Siempre se imaginó una relación lúdica con sus lectores a quienes solía proponerles desafíos y retos. De esta manera, Cortázar armó una sociedad en la que la literatura pierde toda solemnidad,  para que los cronopios le ganen a los famas.

Las relaciones que se pueden mantener con un escritor son muchas. Se puede sentir cierta mezcla de intimidación y respeto ante las citas –apócrifas o no- de Borges o los arrebatos sentimentales y políticos de Sarmiento, uno puede dejar que su parte más oscura se deje arrebatar por los relatos de Patricia Highsmith, treparse a la velocidad de César Aira, o ir acomodando la respiración a la inesperada sintaxis de Juan José Saer. Los lectores de Cortázar –que son muchos, muy constantes y extremadamente devotos- lo consideran, más que un escritor, un compañero de aventuras.

Claro que esto no es ajeno a su propuesta. Sus lectores no han hecho más que agarrar el guante que se les ha arrojado. Basta detenerse en algunos títulos: Rayuela, 62 Modelo para armar, Final de Juego, La Vuelta al día en ochenta mundos, como para que quede claro que lo que domina gran parte de la literatura de Cortázar, sobre todo la que ha logrado sobrevivir a los textos de coyuntura, es la idea de juego. Un buen ejemplo de esto es el cuento “La noche boca arriba” –de Final de juego. La historia comienza con un motociclista que sufre un accidente en una ciudad a medias real y en parte fantástica. En sus delirios de hospital, sueña con un guerrero presumiblemente azteca que trata de escapar de su destino de ser sacrificado por los sacerdotes de su pueblo. Todos creen que el soñador es el personaje contemporáneo pero el final revela que es exactamente al revés. La propuesta es clara, como en todo juego: “a ver quien gana”.

Algo parecido ocurre con los famosos capítulos prescindibles de Rayuela y su orden aleatorio. La muy discutida distinción entre lectores macho y hembra de la que habla en el prólogo puede interpretarse como un código de barrio: “A ver si sos macho y te bancás leerlo de una manera no convencional”. También es un juego bautizar a un gato como “Theodor W. Adorno”, mezclando lo filosófico con lo felino. O exponer las fantasías de la sexualidad adolescente en ese prodigioso cruce de voces que es “La señorita Cora”, de Todos los fuegos, el fuego.

El juego tiene la ventaja de romper fronteras, una obsesión de Cortázar que también escribía para unir mundos distantes entre sí –lo americano y lo europeo, la realidad y lo fantástico, el pasado y el presente. Esa pulseada que se retoma cada vez que alguien recorre por primera vez algunos de los cuentos de Bestiario o los textos de Último Round es la clave bien humorada, aunque no exenta de marcas trágicas y dolorosas, con que un escritor ha construido lectores dispuestos a jugar el juego interminable de la literatura.