El 30 de diciembre pasado cumplió 75 años y recibió de manos del alcalde saliente Bill de Blasio las llaves de la ciudad de Nueva York por su trayectoria artística y social. En esta entrevista de febrero de 2018 durante una visita a México habla de su poema Hecatombe, de su amor por la literatura de Roberto Bolaño, de la habilidad chamánica y del trabajoso oficio del artista.
Patti Smith viajó a México a principios de septiembre del año pasado, poquito antes del temblor, para hacer dos cosas, principalmente. Bueno, tres. Leer “Hecatombe”, un poema que escribió en homenaje a Roberto Bolaño, y que le parecía importante que se leyera en México, de preferencia en el café La Habana; inaugurar el espectacular que la galería Kurimanzutto la invitó a llenar, para lo cual decidió, literalmente, subir una imagen y un pedazo de canción, y, por último, visitar la casa de Frida y Diego: el lugar al que peregrina de vez en cuando, pues idolatra a la pintora. Y entre esas cosas que ocuparon su semana en México, logré robarle hora y media de conversación. No sé cómo, pero más o menos conseguí ocultar mi entusiasmo de grupi que se habría contentado con abrazarla y le hice un par de preguntas que pensé que le podría gustar responder (en lugar de la clásica: “háblame de Mapplethorpe”, que imagino que ha de odiar a estar alturas). Fue espectacular. Casi tanto como oírla cantar, ¡en vivo!, “Because the Night” el día anterior.
-En M Train hablas de la noche de año nuevo en que estabas intentando escribir un poema en homenaje a Roberto Bolaño. Habías estado leyendo Amuleto, donde se menciona brevemente una hecatombe, y luego, en homenaje a ese sacrificio de cien bueyes, decidiste escribir cien líneas, las que leíste anoche. ¿Puedes decirme más sobre esto? ¿Por qué querías escribir un poema para Bolaño precisamente en año nuevo?
-Cuando leí 2666, es mi obra favorita de Bolaño, sentí que este libro era realmente una verdadera obra maestra; tal vez la primera obra maestra del siglo XXI. De hecho, si tuviera que decir lo que define la apertura de este siglo para la literatura, diría que 2666. Bolaño era más joven que yo y lamenté mucho no haber tenido la oportunidad de conocerlo ni, por cómo había sido mi vida, de buscarlo para agradecerle personalmente por su trabajo, ya que murió tan joven. Así que decidí escribir este poema. Y, sí, en Amuleto se habla de cien bueyes sacrificados, por lo que me propuse escribir cien líneas en homenaje a este gran libro y a Roberto. Pero lo que pasó, mientras escribía, era que seguía editando y cambiando sobre la marcha, y cada vez que contaba había 98 líneas, o 103, 104, así que tenía que volver a empezar. Fue un poema muy difícil de escribir. En cierto momento llegué a 120 y me gustó así, pero entonces me dije “no, no, no, ése es otro poema”. Puse la regla de que tenían que ser cien líneas y había que respetarla. Finalmente, lo terminé, haciendo alusión a muchas cosas, algunas encriptadas. Básicamente, en él me veo a mí y a los demás, un grupo de vagabundos, revolucionarios, locos como yo, agradeciéndole y realizando un ritual para él, a través del lenguaje. Algunas imágenes de 2666 aparecen por ahí. También hay imágenes inspiradas en Frida Kahlo y sus pinturas —sobre todo, la parte relacionada con crímenes, con esas jóvenes con la ropa cubierta de sangre, con manchas rojas por todos lados—. Mientras escribía el poema veía sus pinturas estilo retablo, así que ella se acabó filtrando a través de las chicas asesinadas. Pero al final, el poema se dirige directamente a él: “Levántate, Roberto”, y luego dice “Baila sobre las aguas”, “Un baile lento / Que haga temblar la tierra / Con tu furia extasiada” —una referencia al terremoto en Chile—.
