El editor Daniel Divinsky forjó una amistad con Jaoquín Salvador Lavado que trascendió los límites de lo comercial y se movió desde siempre en el territorio de un vínculo cercano, que se consolidó a lo largo de cincuenta años: “Cuando nos tuvimos que exiliar, él tuvo decenas de ofertas para publicar sus libros, pero por una cuestión de afecto y de lealtad siguió publicando con nosotros”. (Foto: Maximiliano Luna / Telam).
La relación entre el historietista Quino y su editor Daniel Divinsky trascendió los límites de lo comercial y se movió desde siempre en el territorio de la amistad a través de un vínculo inquebrantable que se consolidó a lo largo de 50 años y tuvo gestos de nobleza que el cofundador de Ediciones de la Flor no olvida: “Cuando nos tuvimos que exiliar él tuvo decenas de ofertas para publicar sus libros, pero por una cuestión de afecto y de lealtad siguió publicando con nosotros”, evoca en diálogo con Télam a un año del fallecimiento del creador de “Mafalda”, a quien recuerda también como un artista obsesivo, un “maniático absoluto” con sus dibujos.
Daniel Divinsky y Joaquín Salvador Lavado Tejón, conocido como Quino, fueron amigos desde antes que “Mafalda” y los álbumes de humor fueran editados por el mítico sello que fundó junto a su exesposa, Ana María “Kuki” Miller. Ambos se conocieron en la legendaria librería de Jorge Álvarez, en Talcahuano 485.
Desde entonces, Divinsky tuvo con Quino una relación personal. Se visitaban junto con su exmujer, con la que solían ir a cenar a su casa. Un día Álvarez, quien hasta entonces publicaba todos los libros del humorista gráfico, tuvo serios problemas financieros y no pudo seguir pagándole los derechos al artista, “lo cual era una cosa totalmente suicida, era matar la gallina de los huevos de oro”, recuerda el editor.
Quino recurrió a quién era el socio de la editorial, el abogado Óscar Finkelberg, para tratar de cobrar los derechos, pero como los editores tenían una relación afectuosa con Álvarez no se hicieron cargo del asunto y lo derivaron a un abogado amigo, quien llegó con el humorista gráfico a una solución conciliatoria más o menos razonable. Entonces fue Quino en 1970 quien le propuso a Divinsky y a Miller sacar Mafalda a partir del número seis en Ediciones de La Flor. Fue el comienzo de una etapa que marcó un cambio cualitativo en las dimensiones de la editorial y desdibujó irremediablemente las fronteras entre el trabajo creativo y la amistad.
– ¿Cuáles solían ser las exigencias editoriales de Quino?
-Era un maniático absoluto. No admitía que para las tapas se redibujara algún dibujo de él. Incluso llegó a rechazar ediciones de países extranjeros en traducciones porque habían tocado sus dibujos. Era una especie de fetichista de su propia obra, justificadamente. No quería que nadie metiera la mano en sus viñetas. Además era fanático en la elección de las tapas. Se discutían hasta el cansancio. Cada tantos años cambiamos las portadas de “Mafalda”. Había que discutir hasta el infinito el color de cada tapa. Si alguien tiene a la vista todos los álbumes de humor que publicó Ediciones de la Flor podrá ver que cada tapa de sus muchos álbumes tiene un color distinto… fruto de discusiones interminables.
-Me imagino que repetía la misma obsesión con el contenido de los libros.
-Tal cual. En los álbumes de humor, donde se recopilaban las páginas que publicaba en la revista Viva de Clarín, en el suplemento dominical de El País de Madrid y en varios periódicos del continente las páginas no están tiradas como a una olla, improvisadas. Los recuadros están ordenados de forma que hay una continuidad entre el remate de una página y el comienzo de la otra. Lo cual es un trabajo infinito que él se tomaba y nos tomábamos los editores, porque si no, no aceptaba publicar el libro.
-¿Los títulos quién los elegía?
– La discusión sobre los títulos era infinita también. En algunos casos realmente tenía ideas muy felices y en otros casos tenía algunas bastante malas. El último libro, que fue sobre temas gastronómicos, quería que se llamara “Crunch”. Nosotros le demostramos que era una marca de golosina y que realmente era muy desagradable. Después de largas discusiones conseguimos que aceptara cambiarlo.
– Entonces se prestaba al debate ¿o no?
-Mirá, cuando se publica “Esto no es todo”, que es una especie de antología de sus páginas de humor, funcionó como la primera antología consultada que yo conozca: sus editores argentinos, su editora española, su mujer, su agente literaria, que era y sigue siendo su sobrina Julieta Colombo, alguna persona más y el propio Quino votamos y calificamos sus páginas del 1 al 5 (5 era la nota máxima y 1 la más baja). Entonces quedaron las que tenían como promedio 3 o más. Esas páginas después hubo que ordenarlas con algún tipo de continuidad que él iba percibiendo. Esto fue un trabajo que llevó casi un año completo, solo para armar una antología que lo satisficiera totalmente.
-¿Quino estaba satisfecho con su obra?
-Quino apreciaba mucho más sus páginas de humor que “Mafalda”. Lo que él pensaba realmente y su ideología estaban en las páginas de humor que publicaba, por fuera de “Mafalda”.
– Si es así ¿Por qué tuvo esa recepción desmedida la imagen de “Mafalda” en todo el mundo?
