Infectados hay en todos los sectores sociales, aunque la discriminación y la estigmatización se hacen sentir más fuerte en las villas. Testimonios de una enfermedad que no distingue entre clases, desde la vida en el Barrio 31 hasta una cuarentena en Recoleta.

Dijo Santiago Cafiero que “el coronavirus es democrático para expandirse, pero clasista cuando se trata de contar los muertos”. Con los miedos que la enfermedad genera pasa algo más complejo. Las clases los atraviesan, pero estos también van más allá. La soledad del aislamiento se acrecienta cuando se es el único habitante de un departamento. La posibilidad de perder el empleo es mayor cuando se vive en la informalidad. El estigma con los infectados siempre existe, pero no funciona de la misma forma en todos los sectores. El temor a la muerte es universal.

 

“Cuídense de los chetos, son los que propagan el coronavirus y los medios hegemónicos aún no se animan a decirlo”.

“No solo buscamos y traemos a estos chetos en aviones sino que usamos los kits de testeo en ellos… tenemos pocos kits y los dedicamos a la clase alta”.

La primera de estas frases fue escrita en Twitter el 20 de marzo por la modelo y conductora Úrsula Vargues. La segunda, dos días después por el ministro de Seguridad de Santa Fe, Marcelo Saín. Ambas evidencian un prejuicio relativamente extendido en ese momento: que el coronavirus era una enfermedad de ricos.

El 2 de abril, el reporte vespertino del Ministerio de Salud mostraba que, de los 1265 casos confirmados entonces a nivel nacional, el 49% eran importados, el 31% eran contactos estrechos de casos confirmados y el 8% eran de circulación comunitaria.

Hacia el 10 de abril, los datos oficiales del gobierno porteño evidenciaban que las comunas más afectadas por el virus eran la 3 (Balvanera y San Cristóbal), la 14 (Palermo), la 2 (Recoleta) y la 13 (Belgrano, Colegiales y Núñez).

Más de tres meses después, ya hace tiempo que la foto es otra. El 16 de junio, los casos de circulación comunitaria superaron por primera vez en todo el país a los de contactos estrechos. Los importados eran solo el 2,5% del total.

A finales de julio, los barrios con más casos cada 100.000 habitantes en la Ciudad de Buenos Aires eran, en orden decreciente, Retiro, Villa Soldati, Barracas, Nueva Pompeya, Villa Lugano y Flores.

 

Marta divide en tres etapas a los primeros tres meses de cuarentena de la Villa 31. La primera transcurrió hasta el 20 de abril, cuando fue respetada a rajatabla por los vecinos a pesar de que el distanciamiento allí se hace difícil y de que el Gobierno se había resignado a que se cumpliera en los barrios populares un aislamiento de tipo “comunitario”. La segunda se dio a partir de aquella fecha, cuando los vecinos “se confiaron demasiado” y salieron más de sus viviendas. La primera semana de mayo comenzó la tercera etapa, la del brote de contagios.

El aislamiento en el Barrio Mugica transcurre con angustia. En la casa en la que Marta vive son en total 18 personas: seis de su grupo familiar y otras 12 con las que comparte escalera e ingreso. Cuenta que ella tomó todos los recaudos para que su familia no se contagie, pero que uno de sus vecinos se infectó y que entonces “el miedo es constante”. “Psicológicamente flaqueás y te ponés a llorar y a pensar en lo que te puede pasar a vos o a tus hijos. Día a día nos enteramos de los fallecimientos de los vecinos y de que los contagios no paran. Vivimos inmersos en la tristeza y en el miedo”, explica.

La zozobra se comparte por los grupos de Whatsapp. Marta conoce varias vecinas a las que les empezaron a salir heridas en la cabeza por los ataques de pánico. La solidaridad se transmite por ese mismo medio. Estos grupos sirven para darse ánimo, pero también para saber quiénes no tienen ingresos y necesitan que los demás les junten donaciones y se las alcancen.

Los habitantes del barrio habían advertido lo que podía suceder. El 1 de abril, diez días después de iniciado el aislamiento, crearon el Comité de Crisis, conformado por referentes sociales, políticos y religiosos. A través de él, pidieron por la entrega de productos de limpieza y seguridad y por medidas de fortalecimiento para los comedores.

 

Marisol San Román, la famosa “paciente 130”, se recibió en la Di Tella de científica social y en septiembre de 2019 se fue a estudiar a Madrid.

Fue en febrero cuando escuchó hablar por primera vez del “virus chino”. Aunque la enfermedad ya estaba esparciéndose, Marisol no quiso volverse antes para no arriesgarse a que la echen de la cursada, pero al final se quedó sin alternativas. La municipalidad anunció que a partir del 11 de marzo se cerrarían las universidades, así que sacó un pasaje de vuelta para el día anterior.

