A 35 años de su muerte, vale preguntarse quién es Borges hoy. Cada tanto aparece algo inédito, lo cual es una buena ocasión para rendirle culto, endiosarlo y en cierto sentido ponerlo a distancia de su obra. El mismo Borges lo había dicho respecto del Quijote: la gloria es la peor de las incomprensiones.

Alguna vez Jorge Luis Borges fue el nombre de un escritor y en cierta medida el de un vasto continente literario, que aún atrae a los que buscan que el acto de leer les depare algo más que certezas y seguridades. También representó uno de los aspectos inesperados de la Argentina, alguien que podía convertirse en universal pese a la frecuentación de orillas y malevos, y que podía ser disfrutado y apropiado por cualquier sector ideológico, pese a su permanente adhesión a causas que apenas pueden definirse como conservadoras. En vida, ese carácter inesperado fue tratado de apaciguar de muchas maneras pero tras su muerte en 1986, logró incorporarse a uno de los raros milagros argentinos: desde entonces ha publicado más de doce libros, todos ellos firmados por Jorge Luis Borges.

La cifra par

Si se suman Inquisiciones, El tamaño de mi esperanza, El idioma de los argentinos –tres volúmenes de ensayos  aparecidos en la década de 1920 que Borges nunca quiso reeditar-, sus clases en la Universidad de Buenos Aires cuando fue titular de la cátedra de Literatura Inglesa, recogidas en Borges profesor; sus colaboraciones en la Revista Multicolor que sacaba el diario Crítica a comienzos de la década de 1930; una serie de conferencias dadas en la universidad de Harvard reagrupadas bajo el título de Arte Poética; una reedición de sus textos aparecidos en la revista El Hogar ya editada cuando Borges vivía pero con nuevos agregados; las participaciones borgeanas en Sur, la publicación fundada y dirigida por Victoria Ocampo, y los tres tomos de Textos recobrados que compilan todo lo escrito por Borges y no recogido en libro desde 1919 a 1986, la cifra de páginas llega a 3.200. Un número impresionante si se tiene en cuenta que las Obras Completas, con el agregado de El libro de arena y Los conjurados (todos publicados en vida de Borges) rondan las 1.500 páginas. El milagro de la supervivencia incluye la duplicación. Todo esto sin contar las antologías del Borges oral y las recopilaciones de entrevistas. Por ahora no han  se han descubierto inéditos. Como explica María Kodama en una conversación telefónica, “Borges no solía escribir si no era para ser publicado”.

Obviamente, la pregonada reticencia de Borges a la hora de publicar ha abierto un estupendo negocio del  que podría decirse, parafraseando al autor de Ficciones, no es infinito pero sí indeterminado. Los negocios lícitos nada tienen de malo –especialmente para quienes los celebran-, pero como se trata en este caso de un producto cultural en el que está involucrado el escritor más trascendente que ha dado la Argentina, no deja de tener sus efectos y plantear algunos interrogantes.

El primero de ellos es por el apuro en poner en circulación lo que se supone es la totalidad de todo lo que salió de la lapicera o la lengua de Borges. Cuando en general a los herederos, y en particular a las viudas, se los acusa de escatimar y regular el material que les ha quedado en custodia, estamos en este caso frente a una muestra de generosidad casi impecable. María Kodama lo explica por un pedido de los lectores de Borges. “Se me acercan en las conferencias y se quejan de no poder encontrar tal o cual artículo”. Sea como sea, casi nada de lo que alguna vez haya surgido de la pluma de Borges queda ahora fuera del alcance del lector común. La velocidad con que se ha llevado a cabo esta operación de puesta al día –Inquisiciones, el primero de la serie es de 1993, con lo cual estaríamos hablando de apenas de diez años- tiene como resultado, deseado o no, el de haber convertido a Borges más en una marca que en un escritor, con lo cual se ha desandado un camino laboriosamente construido por quien creara esta multitud de páginas. En torno del concepto de marca pueden entenderse los juicios entablados por María Kodama contra el periodista Osvaldo Ferrari, quien publicó en estos prolíficos tiempos inmortales de Borges, tres volúmenes de entrevistas sin pedir autorización ni compartir derechos con los albaceas borgeanos. Y también el hecho de que en el último volumen de Textos recobrados se incluyan un par de solicitadas –una a favor de Cuba y otra en defensa de Israel- que, obviamente, como ocurre siempre en estos casos, no fueron iniciativa ni redacción de Borges, pero que merecen un lugar en la historia por haber sido firmadas por él.

