A diez años del terremoto y el tsunami, otros temblores vienen sacudiendo a Chile. La epidemia de la Covid-19 le cayó como anillo al dedo a un Piñera al que la represión no le alcanzaba para frenar la revuelta social.

Solo el coronavirus pudo salvar a Piñera. Por lo menos por ahora. Y la paradoja es que el mal manejo de la crisis por la pandemia puede dar nuevos argumentos a las protestas, hoy amordazadas por barbijos y cuarentenas. Para sellar cualquier posibilidad de desobediencia, el presidente dictó un toque de queda que rige diariamente de 22 a 5 horas, a lo que sumó la ronda de más de 20 mil militares en la calle. Una medida que se parece más a una profilaxis política que sanitaria.

Marzo era el mes que todos esperaban en Chile. Esperanzados algunos, temerosos otros. La vuelta de los cabros a la universidad, la reorganización, la efervescencia tras la modorra de las vacaciones, auguraban el acorralamiento de un presidente que jugaba sus últimas fichas represivas ante la revuelta.

Y se viene marzo, anticipaban todos, cuando febrero se despedía. Desde Santiago y su Plaza de la Dignidad. Y también desde el sur más pobre, de pescadores artesanales y mapuches, de campesinos y funcionarios. Los ojos puestos en marzo, a la espera que algo cambie.

El coronavirus puso en cuarentena la revuelta, pero no le resta argumentos. El referéndum para habilitar el proceso de reforma constitucional previsto para el 26 de abril fue pospuesto para el 25 de octubre. La movilización ciudadana en torno a esa convocatoria deberá esperar.

En ese contexto, Chile recordó los diez años del terremoto y el tsunami. En medio del sismo social que comenzó en octubre pasado y no tiene fecha de caducidad, la sociedad se hizo un tiempo para la memoria.

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El 27 de febrero de 2010 a las 3,34 de la madrugada la Tierra tembló. El sismo de magnitud 8,8 Mw sacudió la costa chilena. El centro-sur del país fue la zona más afectada. Más de 550 fallecidos según cifras oficiales, 522 mil viviendas dañadas, y más de 2 millones de personas damnificadas -sobre una población general a esa fecha menor a los 17 millones-, dan cuenta de la tragedia.

El 27 de febrero de 2020, a diez años del terremoto, como si fuera un clarividente del confinamiento por venir, el presidente Piñera se aisló y recordó la fecha lejos de la gente, a bordo de un barco de la Armada chilena. En Dichato lo esperaban.

La localidad turística, humilde, provinciana, fue hace diez años arrasada y aún hoy nadie se atreve a decir cuánta gente murió. Solo las autoridades dicen y repiten que fueron 17, entre turistas y dichatinos. Las calles dicen otra cosa. Hablan de más de 40 y no confían en los números oficiales.

Hace diez años, la foto dichatina era de escombros, pequeñas embarcaciones de los pescadores a cientos de metros del mar, casas en medio de la bahía, escombros, gritos. La playa estaba sembrada de maderas, vidrios, cadáveres. La caminé cuatro días después del tsunami para recoger testimonios, para ver y narrar lo que el mar, que era sinónimo de vida y alimento, había provocado.

Volví diez años después a la búsqueda de memorias y para saber cómo cruzó la revuelta ciudadana a la pequeña caleta.

En Dichato, la ciudad de un solo terremoto, el sismo social es apenas una réplica menor. Acá la gente no es revolucionaria, no es mala, dicen en el pueblo.

El terremoto ciudadano no pasó por Dichato.

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Susana Andrades hace las más ricas tortillas al rescoldo de todo Dichato. Y vende por decenas todos los días. Su casa de la calle Ignacio Serrano es punto obligado de la procesión de vida cotidiana en el pueblo. Susana prende el horno unas cinco horas antes de que empiecen a llegar los clientes. El horno se alimenta de pedazos de madera que quedaron de la destrucción del tsunami y que fue juntando con el tiempo. En ese horno se queman trozos de casas derrumbadas diez años atrás, galpones y muebles.

Cuando el fuego ya es ceniza tira los bollos de masa para que se cuezan. Un rato después, raspa las tortillas aún calientes con un máquina lijadora, les saca lo negro, las sana del fuego.

Casi la arrastra el agua a Susana diez años atrás cuando bajó a buscar su cartera de la iglesia. ¿La casa?, a la casa que se la lleve el mar, pero la cartera de la iglesia tenía la plata de los diezmos, las ofrendas que una le entrega a la iglesia.

