En esta segunda crónica de la visita de Socompa a Ruka Choroy, la comunidad mapuche más grande de la Argentina, se cuentan los problemas que plantea, de uno y otro lado, la educación en un contexto de tensiones interculturales.
Una brisa suave apenas mueve las dos banderas que buscan flamear en lo alto del mástil cuando los chicos empiezan a llegar. Llegan casi todos juntos, a bordo de una combi y de un micro blanco que conoció mejores tiempos, y atraviesan la tranquera abierta hacia el edificio azul con techos rojos de la escuela primaria de la comunidad mapuche Ruka Choroy (Casa de los loros, en mapudungun), en el Parque Nacional Lanín. Es mediodía y hay cambio de turno: entran a clase los más chiquitos, desde Jardín de Infantes hasta tercer grado, y terminan los de los grados superiores. La próxima hora la compartirán todos sentados a las mesas de un comedor improvisado en el hall y los pasillos del edificio.
En la pared que se ve desde la entrada también están las dos banderas, la mapuche y la argentina, flanqueando una frase: “Mi cuerpo es mío”. Más allá, un enorme mural que cuenta una historia del pueblo mapuche. Sobre las otras paredes, carteleras y pizarrones con temas escolares. En medio del bullicio se escuchan frases en castellano y en mapudungun. La escuela es bilingüe y sus autoridades y maestros trabajan en estrecha colaboración con los padres y la Kumefeleal, el organismo de gobierno de la comunidad.
No siempre fue así. “Yo me acuerdo que cuando empecé la escuela de primer grado yo no sabía castellano. Lo que yo necesitaba, a la maestra yo le pedía en mapuche, le hablaba en mapuche y ahí me pegaba un reglazo, ahí en la mano. Era como si yo la estuviera insultando a ella. Siempre entendieron eso, que uno le insultaba. A veces uno pide para ir al baño, por ejemplo, y no te entiende y te pega y entonces encima, si vos no le sabés decir ‘me podés dar permiso para ir al baño’, si no lo sabés decir no lo decís; vos le decís en mapuche y ahí me castigaban. Encima me dejaba en penitencia”, ha contado Raúl Licán, el Inal Longko (cabeza espiritual) de Ruka Choroy.
Licán tiene 40 años, es hombre de pocas palabras pero se entusiasma cuando habla de la relación que se ha logrado construir entre la escuela y la comunidad. “Hoy cambió mucho. Me acuerdo que los padres no tenían derecho de ir a hablar con los maestros para ver qué pasaba con sus hijos, qué materias. Bueno, hoy tenemos la posibilidad nosotros de ir, preguntar y que le digan los maestros o el profesor que falla. En eso estamos trabajando bien. Tenemos una jornada completa también, con todos los profesores, directores, todos los que trabajan en la escuela. Entonces acercamos ideas, cómo se puede mejorar, qué sí, que no. Hay una interculturalidad, podemos dialogar con el blanco en mapuche. Tenemos también una escuela media que está funcionando, se trabaja mucho la interculturalidad”, dice.
“¡Es el lucero, seño!”
Farabundo Yepun Rocca Ñancucheo tiene siete años y es uno de los casi 150 chicos que asisten a la escuela primaria de la Comunidad. Este año empezó segundo grado y eso fue toda una novedad para sus compañeros, ya que llegó desde otra escuela, un hecho inédito en Ruka Choroy, de donde la gente se va pero a donde difícilmente llegue. Yepun, como ha pedido que lo llamen, es hijo del guardaparques Fabián Rocca y de María Ñancucheo, su mujer, una mapuche que defiende los derechos y la identidad de su pueblo en cada uno de sus actos. Llegaron hace pocos meses a la comunidad, cuando la dirección de Parques Nacionales trasladó a Fabián al Lanín.
El primer día de clases, la maestra hizo sentar a todos los chicos en círculo, mirándose a la cara como es costumbre en todas las reuniones mapuches, y Yepun se presentó.
– A ver chicos, ¿qué significa Yepun?, preguntó la maestra.
Después de un breve silencio, uno de los chicos contestó:
– ¡Es el lucero, seño!