Lo cierto es que, una vez terminada la búsqueda y el rastreo de los textos de Borges, que incluyó alguna ardua negociación con los coleccionistas que no simpatizan con la viuda de Borges, los libros salieron al mercado, con la simple demora que exige la preparación de cada volumen. Si bien no se han dado a conocer las razones de la urgencia por imprimir estos textos puede suponerse con cierta certeza que es parte del mantenimiento de un culto, cuya sacerdotisa es María Kodama, quien alguna vez ha escrito que le gusta viajar en avión porque así se siente más cerca del cielo, y por lo tanto de Borges. Además de una marca, Borges ha pasado a ser una religión, a la que colaboran coloquios, simposios, exposiciones y por supuesto esta historia universal de la edición. Extraño destino para quien se planteaba como agnóstico y disfrutaba de serlo.

Fuera de contexto

En este punto se cruzan lo público y lo privado. El culto que propone María Kodama, sin dudas basado en el amor, acumula y cierra. Ninguno de estos libros tiene un prólogo que sitúe la producción borgeana en cualquier forma de contexto –social, político, literario, biográfico-, los artículos carecen de otra referencia que la fecha y el lugar de publicación, y muy eventualmente incluyen alguna anécdota que no siempre se vincula fácilmente con el texto al que acompañan. Hubo cierta polémica en el momento de la publicación de Inquisiciones, El Tamaño de mi esperanza y El idioma de los argentinos. Como Borges nunca había querido volverlos a editar, hacerlos públicos tras su muerte no dejó de generar algunos rechazos. En un prólogo Kodama afirmó que esos textos eran por entonces accesibles a los estudiosos –que podían consultarlos en bibliotecas o en colecciones privadas- y no al público en general. Por lo tanto, era un acto democrático que todos pudieran leerlos. Esa es la segunda pregunta: ¿se los puede leer? O en todo caso, ¿qué se encontrará al leerlos?

Por de pronto, hay un efecto no deseado que es la progresiva caída en las ventas entre el primer volumen de Textos recobrados al segundo, con un leve repunte en el tercero.   De todos modos, la selección más vendida es la que recopila sus participaciones en Sur aunque las cifras no son espectaculares. El criterio cronológico, o por publicaciones, que se ha elegido para dar al mercado estos textos, es efectivamente neutral. El problema de la neutralidad es que a la hora de compilarlos nadie los lee para darles algún otro tipo de orden, incorporarlos a alguna secuencia, ponerlos en relación con algo, externo o interno a su obra. Kodama vuelve a dar una explicación de sentido común: “El lector puede armar el recorte que quiera”.  El editor es neutro y el riesgo es que el lector también lo sea. Las cifras de venta dan cierta idea de la neutralidad. ¿Un síntoma de que ha decrecido el interés por Borges o el signo de una desalentadora lejanía?

Un escritor por etapas

Contestar aunque sea provisoriamente esta pregunta requiere pensar el lugar que ha ido ocupando Borges en la cultura argentina.  Esas sucesivas posiciones lo fueron convirtiendo con el paso del tiempo en mucho más que un escritor. Primero, fue el introductor en el país de la zona menos virulenta de las vanguardias –el ultraísmo, importado desde España-, etapa a la que corresponden sus primeros libros de poemas -a los que Borges sometió en vida a un constante trabajo de corrección y expurgación- y los ensayos que recogen los tres volúmenes “prohibidos”, unos pocos de los cuales  fueron reescritos y tomados en parte en otros trabajos, sobre todo en Discusión y en Otras inquisiciones.

Algo pasó entre finales de los años 20 y la década del 30 como para que Borges se transformara de ser un escritor respetado y conocido sobre todo por sus pares a trascender como el autor de Ficciones. Aquí se pueden plantear varias hipótesis, pero lo que parece una de las causas principales de ese cambio fue el contacto con la tarea periodística. De su trabajo en la Revista Multicolor de los Sábados del diario Crítica surge su primer libro de relatos: Historia Universal de la Infamia, donde está incluido uno de sus cuentos más famosos: “Hombre de la Esquina Rosada”. Pero aún este texto fundador sería reescrito por Borges. En El informe de Brodie, de 1970,  aparece “Historia de Rosendo Juárez”, y Borges vuelve a ponerse como receptor de la historia contada por un orillero, como ocurría en el texto escrito cuarenta años antes. Pero esta vez será destinatario de una versión enmendada, que deja a salvo el buen nombre de Juárez, ensuciado con el estigma de la cobardía en el primer relato.