-También en M Train hablas de un sueño en el que un vaquero te dice que “no es tan fácil escribir sobre nada”. Eso de alguna manera te molesta, en tu sueño, quizá porque tu escritura, en realidad, es casi siempre acerca de algo, ¿no es cierto? Por ejemplo, el uso del rojo en los murales de Diego Rivera. O las novelas de Roberto Bolaño.
-El vaquero era realmente Sam Shepard. Fue mi gran amigo durante mucho tiempo y siempre hablábamos sobre la escritura, peleábamos, incluso, en el buen sentido, acerca de la escritura, por años. La idea era más un juego de palabras: no es tan fácil escribir sobre nada. Lo que realmente estaba diciendo es que no es fácil sentarse y escribir, sin tener un plan, una trama. Es el tipo de escritura automática que usaban los surrealistas, no es nada nuevo, pero a nosotros nos interesaba la idea de intentar escribir un libro completo de este modo. Y, de hecho, sí tuve ese sueño. Después me levanté y fui al café pensando que claro que podía hacer eso: escribir acerca de nada todo el día. Pero lo que descubrí, como bien dijiste, fue que pensé que estaba escribiendo acerca de nada, pero luego los patrones comenzaron a aparecer y, de repente, a medida que el libro avanzaba, podía ver que por supuesto estaba escribiendo acerca de algo; estaba escribiendo acerca de mi esposo, acerca de la fuerza de la naturaleza, acerca de la humanidad de la gente… Como la última vez que estuve en México y me enfermé, y las personas que me atendieron fueron muy amables, a pesar de que me sentía tan mal que incluso olvidé preguntarles quiénes eran o darles las gracias. Todos esos momentos tienen gracia. Así que me quedé con esta lección al final: no hay tal cosa como nada.
-En ocasiones has hablado de dos maneras de escribir una canción o un poema: a través del trabajo (como ocurrió con “Hecatombe”, que te tomó muchos días para completar), y a través de convertirte, misteriosamente, en el medio por el cual las palabras parecen manifestarse (como el poema sobre las mariposas de la cama de Frida, que escribiste en tu mente justo el día en que te enfermaste). Una es una especie de habilidad chamánica, la otra, el oficio del artista. ¿Vas y vienes frecuentemente de una a otra?
-Es una pregunta muy interesante. Este cisma siempre me ha interesado. No sé por qué algunas cosas requieren tanto trabajo, casi lágrimas, como si fuera una lucha contra un oponente, hasta llegar exactamente a las palabras que estás buscando, y otras, en cambio, son como un regalo. En mi caso, la mayoría de los regalos vienen en forma de canciones o improvisaciones. En cada uno de mis álbumes hay una larga improvisación, desde Birdland hasta Radio Ethiopia, Radio Baghdad, y también en Banga, el último. Ahí está “El sueño de Constantino”, una pieza de catorce minutos completamente improvisada. Y no se trató más que de ir arrojando cosas al aire, asociaciones, sobre San Francisco, Piero della Francesca, la destrucción del medio ambiente, la venganza de la Madre Naturaleza, el descubrimiento de América. Todo esto simplemente fue saliendo durante la improvisación. Estoy muy orgullosa de esta habilidad —porque creo que lo es: una habilidad especial—. Pero ésta es sólo una manera en que estos regalos se hacen presentes. También está “My Blakean Year”, o “Grateful”, que son otro tipo de regalos, pues son pequeñas canciones que llegan a mi cabeza, con música y todo. No demasiado a menudo, pero vienen, completamente formadas. Ahora, ¿de dónde vienen? ¿Por qué pasa esto? Supongo que es un área diferente de la disciplina o que es otro el propósito. En el estudio, mi propósito es grabar algo, improvisar y colaborar con los músicos que están tocando. Con estas pequeñas canciones, como la canción de Frida, es como la propia mariposa, un regalo de Dios, que sólo ¡puf!, existe. Y luego están los otros escritos, los que cuestan mucho trabajo, como el poema “Hecatombe”; ésa es la carne de lo que hace un escritor, porque mucha escritura es tediosa, ardua, dolorosa, pero igual lo intentamos una y otra y otra vez.