Tenía planeado tomar un breve café con sus amigos para despedirse el 10 a la noche, pero en lo que tardó en llegar ellos ya se habían ido a un restaurant y decidió acompañarlos a pesar de estar en jogging.

En el lugar, Marisol vio pasar a un ex que la había dejado tres meses antes y quiso producirse un poco para la improvisada ocasión. Fue al baño con la novia de uno de sus amigos y le pidió prestado su lápiz labial. Recién en Argentina se enteró de que la chica en cuestión tenía covid asintomático.

Unos días después de su regreso fue internada con un cuadro de fiebre y dolor de garganta. Estuvo ocho días en la Suizo y, tras su positivo, tres más en el Agote.

Durante el mes siguiente Marisol pasó por tres internaciones, transitó por una infección en el pulmón y bajó 12 kilos. “Me ahogaba, así que no sabía si me iba a levantar al día siguiente”, cuenta. En el medio un conocido suyo falleció de coronavirus. Le impactó que fuera más joven que ella, sobre todo porque lo había un mes antes lo habían pasado lo más bien bailando en un boliche.

Para Marisol, esta enfermedad nos iguala un poco a todos: “No hay algún tipo de condición que te pueda hacer sentir mejor cuando tenés covid –dice–. Lo único que necesitás es una cama, es lo mismo que duermas en un hospital o en tu casa”.

Estar en el hogar tampoco le daba demasiada tranquilidad, porque su papá es persona de riesgo y podía enfermarse con cualquier pequeño error.

Cuando supo que era positiva, Marisol lo avisó públicamente por las redes. Le pareció que la gente que se había cruzado con ella tenía derecho a saberlo. Al enterarse, una amiga le sugirió que se filmara contando su experiencia, para que la gente supiera que el covid no es solo cosa de viejos.

El video explotó. A las pocas horas se lo pidieron de Filo News y otras tres horas después ya estaba hablando de su caso en Canal 13. En marzo de 2020, el coronavirus en primera persona era una sensación.

Pero luego, al revisar su Instagram, Marisol vio cientos de insultos y amenazas de muerte por haber vuelto a Argentina y por ser “una leprosa”. Semanas después, alguien pasó por su ventana y le dijo que sabía que estaba en su cuarto y que se iba a asegurar de que no respirara más. El acoso frenó solo tras una denuncia ante el Inadi.

De todos modos, la experiencia mediática dio sus frutos y en pocas semanas se convirtió en una suerte de “coronainfluencer”: brindó más de 50 entrevistas, da ánimo y consejos a otros pacientes, publicó un e-book sobre su caso, pasó de unos 2.000 a 44.000 seguidores y se hizo activista por la donación de plasma.

“Me tocó el rol de concientizadora y comunicadora. No tuve vergüenza en contar mi experiencia y creo que eso influyó en muchos argentinos que querían saber qué me pasaba”, reflexiona hoy acerca de cómo un lápiz labial le cambió la vida.

 

“Es bastante obvio que en ningún lugar había coronavirus salvo en Wuhan, por lo que a todos los demás países el virus llegó por gente que viajó, y sabemos que los que viajan en avión son de clase media para arriba”, explica con sentido común Jorge Aliaga, físico, ex decano de la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA e integrante del Comité de Expertos que asesora al gobernador Axel Kicillof.

Aliaga ganó notoriedad en los últimos meses al usar sus conocimientos matemáticos y estadísticos para mostrar detalladamente en las redes la evolución de la pandemia en el país. Para él, el patrón demográfico actual es distinto del de hace 100 días, básicamente porque ya casi no hay casos importados y la mayoría son de circulación comunitaria.

Estos últimos, y los originados por contactos estrechos, son la clave de la transferencia de la enfermedad entre sectores de diferentes ingresos. Aliaga cree que fue justamente el personal doméstico que siguió yendo trabajar el que llevó primero el virus a las villas.

Una vez que eso sucede, la transmisión en los sectores bajos se vuelve más rápida que en los medios y altos. Una familia de clase media no padece hacinamiento, cuenta con mejores posibilidades para higienizarse y tiene en promedio mejores condiciones de salud, remarca Aliaga. Además, un eventual colapso del sistema sanitario implicaría una mayor tasa de mortalidad en las capas populares, porque “aquellos que tienen más recursos siempre tienen más chances de conseguir una cama que aquellos que no”, dice.

