Tipo querible como pocos, el Tata Cedrón ofrece conciertos a sus vecinos desde el zaguán de su casa y – guardando las distancias – conversa con quienes se acercan a escucharlo. Sentado en un colorido banquito, encara un repertorio que le hace frente al aislamiento de la pandemia.

Porque navegar es preciso, viajo y atrapo en las redes una diminuta perla oculta, inesperada. Se trata de los “Conciertos al paso” que Juan el Tata Cedrón ofrece a sus vecinos desde el zaguán de su casa. El evento, nada eventual, se promociona en http://nuestroquerer.blogspot.com y en la página no oficial del gran músico, la que crearon sus fans en internet. La información es escueta pero entusiasma y, como soy vecina, combino vía mail (antoniagarciacastro@gmail.com) con Antonia, escritora y coordinadora de la iniciativa, para ir a escuchar al gran músico.

A la hora señalada, sábado al mediodía, tengo mi turno, como si fuera al doctor. Pero acá se trata de unos minutos deliciosos de charla, arte e intercambio, a dos metros de distancia del compositor de los poemas de Gelman, Tuñón y Dylan Thomas, creador e intérprete del legendario Cuarteto Cedrón que debió marchar a París en tiempos de la Triple A. Digo intercambio porque la escena evoca el potlach, aquella ceremonia que practicaban los pueblos originarios de la costa del Pacífico, en el noroeste de Norteamérica donde, por tradición ceremonial, las gentes se hacían obsequios con reciprocidad. Acá, en Villa del Parque, el show es gratuito, un regalo, y mi familia, que me acompaña, lleva libros para los anfitriones.

Fue Antonia, su compañera, quien comenzó con la movida al inicio de la cuarentena, ofreciendo libros a los niños, niñas y niñes que pasaban por la calle donde residen. Un pasaje que desemboca en una plaza con cancha de bochas, mesitas y juegos, donde se cruzan la vejez con las infancias.  Acaso un paisaje posible para conciertos futuros.

De familia de artistas, el Tata es el entrañable hermano de Alberto, exponente de la vanguardia, del pop al arte bruto, y de Jorge El Tigre, director de la legendaria película Operación Masacre. Promotor incesante de belleza, amigo de Julio Cortázar, fundador del pionero café-concert Gotán, Juan inventa y se reinventa para no aburrirse y para repartir los tesoros que tiene y elige dar.

Llega al zaguán luego de dar tres golpes contra el piso, como indica una antigua tradición teatral. Se sienta y apoya uno de sus pies sobre un banquito rojo, azul y amarillo, toma la guitarra y ofrenda una joya musical con unas estrofas en guaraní que trascienden las barreras idiomáticas. Cuenta que es una guaraña paraguaya que le enseñó un compañero pintor de brocha gorda de su hermano Alberto, “era divino, un pintorazo”, cuando vivía con su familia proletaria y numerosa (seis hermanos) en el campo, en Mar del Plata. El Tata la canta con gravedad y ternura y luego llega Yuyo verde, de Domingo Federico y Homero Expósito, con ese clima melancólico tan tanguero (“De tu país ya no se vuelve ni con el yuyo verde del perdón”) y una potencia que filtra los sonidos de la avenida Álvarez Jonte, a solo media cuadra.

Estamos con barbijo, respetando las normas que impone el cuidado social, y así se ve transitar a la gente de Villa del Parque. Antonia engalanó sendas ventanas de la casa con tapas de antiguos longplays, un móvil de madera y libros del amigo rosarino, Adolfo Nigro, un gran afecto como lo fue otro santafesino, el poeta, periodista y escritor Paco Urondo. “Ibamos a la calle Venezuela, donde se armaban unas tertulias inolvidables, con Zulema Katz, Paco de Rosa y otros compañeros”, evoca el Tata los encuentros en casa del autor de Los pasos previos.

El día está soleado y despejado, ideal para mirar el cielo y la arboleda, pero quien se distrae en pensar y mira hacia al suelo, se encuentra con una frase pintada sobre el cordón: “Si quiere ver la vida color de rosa, eche veinte centavos en la ranura”.  Y no se inmute amigo, la vida es dura, con la filosofía poco se goza. Pero en el pasaje del barrio, familias, jóvenes, solitarios disfrutan. “Porque hoy es sábado, día de la creación”, diría Vinícius de Moraes. Alguno camina con el termo y el mate; otro saca al perro a pasear, cruzando la acera se ve una terraza con cuadros de una paleta multicolorida y hay quien exhibe sus bordados.

Como la brevedad es una de las consignas de cuidado, no vale permanecer más allá del mini-concierto. Otros vecinos van llegando, evitando aglomerarse. Tras el aplauso, llega “una más” y la yapa se agradece. Es La musa maleva, de Julián Centeya, interrumpida apenas por el ruido de una camioneta que estaciona cerca, la vida continúa, pese a tantas cosas.

Un transeúnte dice que “estaría para traer la parrilla y ponerla acá”, aunque inmediatamente se sonríe porque sabe que no, que no se puede en estos tiempos. Antonia cuenta que las Muestras al paso de a poco se van multiplicando en otras puertas y ventanas de la ciudad, como en las de la psicoanalista y fotógrafa Valeria Erlijman, en Almagro, o en las de Castro y Garay donde Julio Coviello toca su bandoneón arrabalero los sábados de sol. “Somos una tribu dispersa”, recuerda Antonia que decía Alberto Cedrón. Sólo es cuestión de animarse y abrir. De a uno, de a dos, circulando, en las cercanías. Cantos, cuentos, recetas de cocina, palabras de aliento, música siempre.

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