Casi muere ahogada, cuando la ola grande, la tercera del tsunami, lo tapó todo. Ahora ofrece un mate colorido que estrena, le pone una mezcla de hierbas, poleo, romero, menta negra y azúcar para acompañar una tortilla, y recuerda. Cuando empiezan a gritar “¡la ola!” yo le pedí a un joven auxilio, que por favor me ayudara. Ahí sí que lloraba, porque yo no quería quedar ahí. Yo ahí me senté a llorar amargamente, le pedí perdón al Señor. ¿Por qué tenía que volver a buscar la cartera de la iglesia? Si yo después podía comprar lo que era una virgen. Había dinero, pero ese era dinero que no me correspondía. Eran los diezmos. Ofrendas que una le entrega a la iglesia.

Susana es de mucha fe. Cree que el tsunami ocurrió porque la voluntad de Dios es soberana, y cuando la gente se empieza a portar mal, cuando hay soberbia, hay orgullo, hay robo, Dios tiene que dar un apretón para que las personas reaccionen.

Fue un apretón de Dios, dice Susana, y las fotos, pósters, figuritas, altares e imágenes religiosas que pueblan la casa no permiten creer que otra explicación es posible. Un apretón de Dios.

¿Y ahora?, ¿la revuelta social? Hay mucha disconformidad, dice Susana, la gente está disconforme, porque han esperado muchos años para que la cosa sea más igualitaria. Una persona come hoy con ochenta mil pesos (4 mil pesos argentinos). O sea, cuántos días come, paga luz, paga agua, los remedios, la calefacción en invierno. ¿Por qué un senador o un diputado tienen que ganar diez o once millones de pesos (unos 550 mil pesos argentinos), tener bencina gratis, viaje gratis, viáticos gratis?, se pregunta Susana, ¿no piensan en el resto? Eso es lo que da molestia. Cuando ellos se sientan en la mesa, ¿no piensan en los que están pasando hambre? Niños que no tienen una leche para tomarse, que les tienen que dar una sopita miserable. ¿Y por qué?. Chile es un país rico. Chile no es pobre. Tiene las grandes minerías. Tiene cómo solventar los gastos y darle más a la gente.

Para Susana la revuelta está justificada, pero gracias a Dios en Dichato no pasó. Yo digo, ¿para qué andan haciendo esas tonteras? No es forma de protestar. Oiga, quemar metros, quemar buses, quemar vehículos, quemar los supermercados, quemar los hoteles ¿Para qué? Eso es vandalismo. (…) A mí me gustaría que saquen los militares a la calle para que pongan orden, pero no para que vayan a matar. (…) El Presidente tiene que unir a su gente y decir “esto hay que hacer, porque esto está mal. Pongamos en orden. Hagamos el toque de queda”.

Un apretón de Dios.

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– Vendría Piñera. Aparentemente, pero no creo. Dichato es una ciudad muy roja.

– ¿Roja?

– Muchos socialistas y comunistas.

– …

– Los del bando contrario del presidente.

Los Sabores de Mónica es un restaurante popular del centro de la pequeña Dichato. Su dueño llegó de Antofagasta un par de años después del tsunami, y recurre a categorías políticas que el Chile del milagro y la modernidad decía haber dejado atrás. Rojos, comunistas, bandos.

Es que acá hay muchos pobres, especifica míster Los Sabores de Mónica, mientras con la calculadora suma dos empanadas de mariscos, un salmón a la plancha y una sierra con puré de la mesa cuatro.

Dichato, la ciudad muy roja según el dueño de Los Sabores de Mónica, tiene unos cuatro mil habitantes, poniéndole harto, dice. Sin ponerle harto serán unos tres mil quinientos. Nadie sabe la población exacta. Tampoco se sabe cuánta gente murió durante el tsunami. Todos los años la ciudad reconstruida recuerda a un número no definido de muertos.

A diez años, la pasión por los números redondos tienta a Piñera a salir de la convulsionada Santiago para mojar los pies en el frío Pacífico del sur. A diez años de la gran ola, el presidente del 6 por ciento de aprobación llegaría a la ciudad roja. El pueblo es un solo corrillo, vendría el presidente. Empleados de la Delegación Municipal pintan de blanco los paredones, sólo interrumpidos por unas vacas mañosas. Engalanan la ciudad para recibirlo.

Pero no. Piñera elige un barco anclado mar adentro, junto a su mujer, la del audio sobre los alienígenas y los privilegios por ceder.

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Y no vino nomás. Y no es que Dichato sea una ciudad roja, aunque algunos reclamos y puteadas se hubiese comido.

