El padrecito Stalin la llamaba “mi gorrioncito” y le hizo la vida bien difícil, incluyendo el envío al gulag de su primer novio, judío. Crecida en la violencia y el terror, voluble, célebre por tratar a los cachetazos a hijos y maridos, huyó dos veces a los Estados Unidos, donde murió como Lana Peters, más bien miserable.

Cuando ella nació su padre ya era un asesino. Aunque sus muertes se contaban todavía con los dedos de la mano y no con las frías estadísticas con que habrían de contarse sus millones de víctimas unos años después, sacrificadas todas en el altar de una trágica historia mientras ella era una tímida adolescente. Se llamaba Svetlana Stalina y era hija de Josef Stalin, el hijo de campesinos vuelto jefe absoluto del estado soviético, el “padrecito” de la revolución, uno de los dictadores más crueles de un siglo promiscuo en tiranos. Y murió como Lana Peters, apellido de un ex marido americano que le servía para ocultar las vergüenzas de su verdadero origen. Fue “traidora” a la Unión Soviética, país del que huyó luego de la muerte de su padre cuando el Kremlin le quitó sus privilegios de princesa y terminó reivindicando la figura de su progenitor en los años ochenta, cuando volvió a su tierra natal. Vivió siempre huyendo de un pasado atroz, tuvo tantos amores como residencias, pero nunca pudo con el fantasma de aquel hombre que según sus propias palabras “me rompió la vida”. Esta es su historia.

Cuando Svetlana llegó al mundo, el 28 de febrero de 1926, hacía ya nueve años que su padre se había visto involucrado en la Revolución de octubre de 1917 que acabó con el poder de la nobleza rusa. A pesar que no había jugado un rol importante en ese episodio crucial, Josef Stalin se las había ingeniado para ascender en los laberintos del poder revolucionario. Durante la guerra civil que siguió a la revuelta (1917-1923) pudo demostrar sus dotes de duro como comisario político del Ejército Rojo y como miembro del Consejo Militar Revolucionario de la República entre 1920 y 1923 tuvo oportunidad de ordenar las primeras ejecuciones de enemigos políticos.  Nombrado Secretario General del Partido Comunista en 1922, comenzó una maquiavélica ascensión a la cima del poder total, hasta eliminar toda oposición y convertirse en el nuevo dictador ruso, después de la temprana muerte de Lenin en 1924.

El gorrión

La madre de Svetlana se llamaba Nadezhda Alilúyeva y era la segunda esposa de Stalin. El nuevo tirano ruso tenía ya 48 años cuando nació su hija. Antes había tenido un hijo de su primer matrimonio, llamado Yákov, y finalmente tuvo otro varón con Nadezhda, a quien llamaron Vasili. Como sus padres estaban muy ocupados, a Svetlana la crió durante su primera infancia una nana, tal como era la tradición entre los altos oficiales rusos.  Fue durante esos años que su padre se fue deshaciendo uno a uno de sus enemigos internos, forzando el proceso de colectivización e industrialización del país que terminó produciendo una de las hambrunas más terribles del siglo XX. El 9 de noviembre de 1932 sucedió la primera tragedia en la vida de la niña: su madre falleció oficialmente a causa de una peritonitis, aunque versiones posteriores afirmaron que se quitó la vida luego de una discusión con su marido y hay quien afirma que fue el mismísimo Stalin el que la mató.

La imagen viva de la ternura paterna.

Más tarde, cuando Svetlana tenía diez años comenzaron los célebres procesos políticos de Moscú que terminaron llevando a los campos de concentración en Siberia a millones de opositores al régimen. Eran los tiempos del gulag. Se calcula que sólo entre 1936 y 1938, mientras Svetlana se sacaba fotos con su papá jugando en el Kremlin y toda la corte del dictador adulaba a “mi gorrioncito” –como la llamaba Josef-, fueron detenidas más de 1,3 millones de personas y el estado fusiló a más de 750 mil. “Yo nunca supe nada” se disculpará más tarde Svetlana y es probable que así haya sido. Aunque el pequeño gorrión no tardaría en comprobar en sus propios huesos la dureza paterna.

En 1942, mientras la Unión Soviética se bate en una guerra brutal contra la Alemania nazi, Svetlana se enamora con sólo 16 años de un director de cine judío llamado Alexei Kapler. A su padre no le gustó que el amante de “su gorrioncito” tuviera 40 años, así que resolvió el tema expeditivamente, mandándolo durante una década a un campo de concentración cerca del polo norte. Durante esos años su hermanastro Yákov, que se desempeñaba como oficial del ejército en el frente, es atrapado por los alemanes que, cuando se dan cuenta que han capturado al hijo de Stalin, emprenden tratativas para lograr un favorable intercambio de prisioneros. Pero Josef hace honor a su falso apellido (Stalin significa: hecho de acero y era un seudónimo revolucionario) y se niega a negociar, provocando que los alemanes fusilen a su primogénito.

La huída

Un año después de que papá Stalin mandara a detener a su novio Svetlana se enamora de otro judío llamado Grigori Morózov. La procedencia racial le ponía los pelos de punta al dictador, que ya había ordenado varias medidas racistas contra el colectivo y al que sólo moderó el no querer parecerse a su archienemigo Adolf Hitler. Esta vez la joven se salió con la suya y, a pesar de la oposición de Stalin, la pareja contrajo matrimonio. En 1945 dio a luz un hijo al que llamó Josef, poniendo de manifiesto la ambigua relación de amor-odio que la unía a su padre.  Pero el matrimonio sólo duró un par de años y en 1949 Svetlana volvió a casarse, esta vez con Yuri Zhdánov, hijo del famoso Andrei Zhdánov, acérrimo defensor del “realismo socialista” y azote de artistas durante el terror stalinista. De este segundo matrimonio nacerá su hija Yekaterina en 1950. La pareja se romperá poco tiempo después del nacimiento de la niña.