Esta escena no sólo era imposible en aquellos lejanos años cuando el Inal Longko Licán iba a la escuela sino también hasta hace muy poco tiempo. Los chicos entraban en la escuela y los maestros les caían con el castellano sin relacionarlo con la lengua que se habla en sus casas. Trataban en enseñarles a leer y escribir pero la mayoría no aprendía.
Frente a la evidencia, desde hace dos años, los maestros de primer grado comenzaron a trabajar con un proyecto que reconoce al mapudungun como primera lengua y recién en segundo incorporan la lecto-escritura en castellano. El panorama cambió radicalmente. “Antes qué pasaba: los nenes venían a primer grado, los maestros empezaban con ‘mi mamá me mima’, y los chicos no manejaban muy bien el castellano porque en la casa les hablaban mapudungun. Les costaba mucho el castellano así, de golpe, sin relación con su lengua materna. Eso se cambió a partir de la experiencia y lo empezaron a laburar las maestras que están hoy. Y esos chicos que anteriormente empezaban en primer grado a intentar leer y escribir todavía están en sexto grado y no pueden leer. Les cuesta un montón. Con el plan nuevo, que empezó el año pasado, los chicos en segundo grado ya están casi todos leyendo”, dice María Ñancucheo.
Casi todos los chicos visten pantalones largos y camperas deportivas de colores vivos; la mayoría de los varones lleva camisetas de equipos de fútbol de Buenos Aires. Las de Boca, River y San Lorenzo ganan por robo en las preferencias. Todos y todas calzan zapatillas. Cinco días a la semana, durante el año escolar que, para esquivar las inclemencias del frío invierno del Parque Nacional Lanín, se desarrolla entre septiembre y mayo, muchos de ellos deben caminar por terrenos poco propicios hasta llegar a la huella por la cual pasa la traffic que los lleva hasta la escuela. De regreso es lo mismo.
Para los maestros tampoco es fácil llegar a la escuela. A excepción de las kimeltufe (los maestros de mapudungun, que son mapuches), ninguno de ellos vive en el Parque. La mayoría anda y desanda todos los días un recorrido de más de una hora en sus propios vehículos por el difícil camino de ripio que separa a la Comunidad Ruka Choroy del pueblo de Aluminé. Fuera del horario escolar tienen reuniones con los padres, clases para aprender mapudungun y no pocas veces se quedan hasta tarde para visitar y llevarles la tarea a los chicos que, por una razón u otra, no pudieron asistir a las clases.
A diferencia de lo que ocurre en las escuelas de las ciudades, los docentes y los auxiliares de servicio comparten la tarea educativa. Las cocineras, el personal de limpieza y, en el caso de la escuela secundaria, algunos preceptores y profesores de los talleres, son miembros de la comunidad mapuche. “Son importantísimos dentro de la escuela, porque ellos saben qué pasa en la comunidad, conocen a las familias de los chicos y, sobre todo, nos van metiendo en la cultura mapuche para que podamos trabajar en un verdadero proyecto intercultural”, dirá después Natalia Fava, la directora de la escuela secundaria.
La escuela que no existe
Hay que caminar menos de doscientos metros desde la primaria para llegar al lugar donde funciona la Escuela Media Intercultural de la Cuenca de Ruka Choroy. Pero ese no es su nombre oficial ni tampoco le pertenece el edificio donde se han improvisado sus aulas. Una y otra cosa – el nombre y las instalaciones – son parte de una de las tantas batallas de la comunidad mapuche por su identidad cultural y sus derechos. Para el gobierno de Neuquén se trata del Centro Provincial de Educación Media 14, Anexo Ruka Choroy, y todavía no ha puesto un peso para construirla. Para sus docentes y la Comunidad es la Media Intercultural y la hacen funcionar en el salón comunitario que este año, con más de cien alumnos, les está quedando chico.
“Hay un conflicto con Parques Nacionales por la cesión de dos hectáreas para construir la secundaria. Lo que pasa es que ahora se complejizó, porque la Provincia enmarcó el lote que debía ceder Parques dentro de su propio territorio. Se podría decir que los tipos corrieron el mojón y dijeron esta lonja le pertenece a Neuquén. Entonces ahí hay un conflicto catastral que bloquea todo”, dice el guardaparques Fabián Rocca.
