Obreros que van y vienen bajo la garúa, la ciudad locomotora de un Brasil que no puede parar, un mozo abismado en un café-bar de Alto da Lapa y una mujer que irrumpe desde el Planeta Hambre para redimir a “la carne más barata del mercado” se dibujan sobre el fenómeno aturdidor de Bolsonaro. (Foto: Claudia Conteris).

Bandeirantes

Veo cómo construyen un edificio monstruoso en la geografía inquietante de São Paulo. Los obreros van y vienen bajo la garúa. Se meten en un refugio de madera cuando la lluvia es intensa para después salir como si nada a hacer lo suyo.

Supongo que Brasil en enero dispara en la mayoría una serie de imágenes que este fragmento de la ciudad evoca de forma extraña. Hay calles como toboganes en lugar de olas y erupciones de árboles salvajes de donde emergen antenas que parecen salidas de la ciencia ficción soviética. El sol está adentro de cada uno a su manera, o se intuye en gestos, en el andar relajado del que sabe que el agua está, pero pasa.

Al lado de la obra la lluvia chispea sobre una piscina inmensa y azul cercada por reposeras. Después hay casas largas y rectangulares, palmeras salidas de la nada y una enorme avenida que no se deja ver entre tantas construcciones apiladas.

La calle de enfrente parece doblarse contra la ventana, tan exagerada que hace que los autos se vuelvan de juguete. A una cuadra, por la plaza de las Corujas, pasa un hilo de los ríos entubados de la ciudad, vecino de los cimientos del predio.

En el interior de esta ciudad que está cumpliendo 468 años se libra una batalla de proporciones geológicas que no pueden ser ignoradas. Claro, todo filtrado por la mirada un tanto deforme del extranjero.

Brasil no es un país para principiantes, es la frase de Tom Jobim que tarde o temprano los residentes reciben de otros residentes.

Soy un residente atípico, creo. Estuve un año fuera de Brasil. El día a día en São Paulo eran recuerdos y la realidad brasileña llegaba virtual, como resaca de aquella cuarentena autoimpuesta.

Durante el 2020 comencé a escribir para Socompa sobre ese fenómeno aturdidor que es el Bolsonarismo, potenciado con la llegada del Covid. Su “revolución conservadora” hacía pensar en la frase de Mallarmé que Steven Shavino revive al escribir sobre aceleracionismo: Todo se resume a la Estética y la Economía Política. Al final todo se resume a eso. Bolsonaro, de la mano de sus hijos, de una militancia fanática y de Bannon luego, encarnó esa blitzkrieg estética de la derecha alternativa que se llevó puesto a un progresismo de izquierda que estaba a punto caramelo, acusado de corrupto, elitista y hegemónico, preso de la modorra del oficialista y con la economía en recesión.

Vivimos los cacerolazos a Dilma, el show demente de la votación del impeachment, la llegada de Temer, el asesinato de Marielle, la prisión de Lula, la elección… Definitivamente Brasil / São Paulo, aunque maravilloso, no era para principiantes.

A estas tierras difíciles llegaron los jesuitas. Después los bandeirantes extendieron los límites como consecuencia del desenfreno posesivo de la conquista. Se dedicaron a cazar la mano de obra indígena que logró que el asentamiento en las alturas sobreviva y se desarrolle. Luego los latifundistas del café elevaron sus nombres y sus riquezas beneficiándose del negocio de la esclavitud. Construyeron sus mansiones en el punto más alto, donde hoy está la avenida Paulista, convertida con el tiempo en una suerte de puesta en escena del sueño americano. Desde esos rascacielos la ciudad empieza a bajar y a extenderse en un horizonte interminable de pequeños edificios hacia una periferia que no se detiene. Los asentamientos de trabajadores, que daban vida a la metrópoli, se transformaron barrios luchando por los servicios esenciales, a fuerza de burocracia administrativa. La planificación urbanística y las leyes se concentraban en las alturas, delimitando con el tiempo el lugar que le correspondía a uno y otros.

En su libro São Paulo: o planejamento da desigualdade, Raquel Rolnik cuenta como la ciudad, en apariencia caótica, es fruto de decisiones a lo largo de su historia. Decisiones que al día de hoy nos dejan con una periferia de negros, pardos y migrantes de otras partes de Brasil, y un centro en el que predominan los blancos encerrados en predios y condominios, caminando apenas por las calles, con el miedo crónico que nace en la desigualdad estructural.

