Un viaje a Madrid que de pronto aparece en Munich, una modelo que cree haber sido abducdia desde un plato volador, una puesta en escena, con la complicidad de su marido donde Cathy cayó como un chorlito. Los antisemitas suelen ser muy crédulos.

El Mercedes Benz circula rápido y sereno por la carretera. Los viajeros son una pareja venezolana y dos amigos españoles. Es de noche. Les falta una hora para llegar a Madrid. De pronto, el motor empieza a ratonear. Los faros del auto son dos tubos compactos que traspasan un banco de neblina. A un costado de la carretera titila una extraña guirnalda de luces de colores. La bruma impide distinguir formas. Se oye una musiquita de fondo, como el zumbido sideral que acompaña a las apariciones de platos voladores en los filmes clase B: Piúu… Piuuú… tituburú… Piúu…. Pero lo que aquí se cuenta no es ficción, o no todavía. En el asiento trasero, la mujer –muy rubia, muy joven y muy bonita– pega un grito de miedo:

–¡Mira, mira lo que hay ahí…! Es una vaina rara. Óyeme, espérate, ¡hay algo extraterrestre!

La rubia joven y bonita es, visiblemente, la más perturbada. El coche sigue avanzando. Un cartel indica: “München, 101 km”. El grupo se sume en la más completa perplejidad. Madrid queda a mil quinientos kilómetros de Munich; a una velocidad constante de ochenta km/h, recorrer ese trayecto les debería haber llevado unas dieciocho horas. Se detienen en una estación de servicio Shell. Se abrigan y entran en el mercado. “¿Tendrían algo de beber?”, pregunta el esposo de la venezolana. Respuesta: “Nein!”. La joven bonita se ríe. Y pregunta:

–¿Hablan ustedes español?

Los empleados alemanes se miran intrigados. Llega un patrullero de la polizei. Entran en la estación. Revisan las góndolas.

Where is the country? Spain?, insiste la blonda.

Le señalan un punto en el mapa.

–¡Mira dónde estamos! ¡Estamos aquí, en Rosenheim! –dice ella.

La joven se cubre la cara con ambas manos, pero su sorpresa es imposible de ocultar.

–¿Come facho para llegare a Madrid?, intenta en itañol el marido, dirigiéndose a los del mostrador.

Los policías se acercan y piden documentación. La mujer bonita busca su pasaporte, alucinada; va de acá para allá, interroga, se pregunta en voz alta. También se ríe, pero no tanto de los nervios. Su risa traduce cierta expresión de felicidad, consciente de que eso que pasa supone un raro privilegio: lo que están viviendo es increíble y no entiende por qué ni su esposo ni sus amigos lo ven tan claro.

Llega una mujer que habla un poquito de español. Certifica que eso es Alemania.

–Señora, no lo va a creer, pero hace dos minutos estábamos en Madrid. Luces, nosotros vimos unas luces rojas en la carretera y niebla en España…

Su marido pregunta adónde se puede ir a comer. La situación es delirante, pero él no parece entender qué es lo que está sucediendo. Ella sí. Además, lo disfruta. Gesticula su asombro y enfrenta a su marido, más seria:

–¡Papi! ¿Pero qué te pasa? ¡Pana, tripéalo, estamos en Alemania! ¡Si nos transportaron los extraterrestres! Si nos meten presos, yo soy inocente…

En eso, entra a la tienda un español tan pasmado como ellos. Se lee en su rostro que viene de vivir la misma experiencia. Luego, llegan tres bávaros con sus pantalones cortos, tirantes y sombreros tiroleses. Todo lo confirma: están en Alemania. Acto seguido, estaciona un Chrysler de los años treinta. Bajan dos ingleses con ropa de época y su mejor cara de “hemos perdido el rumbo”.

–¿De qué año son? El venezolano pregunta en un inglés apenas inteligible.

One thousand eight hundred and fifty-eight.

–¡Estos son de otra época! –le da otro vuelco al corazón a la rubia–. ¡Pasó una vaina en el tiempo!

Ya los teleportados son legión en la tienda del surtidor de la Shell: el asombro había alcanzado su punto culminante.

El elenco aplaude y le entrega un ramo de flores a la víctima de la broma, la modelo y actriz Catherine Fulop. Era una puesta en escena del programa Inocente, inocente, emitido por Telemadrid, España, el 16 de marzo de 1993. El cómplice de la cámara oculta fue su marido de aquella época, el actor Fernando Carrillo.

El programa le entregó el Premio Inocente de Plata en atención a su candorosa ingenuidad.

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