A diez años del terremoto y el tsunami, ausente Piñera, Dichato vivió el día 27 de febrero bajo la bruma marina. La vaguada no se levantó hasta bien entrada la tarde. Impuso un telón gris y húmedo al acto oficial de recordatorio de las 17 víctimas fatales oficiales.

Las ausencias pueblan la pequeña ciudad que reposa en la bahía.

Ausencias como la de José Manuel Morales Mora, que esperó el agua postrado en la cama. Su hermano Abraham no pudo salvarlo aquella madrugada de temblores y mares que salen. Así dicen en Dichato, se salió el mar.

La Armada, la radio, el Gobierno repetían que no habría tsunami, y bajo una luna inmensa Abraham salió a caminar pocos minutos después del terremoto. Las viviendas habían aguantado el movimiento. Abraham llegó a la ribera y fumando un cigarrillo vio que el mar se retraía. Se fue más allá de la bahía, recuerda, y entonces supo que el agua volvería con fuerza. Regresó a su casa, reunió a su mujer, sus dos hijos y sus tres perros, y encaró la subida hacia el cerro, para ponerse a resguardo.

Abraham fue buzo mariscador durante 25 años, cultivador de ostras y cholgas. El mar que le dio sustento, aquella madrugada le quitó todo: su casa y a su hermano. Cuando pudo bajar del cerro la vivienda ya no estaba. A José Manuel lo encontró un día después, enredado entre las ramas de un árbol, en la caleta de Villarrica, a un kilómetro de la cama donde esperó postrado.

Abraham vive en una casa que le dio el Gobierno, como la mayoría de los habitantes de la zona baja de Dichato. Pasa sus días deambulando por la ciudad, picoteado, de charla interminable con otros pescadores.

Este 27 de febrero de bruma marina se acerca a la gran cruz costera donde se realiza el acto oficial, pero no se mezcla entre la comitiva. A pocos metros de donde las autoridades dan sus discursos de rigor por el décimo aniversario, pide para un vino o un pisquito, mira la escollera de contención construida en la costanera. Pal mar no hay nada que alcance, dice.

La ausencia le puebla los ojos.

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Dichato tiene una calesita y una kermesse, además de varias casas de juegos con flippers viejos. La calle principal reúne unas cuantas casas de comida y muchos supermercados. Tiene un solo cajero automático e incontables perros callejeros que persiguen motos y duermen apiñados.

Juan de Dios riega todos los días unos manchones verdes que rodean el río, pa’ que se vea bonito el pueblo.

El río, en realidad, es una entrada del mar, dragada después del tsunami para que canalice el agua si vuelve a salirse la bahía. No tiene nombre y Susana la de las tortillas le dice el río de las ratas.

El mar arrastra río adentro montañas de luga, un alga marina que impregna la ciudad de un espantoso olor a podrido, y que el viento lleva hacia los hoteles más caros de Dichato.

Los bordes del río de las ratas lucen un pasto regado diariamente por Juan de Dios. Manguera en mano reflexiona sobre el estallido social y dice que la gente no aguantó más, que el presidente Piñera hizo muchas cosas por la reconstrucción del pueblo pero le tocó a él, y que si hubiera estado Bachelet nos hubiera dado un par de tablas nomás, y que por eso dice puta madre le tocó a él.

Piñera ganó con comodidad en Dichato las elecciones de noviembre de 2017, gracias, fundamentalmente, a las obras de reparación, la edificación de viviendas y la puesta a nuevo de la costanera y la zona céntrica.

Juan de Dios recita un mantra repetido en la ciudad. Reconoce la desigualdad social en Chile, pero aclara que plata hay harta, y no la tiene el que no trabaja. Cuando ya va terminando su faena diaria de riego, explica que en la Constitución no hay nada que favorezca al pobre, y ahora los chilenos estamos bravos, y antes aguantábamos todo, pero siempre plata hay harta y no la tiene el que no trabaja.

Y también dice que si no hay manifestación no hay arreglo, pero que por suerte, en Dichato, eso no pasó.

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El acto oficial ecuménico, con himno, autoridades y fuerzas vivas, termina de la peor manera para el Alcalde Eduardo Aguilera. Luego de los discursos del pastor evangelista, el cura, y el funcionario de más alto rango, Amandina le grita que por qué no va a Colihumo, que en Colihumo no hay ninguna calle asfaltada y es todo un barrial, y que los niños no tienen escuelas.

La pobretona caleta de pescadores que es Colihumo crece en la costa norte de la bahía que corona Dichato. Sin turismo, la pesca nutre lo poco que se reparte en el pueblo durante el día. A media tarde las chimeneas empiezan a humear y la caleta queda oculta por un gris acerado.