-En Amuleto, el personaje principal, Auxilio Lacouture, “la madre de la poesía mexicana”, recuerda haber oído un canto, mientras permanecía escondida en un baño, ante la entrada del ejército a la Universidad, pero aunque el canto que escuchó “hablaba de la guerra, de las hazañas heroicas de una generación entera de jóvenes latinoamericanos sacrificados”, ella sabía que “por encima de todo hablaba del valor y de los espejos, del deseo y del placer”. Y por eso, ese canto, dice, “es nuestro amuleto”. Supongo que esto es algo con lo que estarías completamente de acuerdo, ¿no?
-Me he detenido varias veces en esta sección, y he pensado en que algún día, si puedo, me gustaría escribir algo para ella, un amuleto —no el amuleto, porque yo no puedo escribirlo, sólo ella podría, o Dios puede, o la gente—. Es interesante que lo menciones, porque he pensado en esto desde hace mucho tiempo, pero también sé que no podré escribirlo hasta que pueda pasar más tiempo aquí, en México. Cada vez que paso una temporada en México siento cómo va creciendo dentro de mí.
-En “Hecatombe” hablas de “El Dios de la verdad”, y luego “La poesía y la música”. En esta época de la llamada “posverdad”, ¿piensas que en la poesía y la música es donde realmente reside todavía la verdad?
-Para mí, la verdad puede estar en una hogaza de pan que hace alguien dotado para ello. La verdad puede estar en un jardín o en un niño. Estoy hablando en términos de arte y realmente el dios de la verdad es el propio artista. Uno tiene que serlo. Solemos magnificar a Dios, pero no somos Dios. En el arte, sin embargo, tenemos que serlo, en cierto modo, porque tenemos que crear, tenemos que ser la Madre o el Dios. Pienso que el dios de la verdad, del arte, de la poesía y la música, es el que vive dentro de mí, el que trabaja dentro de mí, pero hay uno más grande, y ése es el pueblo, tal como lo vemos en los murales de Diego Rivera: la gente plantando y cosechando el maíz, las personas que cuidan a los enfermos, las personas que hornean el pan; gente, pues, haciendo las cosas que los humanos hacemos los unos para los otros. ¿Cómo llamarías a ese dios? ¿Compasión? ¿Humanidad? Pero este poema en realidad no está tan interesado en el hombre común; más bien, es un poema que está celebrando la obra cumbre de un gran artista. Y sí habla de los muertos y de las víctimas, o los inocentes, pero dentro del ámbito del arte.
-Tristan Tzara escribió alguna vez, no sin ironía: “¿No debemos creer más en las palabras?”. Y ahora de nuevo: ¿no debemos?
-Si le preguntas a una madre de uno de los 43 estudiantes desaparecidos, o a la madre de uno de los muchos miles de niños que son víctimas, te diría que palabras como “libertad” o “amor” o “protección” no tienen sentido. A veces sentimos que las palabras son cosas muertas, porque pierden su significado ante la tragedia. Pero yo, como escritora, atesoro la palabra —desde que leí la Biblia de niña hasta más tarde, cuando descubrí la poesía francesa, o a Roberto Bolaño, Hermann Hesse, o quien sea que esté leyendo en cada momento—. Simplemente, no podría existir sin libros. Algunas veces estoy a punto de tener un accidente cuando voy al baño, porque siempre estoy buscando un libro que llevar conmigo. No puedo estar sola en una habitación, en donde sea, sin un libro. Así que hay dos maneras de ver esto: hacemos que las palabras pierdan su sentido con la pobreza de nuestras acciones. Como Trump: cuando habla, digamos, del amor al pueblo, o de su preocupación por los trabajadores, son palabras vacías. Lo observo y no significan nada, porque él no está conectando realmente con ninguna de ellas, es un showman. Y así se neutralizan las palabras. Pero en la boca de san Martin Luther King —sus palabras “yo tengo un sueño”, por ejemplo— tienen sentido, porque él les da sentido. Cuando dicen que “la belleza está en el ojo del espectador”, pienso también en las palabras, porque cuánto significan tiene que ver enteramente con quien las emite.