Entre el Borges de Crítica empeñado en usar en su provecho las tendencias sensacionalistas del periódico de Natalio Botana y el que se corrige han ocurrido muchas cosas, entre ellas su entronización universal con el premio Formentor que compartió con Samuel Beckett y el número especial que le dedica la prestigiosa revista francesa L’Herne, que, dicho sea de paso, inaugura la crítica simbólica de su obra, en términos de los consabidos tigres, espejos y laberintos que siguen poblando sus celebraciones oficiales.

Cuando deja Crítica para convertirse en colaborador asiduo de Sur (donde aparecerían muchos de sus relatos más conocidos), también su producción registra el cambio. Que, como ocurre en “La muerte y la brújula”, ciertos paisajes de París sean el mejor modo de retratar a Buenos Aires, indica un cambio respecto de las pinceladas de color que recorren las historias, entre ficticias y reales, que formaban parte de Historia Universal de la Infamia. El mismo Borges, siguiendo su tendencia a desatarse de las cronologías rigurosas, señala en varias entrevistas a “Pierre Menard, autor del Quijote” como su primera ficción. Obviamente las fechas no coinciden, pero hay pistas en la historia de un crítico francés surrealista menor y casi ignorado, pero de existencia real, transformado en personaje ficticio que pretende nada menos que en convertirse en el autor de la obra más emblemática de la lengua española. Al instalarse como el autor de Pierre Menard, Borges está diciendo que ya no es el de antes, que en cierto modo no es más un escritor nacional a la manera de sus primeros poemas, ensayos y relatos.

Es más, debe reformular la idea de lo que implica ser un escritor argentino, que en los primeros ensayos, los de la década de 1920,  se intentaba escribiendo ciertas palabras como “realidá”, “verdá” o nombrando a Hegel como Jorge Federico Guillermo. La nueva forma de hacerse cargo de la nacionalidad es encontrar el vínculo con el mundo y una entonación propia dentro de él. Así como había aprendido el arte de la biografía ficticia en Crítica, había seguido los caminos de la empresa cosmopolita de Sur en una búsqueda por expresar preocupaciones filosóficas y enfrentarse a los temas que lo fascinaban: la eternidad, la repetición, la relación entre lo real y lo fantástico, lo precario de cualquier afirmación, el sentido del infinito.

Por supuesto que toda vida, incluso la de los escritores, es más compleja que las etapas que se supone transita su obra. Pero de todos modos, los cambios hablan no sólo de la relación de Borges con el lugar en donde escribe, sino que demuestran que, como cualquier mortal, se trató de un ser histórico.

El tramo final de Borges, más oral que escrito, pues la conferencia o la entrevista, a las que condescendía con una amabilidad sorprendente y en apariencia poco consciente de su importancia pública, terminaron por ser su género casi exclusivo. Al punto que se han incorporado algunas entrevistas a los dos últimos tomos de Textos recobrados por pedido de los lectores En esos tiempos solía caer en la repetición o en la respuesta descomedida, como la de ignorar deliberadamente el nombre de los ídolos futbolísticos o responder a una pregunta sobre Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, con un tan lapidario como cortés: “Lindo título, ¿no?”