Aguilera, que es y era alcalde cuando sucedió el tsunami, le responde a Amandina que va a Colihumo por gente irrespetuosa como ella.

No va a Colihumo porque no tiene votos, le responde la mujer, usted es el que falta el respeto, estamos abandonados, no tenemos nada.

Aguilera accedió a la alcaidía de Tomé -ciudad cabecera de la que depende la Delegación Municipal de Dichato- en 1996. Sólo dejó el cargo durante cuatro años para ser concejal, y hoy es nuevamente alcalde. Integraba el Partido Demócrata Cristiano, pero desde 2011, dice, es independiente.

De derecha es, explica Amandina que le grita que se escapa como una rata, igual a Piñera que está escondido como la rata que es, y vislumbra que se viene marzo y no lo vamos a soltar hasta que el presidente renuncie.

Aguilera vuelve a Tomé y Amandina se sienta más tranquila, frente al mar, en el pequeño paredón recién pintado. Acepta un mate y dice que en marzo los cabros vuelven a la universidad y se van a organizar, y que las movilizaciones van a arrastrar a Piñera, y que está harto cansada de los weones de derecha.

Todo sucede antes que la pandemia le colocara un respirador artificial a la gestión del presidente.

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Una coincidencia entre los chilenos de hoy: todos miran el Festival de Viña del Mar. Es un acontecimiento de alcance nacional, difícil de dimensionar o encontrar un equivalente en Argentina. Picos de casi 70 puntos de ráting; diarios, radios y televisión llenando el día con lo más importante que sucedió sobre el escenario; bares y restaurantes con la transmisión clavada en la pantalla; comentarios en la cola del market.

Viña 2020 convoca a los chilenos frente a las pantallas, ya sea para ver la quema de vehículos en la puerta del emblemático Hotel O’Higgins; ver las algo endurecidas caderas de Ricky Martin; ver brincar a Mon Laferte al ritmo del coreado el que no salta es paco; o escuchar cómo el humorista Stefan Kramer reivindica la lucha de la Primera Línea.

La edición 2020 del Festival no fue una más. Al borde de la suspensión, las autoridades confiaron que el sistema represivo y de seguridad mantendría a raya a los protagonistas de la insubordinación ciudadana.

El evento se realizó y el primer día siete vehículos ardieron en la puerta del Hotel O’Higgins, cuyo lobby también fue atacado. Al día siguiente el hotel cerró sus puertas. Las cámaras televisivas se regodearon con esas imágenes, mientras el público comenzaba a llenar la Quinta Vergara.

Sobre el escenario, noche tras noche, abundaron los mensajes de rebeldía. Stefan Kramer y El Flaco desde el humor, y Mon Laferte con la música -y su lengua punzante: No toda la gente sabe lo que es cagarse de hambre de verdad, dijo- dejaron en claro que a la comunidad artística el levantamiento popular no le es indiferente.

Más de 60 puntos de rating, primeros planos de la farándula chilena -y algo de la argentina- en las butacas privilegiadas, muchas vinchas de Ricky Martin, y la pregunta que subyace a la televisación de los mensajes rebeldes desde el escenario de la Quinta Vergara: ¿Banalización de la lucha o la lucha por otros medios?

Más allá de la estudiada corrección política de algunos artistas y la sinceridad de otros, las tribunas de Viña dieron su veredicto. ¡Piñera conchetumadre, asesino igual que Pinochet!, corearon miles.

En Los Sabores de Mónica están las ocho mesas llenas la segunda noche del Festival de Viña. La pantalla gigante muestra a Mon Laferte confesar que dudaba si ir a cantar o no, en medio de la revuelta social. Miles de mujeres en las butacas, muchas de ellas con pañuelos verdes pidiendo por el aborto legal, seguro y gratuito, o con pañuelos violetas feministas, cantan sus canciones a los gritos, y la aplauden a rabiar cuando confiesa que se decidió a participar cuando una amiga le dijo: Tenés que ir y dejar la cagá. Fue, y dejó la cagá con forma de protesta y rebeldía.

Una nena de diez años baila y canta las canciones de Mon Laferte agarrada del borde de una de las mesas en Los Sabores de Mónica. Mira a su papá y le pregunta.

– ¿Por qué un cartel dice Renuncia Piñera?

– Porque gobierna para los ricos.

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En el pabellón de comuneros mapuches de la cárcel de Temuco también vieron el Festival 2020 de Viña del Mar. Son once los detenidos políticos, entre ellos varios lonkos y un machi. Condenados algunos, imputados otros, compartieron el pequeño televisor de una celda para ver al humorista El Flaco lucir una remera con un ojo sangrante y la leyenda Nada borrará la sangre derramada.

