigiendo. Para corregir, necesito que las cosas estén sobre el papel, aunque tal vez ahora me esté habituando un poco al tratamiento del texto en la computadora porque, a fuerza de escribir artículos para los diarios –esos los escribo directamente en la computadora–, me doy cuenta de que también puedo corregir en pantalla.

 

¿Cuándo tenés la sensación de que llegaste a una versión “definitiva”?

–Cuando mando el libro al editor. Pero, incluso entonces, me pongo a pensar en cosas que tal vez no debían quedar así, que debí haber cambiado. A veces, me doy cuenta de haber cometido errores, errores que me atormentan, y trato por todos los medios de corregirlos, pero llega un momento en que ya no puedo corregir más.

 

Cuando ese material llega al punto de resistencia máxima.

Es algo que le pasa no sólo a los escritores sino también a cualquier persona que trabaja sobre un texto escrito: lo empieza a corregir y corregir, y siempre se le pasan errores –incluso errores enormes– que no ve.

 

Me permito volver sobre un lugar común de las entrevistas a escritores: ¿qué le puede ofrecer hoy la literatura a la comunidad? ¿Qué matices, qué formas puede agregar la obra literaria?

Creo que, primero, la lectura, el placer de la lectura. La experiencia estética. La experiencia estética es, en cierto sentido, redentora. Casi todos hemos tenido esa experiencia, y sabemos que nos produce una transformación interior, duradera o no, pero nos va modificando, nos va educando. Al mismo tiempo, creo que todos los hombres, sin excepción, tienen una visión del mundo, quieren interpretar el universo en el que viven y tienen teorías, sensaciones, emociones, interrogantes sobre ese universo. Entonces, a veces, la literatura nos pone –en forma un poco ligeramente sistematizada, idealizada, o estilizada– delante de esas interrogaciones. Por eso, algunos escritores les sirven más a unos que a otros. No todos tenemos los mismos escritores que nos sirven, que nos gustan, que nos ayudan. Yo, por ejemplo, en momentos difíciles, tengo necesidad de leer a ciertos escritores, y en otros momentos, a otros. Sabemos que de pronto tenemos nostalgia de ciertas lecturas porque nos ponen en contacto con aspectos del mundo que queremos reencontrar. O, tal vez, no queremos que se pierdan en el olvido y queremos reintegrarlos, por decir así, a nuestra sensibilidad, y a nuestro pensamiento, y a nuestra visión de las cosas. Creo que eso es lo fundamental de la literatura y del arte en general, que no son actividades productoras de objetos de consumo obligatorio. No hay que obligar a la gente a leer. Hay personas que quieren obligar a los niños a leer, o a estudiar música. Sí, claro, hay que hacer la tentativa para parecer modernos y buenos padres, pero después, si eso no les gusta, creo que no hay que obligarlos. Creo que se puede ser feliz sin leer. Lo creo francamente. Pero hay muchas cosas que se pierden, naturalmente. Todos hemos tenido experiencias de lectura extraordinarias. Entonces, ¿qué es lo que hace uno cuando tiene una experiencia de lectura extraordinaria? Quiere transmitírsela a alguien, le recomienda el libro a otro, se lo regala. Crea un vínculo social que me parece fundamental para que nuestra existencia sea más rica.

 

Muchas gracias por haber soportado…

–No, gracias a ustedes, que son los que soportaron.