También su figura recorrió espacios impensados y seguramente poco deseados.   Borges fue quedando con el tiempo enredado en tramas complejas, muchas veces ajenas a su voluntad. Una de ellas fueron sus posiciones políticas. Conservador eterno, la calidad de su obra fue difícil de asimilar por la izquierda sobre todo durante los 70 y unir en algún punto sus textos con el furioso antiperonismo y las causas dudosas a las que dio su apoyo. Abelardo Ramos llegó a decir que “Borges no tolera lo argentino”, mientras que Hernández Arregui compartía el cargo, agregando el de “malversación literaria”. Pero el espacio, e incluso el encono que le dedicaban era también una forma de reconocimiento.La otra tiene que ver con la cuestión sexual. Borges fue siempre extremadamente pudoroso al respecto, pero ya en vida, circulaban versiones, públicas y privadas. En un programa de Bernardo Neustadt, Silvina Bullrich lanzó la “revelación” de que Borges era impotente. Más secretamente, algunos escritores de izquierda hicieron circular la versión de que tenía “pene infantil”. Estela Canto tuvo el escrúpulo  de esperar su muerte para contar su historia de amor fracasado con Borges.El affaire Fanny –la mucama que entró en litigio con María Kodama- fue el otro episodio mediático al que quedó sometida la imagen de Borges. Había un hombre bueno, cordial y campechano, al que la supuesta maldad de una mujer obligaba a ir contra sus inclinaciones. Una visión similar que la que aparece en el poema apócrifo donde se lo hace aparecer como un ser sensible a las pequeñas alegrías de la vida y lamentando el excesivo tiempo dedicado a los libros. “Instantes”, que obviamente Borges no podría haber escrito nunca, confirma una subespecie de la sentimentalidad mediática y que comparten algunos de sus detractores literarios: La frialdad de Borges no sería más que un disfraz para un hombre lleno de afectos inexpresados, porque un hombre capaz de producir tanta belleza no puede sino tener sentimientos y esperanzas.

Todos estos fueron y son esfuerzos por colocar a Borges dentro de una representación accesible a los lenguajes que hablan de él: el fervor nacionalista, la interpretación sexual, el escándalo mediático. También uno de sus resultados, amén de la simplificación y en algunos casos la calumnia, fue fatigar su figura haciéndola recorrer espacios que no le concernían.  Pero en la construcción del Borges póstumo también entran estas otras imágenes.

Lo incorregible

Cuenta Jean Bernès, el editor de Gallimard encargado de las Obras Completas en francés, que la actitud de Borges ante estos textos a medias reconocidos como propios fue que permanecieran tal cual estaban, sin correcciones ni agregados, como si se tratara de una capa geológica, ya inmodificable,  que sostenía la obra visible. Para un obsesivo de la corrección, esos textos eran incorregibles. No estaban abiertos al paso del tiempo y sólo podían ser contemplados por el lector como un cimiento sin más sentido que el de sostener una estructura construida a posteriori sobre él. Cabe aclarar que eso no los convierte en textos desdeñables. Aunque, como ocurre en los textos recobrados que no fueron retomados por Borges, hay en ellos dos movimientos ausentes que nombran dos de sus libros de ensayos: Inquisiciones y Discusión. Las dos acciones eluden cualquier forma de certeza; inquirir y discutir implica que nada se afirma y que los temas se abren antes que resolverse. Muchos de los textos recobrados incurren en la afirmación, muchas veces genial, otras sorprendente, mientras que no faltan ciertas condescendencias a los buenos modales (como una favorable crítica a una novela de Silvina Bullrich en Sur) y a los compromisos, abundantes en las necrológicas, por ejemplo la sospechosamente elogiosa reivindicación que dedica a Eduardo Mallea –alguien en sus antípodas literarias y de quien solía burlarse con Bioy Casares –con ocasión de  un aniversario de su muerte. Por supuesto, además de histórico, Borges fue un ser social.

No faltan las reiteraciones: la consideración del Martín Fierro como novela y la condena de la muerte del negro, las alusiones a Whitman, el fervor por Dante, y el elogio de Enrique Banchs como escritor argentino justamente por referirse a elementos ausentes del paisaje patrio, el rechazo del color local, la afición a las mitologías escandinavas y nórdicas, la entronización de Lugones. En definitiva todo aquello que ha quedado como la marca Borges para cierta posteridad entre mediática y patriótica.

Lo que produce este tratamiento de Borges como marca y como ícono de una nueva religión  -con textos sagrados y una palabra que sólo pueden manejar sus albaceas- es una detención en las posibilidades de leer a Borges. Si sus palabras no pueden ser tocadas, si las interpretaciones están preestablecidas, si no puede afectar su escritura ni siquiera con una información que explique su génesis y su sentido sino que valen por haber salido de una fuente que es siempre genial, diga lo que diga, y lo escriba donde lo escriba, el único gesto que queda es la reverencia. El propio Borges abjuraba de estas glorificaciones: “La gloria es una incomprensión y quizás la peor”.