-Mi opinión sería solamente intuitiva, pero hay un excelente libro sobre el pensamiento de Mafalda de Isabella Cosse, una intelectual uruguaya, que publicó Fondo de Cultura Económica hace un tiempo (“Mafalda: historia social y política”) que es realmente un estudio muy serio acerca de los motivos de esta repercusión. En el libro habla de una especie de sentido común de las clases medias de todo el mundo, las cuales que se parecen mucho entre sí. Voy a dar un ejemplo: Mafalda no estaba traducida al inglés y llega una vez un periodista sudafricano a cubrir un campeonato de rugby. Este hombre se empeñó en traducirla por su cuenta para proponerla a un diario de Sudáfrica. El periodista estaba seguro de que reflejaba totalmente el estilo y las reacciones de la clase media de Sudáfrica. Al mismo tiempo, es casi inentendible que haya tenido repercusión en China, tanto en la República Popular donde hubo primero ediciones piratas y después cuando se adhirieron al convenio internacional sobre derechos de autor (el Convenio de Berna) empezó a haber una edición legal. Y en Taiwán, donde hubo ediciones legales desde hace muchísimos años. Qué entendían de eso libros no sé. No se puede saber. Cuando Quino estuvo en China pidió visitar la editorial que había hecho la edición pirata de “Mafalda”, porque todavía en ese momento no se había legalizado. Entonces a través de un intérprete preguntó ¿cómo tradujeron las tiras en las que “Mafalda” habla de los chinos? Muy cortésmente, con reverencias, le preguntaron: “¿Usted no había estado nunca en China? Quino contestó: “No, no, efectivamente es mi primera visita”. Y ellos a su vez respondieron: “Por eso, como conocíamos que usted no sabía nada de nosotros las hemos suprimido”. Usaron la censura como forma de evitar lo que creían era producto del desconocimiento de las costumbres locales.
-¿Con cuál gesto humano podríamos recordar a Quino?
-En 1977 la dictadura cívico militar eclesiástica nos mete presos a Kuki Miller y mí. Estuvimos cuatro meses a disposición del Poder Ejecutivo, presuntamente como consecuencia de la prohibición de un libro infantil (“Cinco dedos”) que algún coronel consideró subversivo, lo que era un disparate. La editorial estaba manejada por quien era mi suegra en ese momento (Elisa Miller) y estaba trabajando a media marcha. Después de que nos pusieran en libertad partimos hacia el exilio con los pasajes aéreos que nos había mandado de la Feria del Libro de Frankfurt. Terminamos asentándonos en Venezuela por seis años, porque fue el país donde nos ofrecieron trabajo. Quino durante todo ese lapso siguió publicando en Ediciones de la Flor. Tuvo decenas de ofertas, además tuvo fundados motivos para pensar que quizá no iban a defenderse bien sus derechos, que no se le iba a pagar puntualmente, que no se iba a republicar todo lo que se agotara con la misma frecuencia que cuando estábamos los editores en Argentina. Y él siguió por una cuestión de afecto y de lealtad publicando con nosotros. Cosa que también hizo el Negro Fontanarrosa y cabe destacarlo.
-¿Existían celos o envidias entre los humoristas de la editorial?
-Quino decía que no sabía dibujar. Y la prueba es que a “Mafalda” la calcaba, la copiaba con papel de calco encima de dibujos anteriores. No tenía la soltura del dibujo desprolijo, pero muy eficaz, del Negro Fontanarrosa. Siempre dijo que le envidiaba al Negro la forma en que dibujaba las manos y da como ejemplo que él había dibujado en una página un monumento de un prócer que tenía seis dedos en cada mano. O sea que tenía dificultades para el dibujo que Fontanarrosa no tenía. Quino no se consideraba un buen dibujante.
-Sin embargo, tenía una chispa y una ocurrencia única…
-Quino tenía una gran capacidad de escuchar. En la época en que veía bien viajaba en colectivo mucho y andaba con una libretita anotando las frases que escuchaba de la gente. Muchas cosas de las tiras de “Mafalda” son frases del tipo “la gente anda diciendo”. No es que salían del aire las ideas: las recogía del mundo.
-¿Y la mala relación de sus personajes con la Iglesia trajo algún problema?
-Quino era un ateo militante, era totalmente anticlerical y algunas de sus páginas en las que aparece Dios con actitudes más o menos amenazante tuvieron amplio rechazo cuando se publicó en la revista dominical de El País en España. En Argentina no hubo reacciones parecidas.
-¿Y su relación con la muerte?
-Era un tema que le preocupaba. No creía en la vida eterna, pero la muerte era una presencia permanente. Está ese famoso dibujo donde disfrazado de mucama, cuando la muerte golpea su puerta, dice: “No, el señor ha salido”. Esa algazara para ocultarse.
-¿Qué sucedió con esa relación cuando usted se alejó de la editorial?
-Yo conservé la profundísima amistad con él, aún después de que yo dejara de ser su editor. Lo iba a visitar a Mendoza porque con buen tino uno de sus sobrinos se lo llevó a vivir a allá después de que falleció su mujer. Él tenía una unión totalmente simbiótica con Alicia Colombo, quien fue su compañera durante 57 años. Yo lo fui a visitar hasta su último cumpleaños, en julio del año pasado, para consumir con él una de sus cosas favoritas: los sandwiches de miga.