La cuarentena temprana en Argentina salvó vidas en todas las capas, pero especialmente entre los pobres. Aliaga lo resume con una comparación: “Al no tomar medidas, en Estados Unidos el coronavirus se extendió más rápido a los sectores populares simplemente porque la pandemia se extendió más rápido”.

 

La ayuda del gobierno de la Ciudad que el Comité de Crisis pidió llegó a la Villa 31 recién el 30 de abril, la misma semana en la que el barrio se quedó sin agua. Este hecho, que generó acusaciones cruzadas entre AySA y la administración porteña, fue clave en el estallido del brote, porque obligó a los vecinos a trasladarse por las calles internas de manera inusual para obtenerla, tocando en el camino objetos infectados. Además, se generaron aglomeraciones alrededor de los camiones cisterna que llegaban a traer el agua. Además, la distribución se hacía pasando bidones de mano en mano.

El suministro se restableció recién tres semanas después, cuando ya era demasiado tarde para prevenir un brote. “No es un accidente, esto es negligencia”, dice David Lugones, que integra el Comité de Crisis.

Todavía a fines de mayo, David creía que la ayuda era insuficiente: “Si el gobierno porteño no cambia su actitud, aparte de afectarnos a nosotros afecta a toda la ciudad. No fue un virus nuestro, de la clase humilde, esto lo trajeron los turistas”, dice. También pedía que a los vecinos que tuvieron contacto estrecho con positivos los dejaran ir a hoteles, porque “no tiene sentido que pasen la cuarentena en la casa”.

 

Nelson Martínez tiene 51 años y vive en Recoleta. Juntó “peso por peso” y se fue de vacaciones a Italia con su pareja durante la segunda quincena de febrero. Cree que se contagió en un restaurant en Bologna que estaba en un sótano lleno de gente.

A los dos días de regresar a la Argentina comenzó con síntomas y se internó. Allí, los médicos no le avisaron sino que le confirmaron su diagnóstico: Nelson se enteró antes por los medios que “un paciente de 51 años del hospital Muñiz” era el caso número 13 de Covid en el país.

Tras recibir el alta hospitalaria pasó 33 días de aislamiento total en su departamento, de dos dormitorios, living y cocina. Dice que no tuvo complicaciones materiales porque los vecinos y la madre de sus hijos le llevaron la comida que necesitó.

Su fe en Dios, las charlas con sus familiares y amigos y los medios -que lo llamaron “de todos lados” y lo ayudaron “muchísimo”-, le sirvieron para sobrellevar con tranquilidad su encierro en solitario.

Tampoco padeció discriminación ni estigmatización. Salvo algún mensaje aislado, del tipo “como tenés plata te fuiste a Europa y nos venís a contagiar a todos”, tuvo una buena recepción de parte de los vecinos del edificio en el que vive y trabaja como encargado. Incluso, dice, conocidos que pasaban por la calle lo felicitaron por haber llegado por fin a la televisión.

De hecho, él mismo decidió hacer pública su situación. Dos días después de recibir el positivo, comenzó a escribir un blog relatando su experiencia día a día, que “se empezó a viralizar por todos lados”. Jura que no lo hizo por motivos terapéuticos, porque estaba bien, sino por sugerencia de su familia y para poder despejarse. La última entrada es del 24 de junio, en la que Nelson escribe sobre la importancia de la donación de plasma, un mes y medio después de haber recibido el alta médica.

 

Hay días en los que parecía que, a pesar de la pandemia, todo seguía igual en el Barrio Mugica. Una jornada cualquiera hacia fines de mayo, cuando lo peor del brote todavía no había terminado, las personas seguían recorriendo la feria de la arteria central del barrio, la calle 4, como si nada ocurriese. “Esto es un desastre, veremos si se va todo a la mierda. Y el Gobierno bien gracias”, contaba Marta al ver el panorama, preocupada por la ausencia de la policía.

Héctor Mendoza, referente del barrio, relata que incluso durante la pandemia seguían “todos en la calle, comiendo asado y de fiesta”, y que nadie controló nada. Algunos encuentros, dice, continuaron ya en medio del brote.

Para él, la abstinencia de salidas se vuelve cada vez mayor y en algún momento la gente le deja de dar importancia a la prohibición. Reconoce que hay que salir para estar bien, pero reclama que se haga “con cuidado y no con libertinaje”. Señala que “mucha gente se queja, pero es el típico argentino que solo se pone el barbijo cuando pasa la policía”.

La discriminación laboral es otro problema. Desde el 20 de marzo, muchos habitantes de la villa fueron despedidos, incluso entre quienes trabajaban en blanco. Para Marta está claro: no son despidos por causas económicas sino porque son vecinos de la 31 y no quieren que se infecte otro trabajador: “Nos vemos una vez más discriminados por vivir en una villa y por ser un foco infeccioso, eso nos consideran”.

