Una lectura sorprendente de los sucesos de Francia y de dos hechos que le fueron contemporáneos: el fin de la primavera de Praga y la Revolución Cultural china. Una película que se pregunta por la relación entre la alegría y la felicidad con la historia y la política.

Nos acostumbramos a creer que estamos dentro de la historia armados de nuestras pequeñas historias. ¿No será al revés? ¿Qué solo puede haber historia porque están las pequeñas historias? Se podría preguntar, sea en un orden o el otro, dónde y cómo se intersectan esos dos universos. Y lo que se descubre –en realidad lo ha descubierto la literatura hace ya bastante tiempo- es que el punto donde todo empieza a vincularse son los sentimientos: la indignación, la pena, el resentimiento, el amor. Algo de eso aparece en No intenso agora, el documental del brasilero Joao Moreira Salles   que, centrándose en el Mayo francés y con excursos a la Revolución Cultural China y a la primavera de Praga, se pregunta por el paisaje sentimental de aquel año de 1968 en el que el mundo simulaba darse vuelta como una media. Para ello se vale de filmaciones amateurs, prescinde de grandes imágenes, todo transcurre a ras del suelo.

A partir de esa seguridad en la inminencia de la llegada de algo nuevo, Salles busca en el lugar menos esperado la forma de contar esa historia a dos puntas:  esas sensaciones que no suelen citarse cuando se habla de historia (y menos aún de la política) y que son un tanto inesperadas: la felicidad y la alegría. Claro, se trata de estados que no pueden evitar ser fugaces, momentáneos, la historia busca cosas más duraderas, no detiene su camino, después del tiempo solo hay tiempo, decía otro brasilero, Chico Buarque. En cambio, la alegría y la felicidad suceden cuando el tiempo parece dejar de fluir. Son, diría Joyce y reescribiría Benjamin valiéndose de Rimbaud, epifanías o iluminaciones. La alegría duradera se confunde con la tontería, se rebaja a un modo muy menor de la inteligencia, la felicidad eterna es demasiado mística para formar parte de este mundo. Cuando se extienden en el tiempo, la alegría y la felicidad dejan de ser interesantes.

Por otra parte, se postula que la historia tiene un destino, muchas veces un punto de llegada predeterminado, por las teorías que intentan explicarla y darle un sentido y una dinámica o por simple fatalidad, como que todo está destinado a significar y a significarse. Eso que algunos llaman utopía, cuyo cumplimiento detiene el tiempo. Cuando se llegue a la utopía se terminó todo, es como un fin de la historia feliz. Un happy ending. John Berger escribió en Confabulaciones, su último libro, que desconfiaba de la palabra utopía –en la que el punto de llegada está prefabricado e incluso funciona como modelo para dictaminar ortodoxias y heterodoxias. El nuevo tiempo se juzga de acuerdo a su cercanía o de su desvío del modelo de la utopía. Se puede decir que la utopía es una forma benévola o aparentemente bienintencionada del autoritarismo.

El Mayo francés –y sobre eso insiste y mucho la película de Salles- imaginaba futuros imposibles, allí la utopía era un juego. Nadie sabía (ni quería saber) a dónde se llegaría. Se muestra un interesante debate en la televisión francesa en el que Daniel Cohn-Bendit sostiene que en Marx no hay un modelo de socialismo y se hace el distraído cuando se le recuerda que sí se lo puede encontrar en Lenin. El alemán es una guía, ciega podría decirse, el ruso una luz a la que es mejor ignorar. Lo que estaba claro era que el mundo que rodeaba a las muchachas y muchachos que salieron a las calles de París hace cincuenta años no les gustaba en absoluto. Es más, les parecía abominable, una especie de pesadilla permanente de la que había que despertar imaginación mediante –aquello de la imaginación al poder. En  No intenso agora se cita con bastante detenimiento una de las frases del Mayo francés –debajo del pavimento está la playa. La película se inclina por la versión de que fue una frase imaginada por publicitarios en medio de un brain storming. Tal vez no sea tan importante, la publicidad también nos propone el sueño de un mundo mejor. Quizás los lenguajes revolucionarios se muevan todavía en un lenguaje publicitario arcaico. Casi tan arcaico como el del PC francés –y todos los demás PC del mundo- en aquellos tiempos. Al realismo socialista los chicos de mayo oponían una versión actualizada del surrealismo. En esa reimaginación del surrealismo está la alegría del Mayo francés.