Mientras su padre envejece en palacio, Svetlana se labra su fama de violenta y caprichosa, haciendo honor a su sangre. Los que la conocieron en esos años dicen que no dudaba en abofetear a sus maridos a la vista de todos, a la vez que propinaba proverbiales castigos a sus hijos. En 1953 papá Stalin muere dejando tras de sí un impresionante reguero de sangre: más de 4 millones de muertos por la represión política, 6 millones de muertos por la hambruna y otros 10 millones por la guerra. La Unión Soviética no tarda en sacudirse la pesada herencia estalinista. Y unos meses después Svetlana pierde todos sus honores de princesa, pasando a vivir como una más, en el más frio anonimato.

Mientras su hermano Vasili sucumbe al alcohol –enfermedad que la causará su temprana muerte en 1962- ella se enamora de un comunista de origen indio 17 años mayor llamado Brajesh Singh con el que no le permiten casarse. Mientras tanto se dedica a la traducción y trabaja como maestra, al tiempo que aprovecha para cambiarse el apellido paterno por primera vez, adoptando el de su madre. “Era difícil” -recordará después- “vivir con el apellido de alguien que despertaba tanto odio”. En 1967 Singh muere, circunstancia que Svetlana aprovecha para pedir autorización para llevar sus cenizas a la India. Usa el viaje para desertar y pide refugio político en la embajada de Estados Unidos. Detrás deja a sus hijos a los que no volverá a ver durante muchos años.

La extraña aventura

Su llegada a los Estados Unidos no pudo ser más espectacular. El gobierno le organiza una conferencia de prensa que se transmite en directo a todo el mundo desde la ciudad de Nueva York. Occidente conoce por primera vez a una espléndida Svetlana, que con apenas 41 años seduce a la audiencia denunciando a su padre, al que denomina “un monstruo moral” y al sistema soviético que califica de “profundamente corrupto”, al tiempo que afirma que la Revolución de Octubre no fue más que “un error fatal y trágico”.

Svetlana, ante micrófonos estadounidenses.

Se instala en Princeton, donde se enamora una vez más de un hombre mayor: el escritor Louis Fischer, experto en temas soviéticos, con quien vive una relación tormentosa que acaba pronto. Sus accesos de ira contra él se convierten en la comidilla del barrio. Después de romper con él Svetlana se sumerge en la soledad y la depresión, hasta que un día comienza a recibir unas extrañas cartas de una admiradora desconocida que resultó ser la viuda del arquitecto Frank Lloyd Wright. La mujer le cuenta que había tenido una hija también llamada Svetlana que había muerto en un accidente en 1946 y la convence de que vaya a visitarla a su casa en el desierto de Arizona. Una vez ahí le presenta al marido de su hija muerta, Williams Wesley Peters, y le sugiere que se case con él, cosa que Svetlana acepta. “Ya puedo volver a decir: ‘¡Svetlana y Wes!'” exclama entonces de un modo siniestro la viuda del genial arquitecto, que estaba convencida de que Svetlana era una especie de reencarnación mística de su hija muerta.

Con Peters, Svetlana tiene otra niña, Olga, nacida en 1971 y se cambia una vez más el nombre, pasando a llamarse Lana Peters. Pero la pareja no tarda en naufragar. Los clientes de Peters afirman que Svetlana le pegaba y su hija confirma tiempo después que su madre la castigaba a menudo tal y como hacía papá Stalin con ella. En 1973 se divorcian. Mientras tanto ella publica un par de libros hablando pestes de su padre y de la revolución y se sumerge en la depresión más absoluta.  “Mi madre se disparó un tiro la noche del 8 al 9 de noviembre”, le escribe a un amigo británico, “y cada vez que se acerca esa fecha empiezo a sentirme mal y odio al mundo”. A principios de los ochenta se traslada a Inglaterra donde comienza a lamentarse por haber criticado tanto a “papochka”. “Mi padre me hubiera mandado a fusilar por lo que he hecho” afirma. En 1984, diecisiete años después de su huída, regresa por sorpresa a la Unión Soviética junto con su hija. “No tuve un solo día de libertad en Occidente” declara al llegar. Pero los rusos mucho no le creen. Le dan un modesto apartamento en Georgia, cerca de donde nació Stalin y no le otorgan ningún tipo de beneficio especial. El gorrión ya no puede volver a ser princesa.

En 1986, profundamente desilusionada y llena de amargura, vuelve a los Estados Unidos aprovechando que goza de la ciudadanía americana desde 1978. Ante las preguntas de los periodistas acerca de su traición a los valores americanos, afirma que nada de eso es verdad, que sus palabras fueron mal traducidas, que ella nunca renegó de América. Luego de una corta estancia en Inglaterra en los noventa, vuelve a Estados Unidos donde hace una última aparición pública en The Washington Times en 1992 afirmando que la KGB la había mandado a matar luego de su deserción en 1967. Y a partir de ahí se sumerge en el silencio. No quiso atender a los periódicos hasta un año antes de morir, cuando concedió una entrevista al Wisconsin State Journal, justo cuando se rumoreaba que había enloquecido y que vivía en la más absoluta miseria. Entonces contó que vivía en una residencia para ancianos y que nunca había podido vencer los fantasmas del pasado. Murió el 22 de noviembre de 2011 víctima de un cáncer de colon. Aunque sus familiares no anunciaron de su fallecimiento hasta seis días más tarde, del mismo modo en que los dirigentes soviéticos demoraron el anuncio de la muerte de Stalin en 1953. El fantasma de papá se había hecho presente incluso en su lecho de muerte.