Otros creen que la situación lo justifica. Héctor dice que siempre hubo discriminación, pero que ahora, en cambio, es una cuestión de “cuidado personal”, ya que “si necesitás un cadete no vas a tomar al de la 31, porque no sabés si está contagiado o no. Le decís ‘mirá, no lo tomes a mal pero andá a tu casa’, es como que lo echan pero no lo echan”.

 

Tomás Palacios tiene 21 años y es cordobés, pero vive en la Ciudad de Buenos Aires desde 2017. Cree que se contagió en Berlín cuando compartió su vaso de cerveza con un asintomático en un bar.

Regresó a Argentina el 25 de abril con un cuadro de tos y congestión nasal. El resultado positivo se lo dieron durante su estadía protocolar de 15 días en un hotel de Palermo. Durante su convalecencia, estuvo dos veces internado en terapia intensiva con respirador artificial a pesar de no tener enfermedades de base.

El resto de la cuarentena la pasó en su casa de tres ambientes en Flores. Dice que desde lo material estaba cómodo y que necesitaba pasar un tiempo en casa para “frenar un poco”. También le sirvió para aprender a cuidarse mejor a sí mismo.

Más complicado fue desde lo emocional. Tomás reconoce que vivir solo hacía las cosas más complicadas y que lo angustiaban los efectos físicos que podía tener. Admite que tuvo miedo de morirse y que lo afectó no haber tenido contención familiar.

También cuestiona al personal del gobierno de la provincia de Buenos Aires que le sugirió que difundiera que era positivo de covid para prevenir a sus posibles contactos estrechos. Le pareció que no era la mejor idea, pero lo terminó haciendo igual.

Lo que siguió, como temió, fue una catarata de mensajes negativos en las redes, desde insultos hasta amenazas como “si te veo por la calle te mato”. Una vez más, el asunto terminó en una denuncia ante el Inadi.

Tomás decidió dejar las redes por un par de semanas y luego la cuestión de su salud física hizo que el tema dejara de preocuparle. El mayor apoyo en todo el proceso vino de Marisol, que lo guio con su experiencia como paciente ya en recuperación. “Era una contención mutua. Nos mandábamos mensajes para ver cómo estábamos a las 3 de la mañana”, cuenta.

Tras más de un mes con la enfermedad, Tomás dio negativo el 1 de junio.

 

En general, todos los vecinos del Barrio Mugica admiten que lo que sí funcionó bien es el plan Detectar, coordinado entre Nación y Ciudad, que con su búsqueda activa de casos logró contener notablemente el número de positivos entre mediados de mayo y mediados de junio. Las primeras semanas, la tasa de positividad entre los testeados tuvo un promedio del 65%.

Las cuadrillas pasan puerta por puerta y preguntan a los vecinos si tienen síntomas. En ese caso, se los lleva a la escuela María Elena Walsh o a la Terminal de Cruceros para realizarles el hisopado.

A finales de julio, se habían registrado en la Villa 31 casi 1900 casos, aunque la estimación oficial es que por cada uno de estos hay otros nueve no detectados. En todos los barrios populares de la capital hubo 132 fallecidos. La menor edad promedio ayuda a que la tasa de mortalidad en ellos sea de la mitad que en el resto de la ciudad.

Gabriel Sánchez es médico, comunero del Frente de Todos y participó de los operativos de rastreo en el barrio. Reconoce el éxito del programa, pero también la sensación de impotencia que le genera la cantidad de contagiados y la falta de lugar en hoteles u hospitales. Algunos tuvieron que pasar hasta un día enteros aislados en una silla antes de ser derivados. “Uno temía que abandonen al paciente. Yo vengo hasta acá, lo diagnostico y todo, y después ¿qué pasa con la persona?”, dice con preocupación.

Como observador externo, Gabriel puede conocer lo que les sucede a los habitantes del barrio con mayor frialdad. Cuenta que la única referencia para ellos era ver a través de los medios que el coronavirus mató a mucha gente en España e Italia y que eso les genera ansiedad. Además, relata que la explosión de casos trajo estigmatización entre los vecinos, porque ahora “los que son negativos dicen ‘cuidado, no circules por este pasillo porque ahí hay gente positiva’”.

 

Valentina tiene 40 años y vive cerca de la entrada del lado de Avellaneda de Villa Azul. Desde allí viaja diariamente a un hospital de otro partido de la zona sur, donde trabaja de enfermera.