Claro, todo muy divertido, que es lo que se rescata en estos días de la fiesta parisina. Pero ¿y después? Cuando la imaginación choca contra algo que solo en parte es la realidad y por otro lado la imposibilidad de seguir imaginando. Cuando la fiesta empieza a dar muestras de agotamiento. Cuando esa explosión de felicidad se queda vacía. Ahí Salles habla de suicidios y muertes repentinas de militantes de aquel mes memorable. La alegría no podía ser permanente, pero resultaba imposible para algunos seguir viviendo sin ella.

Pero 1968 no es, si de felicidades hablamos, un paisaje homogéneo. En la Praga invadida por el ejército soviético, se inmolaba prendiéndose fuego Jan Palach, un joven estudiante checo. Las imágenes de la multitud que acompaña sus restos por las calles de la ciudad son conmovedoras. La gente llora por alguien cuya existencia desconocía antes de su muerte. Tal vez estén llorando por una alegría perdida, por una promesa de felicidad que ha partido para siempre. Se saben y, lo que es peor, se reconocen débiles ante los tanques rusos. Así, como Palach, entendieron en ese momento que habían perdido la batalla y que todos habían quedado quemados. Lo del estudiante fue una muerte que se escribió más allá del lenguaje de la política, que no suele detenerse en los pesares y los gozos de la gente. Pero allí, en las calles de Praga, al lado del féretro de un desconocido, esos sentimientos fueron todo expresión.

En China, pasan otras cosas, hay otra política de la felicidad. La película presenta a la Revolución Cultural como un decreto de felicidad sin urgencia. En las imágenes filmadas por su madre, Salles lee una alegría que llegó para quedarse, lo que la vuelve un tanto inhumana. Por eso, a partir de una imagen que muestra a Mao escribiendo, se imagina que el líder chino piensa en un poema que hable del paso del tiempo, en el que la felicidad no sea un sueño eterno.

No intenso agora problematiza dos sentimientos que son, casi por definición, lo opuesto de lo problemático. Pero es un camino posible para pensar en aquello que se piensa poco y que de alguna manera fue puesto en escena por el Mayo francés: que vivimos y morimos en el lenguaje y que de ese lenguaje queda mucho por aprender. Que hay un futuro que no será nunca utópico, sino simplemente futuro. Frente a lo insoportable del presente, parece decir la película y también el Mayo francés (pese a que Salles no hace precisamente un panegírico de los hechos de París), la imaginación, la falta de resignación, la no renuncia a la alegría tal vez hagan que algo distinto suceda.

Muchas cosas cambiaron después de 1968, en el terreno de las costumbres, de las ideas, de los valores, que con esta oleada restauradora amenazan tener un retroceso.

Seguramente se pueden hacer muchas lecturas de la película de Salles que no es, pese a cierto tono melancólico de la voz en off que elude todo énfasis, un llamado a la resignación. Es, si se quiere, una lectura entristecida de la alegría y la felicidad, que no renuncia a ellas, aunque las siente a distancia. Se puede pensar No intenso agora como un debate sobre cómo decir la historia y la política, aunque tal vez sea excesivo adjudicar semejante pretensión a lo que es una reconstrucción de un tiempo en el que el realizador, un niño por entonces, creyó en la felicidad del mundo. Pero en las buenas películas, los espectadores no están obligados a ser fieles a lo que ven o lo que escuchan. Simplemente encuentran un hueco entre imágenes y palabras. De eso se trata la imaginación, aunque no esté en el poder.

 

No intenso agora se puede ver en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín hasta el domingo, en el MALBA y el en Arte Multiplex de Belgrano.