A pesar de las dificultades, la existencia de una escuela secundaria en Ruka Choroy fue una gran victoria de la comunidad. “Antes los chicos se iban de lunes a viernes a escuelas de afuera, algunas de ellas religiosas, que no aceptaban las ceremonias mapuches. Tenían que vivir en albergues, lejos de sus familias. Cuando hace tres años se trajo la escuela acá fue un paso inmenso”, explica María Ñancucheo.
La puerta del salón comunitario desemboca en un amplio espacio circular de dos niveles, donde suelen reunirse la Kumefeleal, la Norfeleal (comisión jurídica de la comunidad) y las asambleas comunitarias. La circularidad de la construcción permite que todos, en todo momento, se vean las caras, de acuerdo con la tradición ancestral mapuche, mientras discuten los problemas. “Este es el salón de la Comunidad, donde se hacen las asambleas. Dos de las aulas funcionan acá, por primera vez desde este ciclo lectivo. Hasta el ciclo pasado nos arreglábamos en aulas que nos prestaba la escuela primaria 58. Pero el primer año hubo un curso, el segundo año hubo dos, este tercer año hay cuatro cursos, porque se incorporó el plan de estudios para adultos. Pero por la necesidad de espacio tuvimos que salir de la escuela primaria y ese fue un conflicto, conseguir dónde hacer funcionar las aulas que teníamos por crecimiento vegetativo. Y eso nos llevó mucho tiempo, no pudimos empezar normalmente las clases. Porque, bueno, la Comunidad cedió este espacio y se acondicionaron dos espacios para funcionar como aulas. Al mismo tiempo hay una cocina grande, que es donde se prepara el comedor y en este espacio, donde estamos, se suelen poner diez mesas donde comen los chicos”, dice la directora Natalia Fava mientras da una vuelta completa con la mano derecha extendida para abarcar todo el espacio en un solo gesto.
Natalia tiene 40 años, el pelo entrecano que resalta el color mate de su rostro y una sonrisa que no se borra en ningún momento. Su padre era neuquino, pero migró a Lomas de Zamora, en el Conurbano Bonaerense, donde Natalia nació, creció y trabajó sus primeros doce años como profesora de Matemáticas. Cuenta que su padre siempre le hablaba de su provincia natal y de sus ganas de volver. Murió en abril de 2008, sin haberlo hecho. “Entonces yo agarré mi autito, me vine a hacer su viaje y me quedé. Me dijeron que había una cátedra de matemáticas en Aluminé y la tomé. Lo único que me traje fue una valija, la mitad llena de libros y la otra mitad con ropa. En 2014, cuando se abrió la secundaria de Ruka Choroy me vine como profesora y soy directora desde 2015”, dice.
La charla se interrumpe porque los chicos salen en aluvión de las aulas y atraviesan corriendo el salón para aprovechar el recreo con un partido de fútbol en la cancha de pura tierra dura que hay al lado del salón comunitario. Cuando se alejan los últimos gritos, Natalia ceba otro mate y dice que eligió trabajar en Ruka Choroy a pesar de la distancia desde Aluminé, donde sigue viviendo, porque le interesó el desafío de educar codo a codo con la comunidad mapuche. “Era algo completamente novedoso, en principio porque es la misma comunidad la que impulsó la lucha para tener la escuela secundaria en su territorio. Y se trabaja estrechamente con ella. Hay un equipo conformado, que se llama Comisión de Seguimiento de la Escuela Media de la Cuenca, en donde intervienen los longko de las dos comunidades de la Cuenca, otros miembros de las comisiones directivas, las dos directoras de las escuelas primarias, tanto de Ruka como de Carri-Lil, y los padres de familia. Y esa comisión se reúne asiduamente, por ahí en momentos de conflicto con más periodicidad que cuando la cosa está más tranquila, pero es el grupo donde se toman las decisiones políticas, digamos, del rumbo de la escuela”, dice.