-Auxilio Lacouture dice que, después de la hecatombe, “la poesía no desaparecerá. Su no-poder se hará visible de otra manera”. ¿Me hablarías acerca de este “no-poder”?
-Eso es porque no puede ser poseído. Es como la naturaleza: un poder que no muere y que continúa transformándose perpetuamente. En términos de poesía, puedes hacer uso de ella, puedes escribir un poema, pero no puedes poseerla. La forma en que la gente escucha la poesía, la forma en que expresa la poesía, cambia de generación en generación y de poeta en poeta. Y la manera en que la naturaleza se nos presenta tampoco deja de cambiar, en términos de cómo la tratamos, o en términos del azar o de Dios. Creo que hay algo sólido y a la vez elusivo en todo esto.
-Esta mañana, en mi camino a la galería, me detuve debajo del espectacular que hiciste. ¿Cuál fue la idea? Es tan hermoso encontrar un poema en el lugar de un anuncio.
-Fue un gran honor que me invitaran a hacer esto, aunque en realidad estuve a punto de rechazarlo, porque no me sentía digna, temí no tener algo que ofrecerle a la gente de la Ciudad de México, algo que sus propios escritores, sus propios poetas no pudieran ofrecerles. Y entonces pensé en distintas posibilidades, en diferentes imágenes; pensé, por ejemplo, en que tal vez podía poner todas las imágenes de los estudiantes que hemos perdido. Pero hay tantas otras cosas que son trágicas, tantas cosas que queremos recordar. Así que pensé que lo que realmente quería ofrecer era algo simple que se aplicara a todo el mundo. Algo que no necesariamente estuviera acompañado de una tragedia, sólo de posibilidades. Entonces tomé algunas líneas de la canción que escribí con mi esposo, “La gente tiene el poder”, pues tiene una parte que me gusta mucho: “Yo creo que todo lo que soñamos / Puede suceder unidos / Podemos cambiar al mundo / Podemos cambiar la revolución de la tierra”. Esta canción aborda la importancia del individuo, pero sobre todo el impacto de los individuos cuando se unen. También quería presentar una imagen, así que elegí ésta. [Me la muestra.] En algún momento, cuando mi hijo era joven, ahora tiene 35 años, perdió una pelota, una pelota de hule grande que después de varias volteretas cayó debajo de unas ramas y nunca pudimos encontrarla. Años más tarde, regresé a esa casa, en Michigan, cerca de Detroit, para despedirme de ella, y la pelota se había movido y ahora estaba allí, tendida en el césped, y pensé: “¿es posible que sea la pelota de Jackson?” El tiempo —una década al menos, tal vez quince años incluso— la había transformado por completo. El hule, por la lluvia y el frío y la nieve, se había puesto muy duro. Solía ser suave, como una clásica pelota de hule roja… o tal vez era azul. Pero ahora tenía todas esas cicatrices y sombras por haber estado en la hierba durante todos esos años. Ese día, mientras la miraba, el cielo se puso muy oscuro, pues se avecinaba una tormenta, pero el sol todavía estaba ahí y la luz era, entonces, muy extraña. Traía mi cámara, así que tomé la foto en ese instante. Y desde entonces pienso que parece el mundo. Así que era la imagen perfecta para el espectacular, ya que se trata de una pelota infantil, por lo que tiene el elemento de la infancia y la inocencia, pero también el peso de la edad, así que tiene todas las edades en una pelota. Ésta es mi versión de la tierra.
(Entrevista publicada por Revista de la Universidad de México)