Violento, dice desde el escenario, es que se muera la gente en los pasillos de los hospitales. Violento son los sueldos miserables. Violento es la jubilación de mi abuelo. ¿Hay plata para los bomberos? No, no hay. Hay plata para comprar más carros guanacos y zorrillos, lanza El Flaco y el público de la Quinta Vergara que minutos antes había bailoteado al ritmo del pop estadounidense de Maroon 5 explota en aplausos.

Al día siguiente de esa quinta noche del Festival, la mañana del viernes 28 de febrero, los comuneros mapuches reciben visitas. Transportan hasta el salón donde se apiñan familiares y amigos, sus ponchos y mantas que utilizan como almohadones y manteles. Ceban mate hasta el hartazgo. Celebran la performance de El Flaco, su imitación de Piñera. Las cámaras de Viña muestran las tribunas donde chilenos y chilenas se tapan un ojo denunciando la acción represiva de los Carabineros, y los comuneros mapuches sienten una íntima satisfacción, que al día siguiente comentan con las visitas.

Y entonces la charla transcurre entre primeras líneas, insurrecciones populares, El Flaco, recuperaciones territoriales, huelgas de hambre, y saludos para los afectos del otro lado de la cordillera.

La revuelta ciudadana mostró centenares de banderas mapuches en las manifestaciones, pero la mayoría de las comunidades se mantienen al margen de los reclamos. Por lo menos de forma organizada, dicen los comuneros.

A las 15 horas termina el horario de visita en la cárcel de Temuco y familiares y amigos desandan las veredas del amplio Boulevard Balmaceda. Algunas horas después, en un bar de la periferia del centro de la ciudad corazón de la Región de la Araucanía, tras servir la tercera ronda de pisco sour, un mozo repasa la insurrección, el cronograma de marchas por venir, la convicción de sus participantes, y sentencia: Y eso que los mapuches todavía no se metieron.

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Hace diez años, en la caleta de Villarrica, Dichato, María Cristina también miraba por  televisión el Festival de Viña del Mar. Tirada en la cama de su casa recién refaccionada veía el show de ese nicaragüense o costarricense que canta señora de las cuatrodécadas. Después de los bises, el piso comenzó a temblar.

Era la madrugada del 27 de febrero de 2010 y los primeros minutos del terremoto coincidieron con el final de la presentación de Ricardo Arjona en Viña.

María Cristina se asomó a la ventana y contactó a sus vecinos para emprender el ya estudiado camino hacia el cerro, sabedores que después del temblor se sale el mar.

Con las primeras luces, desde la altura, vio su vivienda recién arreglada rodeada de agua, en el medio de la bahía. Esa imagen se convirtió en el símbolo de la destrucción de Dichato.

Esa noche había una luna nunca vista, una luna inmensa, llena, pero naranja. No era amarilla, no, no, era una cosa…. Bajo esa luna emprendió la caminata hacia el cerro.

María Cristina Gajardo que escuchaba a Arjona en la cama, minutos después subía el sendero y solo oía misericordia, señor, llantos, y también un silencio solemne.

Diez años después, María Cristina señala la foto de su casa en medio del agua. La tiene pinchada en la pared de madera, junto a otras fotos de su familia, a medio metro del altarcito lleno de vírgenes y rosarios.

Hoy vive exactamente en el mismo lugar donde estaba la casa que fue arrastrada por el agua. Ahora su vivienda tiene pilotes, un primer piso elevado con vista a la bahía, al ir y venir de las pequeñas embarcaciones de pescadores artesanales.

¿Miedo que el mar? No, no, va a venir, va a venir otra vez. Oye, que venga. Que sabes hacer lo que hay hacer. Hay que subir otra vez para allá, dice y señala el cerro, a espaldas de la casa.

María Cristina mira el altarcito al lado de las fotos. Se persigna y dice que es muy creyente, pero que Dios no castiga y que por algo será y compara el tusnami con lo que está pasando ahora, el estallido social, la hambruna, las pestes, que tanto se está dando. Eso ni siquiera tocarlo, eso me da susto. Eso me da miedo. Y me hace ser mejor persona, po. Por el temor a Dios.

Vuelve a las fotos y al altar, camina hasta la puerta junto a Chocolate, su perro previsiblemente marrón, se despide y dice que a la noche actúa El Flaco en Viña.

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Pasó el aniversario del terremoto, pasó Viña del Mar, y el coronavirus inmunizó temporalmente a Piñera.

Quién sabe, con esto de la pandemia, quizás marzo llegue en octubre.

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