Educación y resistencia cultural
Armar el equipo docente de la secundaria no fue fácil, como tampoco lo había sido en el caso de la primaria. Es un trabajo que exige mayores sacrificios sin ningún beneficio económico a cambio sino todo lo contrario. Natalia Fava hace sonar el mate y lo explica: “Nos ha pasado de docentes que no pueden tolerar trabajar acá. Docentes de alguna disciplina que terminan renunciando directamente porque el tiempo de traslado y el gasto que significa el traslado no está contemplado en el salario. Cada docente cobra lo mismo que si trabajase en el pueblo. No es sólo el tiempo de viaje, sino lo que se desgasta el vehículo, al ser caminos de ripio el desgaste es realmente mucho. Por eso ya el solo hecho de que un docente acepte tomar estas horas y acepte este traslado es porque también está aceptando esta propuesta de trabajo. Con quienes están hoy trabajando en la escuela hemos llegado sin problemas a estos acuerdos, a esta forma de trabajar. Y todos aceptan la formación en mapudungun, también, como parte de su trabajo”.
La integración de la comunidad con la escuela no sólo se refleja en la participación de los padres y de los líderes comunitarios en su funcionamiento, sino también en la incorporación de los miembros de la comunidad en diferentes áreas de la escuela. A los kimeltufe, encargados de las clases de mapudungun para alumnos y profesores, se suman los profesores de los talleres de artes y oficios, siempre relacionados con las artesanías mapuches, los auxiliares de servicio y, desde el año pasado, algunos preceptores que, bajo el nombre de tutores, el Estado provincial aceptó contratar luego de largas negociaciones. “Uno de los requisitos es que sean miembros de la comunidad con participación social, bien activos. Incluso los auxiliares de servicio. No entraron a trabajar así nomás, ganaron un concurso para acceder a los cargos. Y son importantísimos dentro del proyecto intercultural porque, por ejemplo, son los encargados de coordinar todas las jornadas. Pasan a ser ellos los responsables de coordinarlas, por ejemplo. Hay una parte de la jornada que la coordino yo con la asesora pedagógica, y hay otra parte que es muy importante, como la formación en mapudungun o las entrevistas con los longko o las ancianas de la comunidad, que las coordinan los kimeltufe y los preceptores”, dice Natalia.
La charla se hizo larga y llegó la hora de un nuevo recreo. En la puerta del salón comunitario, todavía con el mate y el termo en sus manos, Natalia ensaya una despedida, pero antes insiste, una vez más, en que la interculturalidad está en la concepción misma de la escuela que dirige y que, así como en las comunicaciones oficiales al Ministerio utilizan el nombre de “Escuela Media Intercultural de la Cuenca de Ruka Choroy” que todavía no les han reconocido, también adaptan los contenidos curriculares a la realidad de la comunidad. Y cuenta, a manera de ejemplo, que el año pasado el trabajo interdisciplinario que hicieron los chicos fue sobre la recuperación, por parte de los mapuches, de los terrenos de Pulmarin, que están ahí nomás, y que lo abordaron desde cinco materias a la vez: Historia, Educación Cívica, Geografía, Lengua y Matemáticas.
Horas más tarde, en la matera que se levanta detrás de la casa del guardaparques, María Ñancucheo ayuda a Yepun con las tareas de la escuela. El sol empieza a caer cuando Awka Liwen (Rebelde Amanecer), la hermana mayor de Yepun y ahijada laica de Osvaldo Bayer, entra como una tromba.
Ha visto al cronista y al fotógrafo en la escuela y quiere contarles que ellos, los chicos de la secundaria, también les enseñan cosas a los docentes. Cosas de su cultura que a veces a los maestros les cuesta entender. Y dice que el otro día tuvieron que corregir a Naty, una profesora que está aprendiendo el mapudungun y que en lugar de decir ngellipun (el nombre de una rogativa anual que significa “estar todos juntos”) dijo algo así como “yeyupun”, que no significa nada.
Dice que ella y sus compañeros se rieron primero y la corrigieron después.
– ¿Y ella qué les dijo cuando la corrigieron?
– ¡Y nada, qué va a decir, nos reímos todos juntos!