Hacia principios de mayo se pidió sus dos semanas de vacaciones correspondientes, por lo que puede asegurar que no se contagió en su trabajo. No sabe cómo fue, quizás en algún negocio cercano a la villa, cree.

El 18 de mayo Valentina empezó con dolor de garganta, pero no le hicieron ningún testeo por no tener más síntomas y le diagnosticaron faringitis. Unos días después, vio que en una de las salitas de emergencia del barrio estaban realizando hisopados y fue hacerse la prueba.

El resultado le llegó el 25 de mayo, el mismo día en el que el gobierno bonaerense estableció el bloqueo total del barrio tras comprobar que el brote ya tenía 85 casos y que, de las últimas 50 muestras tomadas, 32 habían dado positivo.

El cerrojo la agarró en lo de sus padres, una casa de losa, material cerámico y techo de chapa con seis habitaciones, además de la cocina, el comedor y el patio. Valentina estaba totalmente aislada en su cuarto y solo tenía que compartir con los demás el baño, aunque como se llega a él por afuera por suerte no tenía que cruzarse con nadie más.

El miedo persiste de todas formas. “Imaginarte que puedas contagiar los pulmones de mis viejos, que son grupo de riesgo por su edad, es una culpa que una no puede llevar”, reconoce.

La angustia y la incertidumbre también abarcaban su propia salud y su rol de madre: “En un momento la pasé mal. Si me llegara a pasar lo peor, ¿quién se va a ocupar de mis hijos? Quedan al cuidado del padre o de mi familia, pero la mamá es la mamá”.

Una vez que el bloqueo a Villa Azul se levantó, tras 15 días, Kicillof les agradeció a los vecinos que “acordaron este aislamiento de manera voluntaria” y lograron así contener el brote. “Pero acá cerraron de un día para el otro y no le preguntaron a nadie”, dice Valentina.

Durante esas dos semanas, en un operativo acordado entre el gobierno nacional, provincial y los municipios de Quilmes y Avellaneda, unos 300 agentes de la Policía Federal y Gendarmería custodiaron el perímetro del barrio para que nadie pudiera entrar o salir de él.

Lo que era hasta entonces una “cuarentena comunitaria” se convirtió en el aislamiento más estricto del país. Con las cuadrillas policiales metidas en los pasillos del barrio, no se vio a nadie circulando, dicen los vecinos.

El operativo del Gobierno surtió efecto pero se realizó demasiado tarde, cree Valentina: “Mucha gente hacía campeonatos de fútbol y los fines de semana seguían juntándose en las esquinas, era lógico que en cualquier momento se iba a desatar esto”.

Los últimos días de bloqueo, cuando el control aflojó y se avisó que sacarían el vallado, se empezó a ver de vuelta a la gente circulando. “Siempre está el que da la nota”, dice.

Valentina cuenta que en su caso no sufrió estigmatización, aunque por una sencilla razón: se previno y, salvo a sus más allegados, no le contó nada a nadie.

 

El plan Detectar ayudó a evitar un crecimiento exponencial de los casos de Covid en los barrios populares de la Ciudad. A fin de julio la situación allí está controlada, aunque dista de estar resuelta: en ellos se siguen registrando entre 70 y 120 positivos diarios. En el Barrio Mugica las cifras solo pueden descender. Según las autoridades, ya se contagiaron más del 53% de sus vecinos.

El foco pasó de las villas al resto del territorio porteño hace aproximadamente un mes y medio. Los entre 400 y 500 casos por día se transformaron en un promedio de 1000 en pocas semanas. En la Provincia, 2500 es el piso, con máximos de 4300 positivos por jornada.

En cierto modo, el panorama en la Villa 31 a mediados de julio es diferente del de fines de mayo. Marta cuenta que ahora predomina la tranquilidad y que ya dejó de ser tema de conversación “si el vecino de tal o cual manzana tiene coronavirus”. El susto por la cantidad de fallecidos, y especialmente la muerte de referentes como Ramona Medina y Víctor Giracoy, hicieron que la gente se previniera más y que se vieran menos personas en las calles.

En otro sentido, todo sigue igual. La incertidumbre económica cada vez mayor y llegar a fin de mes se hace casi imposible. Varios campos laborales se reactivaron, pero a los vecinos del barrio muchas veces eso no les cambia nada, porque de todos modos no los llaman. Los que tienen suerte siguen cobrando un salario mínimo. Otros, como el esposo de Marta, fueron despedidos en marzo. “Las villas de Capital se transformaron en un foco infeccioso que nos marcó a todos. Nosotros terminamos siendo excluidos como siempre”, dice ella. Mientras la pandemia transcurre, la crisis y el estigma permanecen.