Locomotora

En una esquina el mozo observa a la caza de cualquier gesto de los clientes. No para. Es muy joven, flaco, las cejas prolijamente depiladas, gorro, barbijo y un delantal con el nombre del local encima del uniforme oscuro. Es eléctrico a la hora de limpiar las mesas. Todo el tiempo se muestra disciplinado y esconde la relación casi infantil que tiene con los compañeros que están del otro lado de la barra. El chico es una parte de esta ciudad que se autodenomina “la locomotora” que arrastra Brasil. São Paulo no puede parar, fue un lema de los años 50. Acelera São Paulo, fue uno de 2016.

He vuelto a este lanchonete (bar- café) de Alto da Lapa en el que pasé muchas tardes. Recuerdo abril de 2020 cuando el Covid entraba en una “guerra de narrativas” y el rezo Bolsonarista era Brasil no puede parar. Aquí Brasil no paró, más bien se ralentizó. Aparecieron los barbijos, el alcohol en gel, las mesas espaciadas, la pistola para medir temperatura, el tapete higiénico… Recuerdo también salir y caminar y caminar cuesta abajo para encontrarme en la realidad paralela del enorme mercado da Lapa con el Brasil que no podía parar, donde las pistolas para medir temperatura y la compra online parecían de ciencia ficción. Ahí la informalidad es todo. La única opción para ellos era exponerse al virus. No podían escapar de la llamada al sentido común haragán y caprichoso del gobierno. En esos días algunos salían con la remera de Brasil a hacer caravanas por la avenida Paulista para protestar contra la posibilidad de aislamiento. Luego en lo alto de sus departamentos esperaban que los otros, con el cuerpo, aún más precarizados y sin leyes que los amparen, unan el mundo pre y pos pandemia para que la economía no decaiga.

Abismo

El mozo se acerca a la barra y espera. Ve al cocinero untando de manteca las dos mitades del pan francés blando que va a colocar sobre la plancha donde todo se calienta. Después envuelve un buen pedazo de queso en jamón y lo coloca al lado, hasta que se funda y termine dentro del sándwich con la manteca derretida. No tarda en traerlo a la mesa con un montón de aderezos. Misto quente. Por los dioses, como extrañaba uno de esos.

Entonces ocurre algo que ya he visto muchas veces. El chico se queda en pausa, colgado. Imagino una canción, una serie, la plata, sus cosas, presente, futuro, la historia familiar, la distancia enorme para volver a casa …

En el prólogo del libro sobre São Paulo, el raper Emicida cuenta su historia personal. Creció en la periferia y fue testigo de la construcción de uno de esos asentamientos que lucharon por ser barrios. Reflexiona sobre el hogar, sobre la idea de casa que poco tenía que ver con arquitectura, porque esa era una idea que no existía en su cabeza. Planificar, estudiar, organizar, proyectar el lugar en el que se va a vivir, es para quienes son Gente, el resto son Engranajes a los que la ciudad ha convencido de que solo precisan de un lugar donde guardarse hasta la próxima jornada.

La mirada del mozo se extiende hasta un abismo. Su expresión cambia. Parece que a través de los ventanales le proyectan una película extraña y sin forma. Deja de ser joven. Si el reflejo de buscar la pantalla del celular no interrumpe ese momento, dándole la sensación de que poseer el aparato y sus servicios lo conectan con los clientes que viven a unas pocas cuadras. Si ese simulacro que lo hace olvidar su cuerpo no actúa, el abismo en la mirada llega a tocar las entrañas de la ciudad. Siente el barullo de las aguas subterráneas mezclándose con motores regulando. Un tránsito atascado que roba horas de vida. La violencia interminable de cosificar al otro. El miedo a la automatización cuando lo humano es una pérdida de tiempo en el Engranaje. El verdadero caos.

Pero como dice el título del libro del Rolnik, la ciudad no es un organismo caótico e ingobernable: la desigualdad fue planificada. Y si existió una forma de planificación, también es posible otra, una que no escape a ese abismo. Y es eso lo que está en juego este año de elecciones. La apuesta Bolsonarista, del centro, de la centro derecha, hasta de cierto “progresismo” es no parar a hacerse preguntas y maquillar las heridas con acciones superficiales.

La carne más barata del mercado

A finales de enero dos muertes resuenan por Brasil metiéndose en esta pequeña crónica. Elza Soares, cantante y figura emblemática de la comunidad negra, y Olavo de Carvalho, escritor, pensador.

Elza creció en los morros de Rio de Janeiro. Viuda a los 21 años, llena de hijos, empezó a ganarse la vida cantando en bares. Se hizo un nombre como interprete y compositora. Fue odiada y agredida por buena parte de Brasil por ser “la otra”, la amante del ídolo del fútbol Garrincha que la molía a golpes. Adquirió los pliegues de la vida en su voz, hasta transformarse en una leyenda de la Samba y la Música Popular Brasileña. Decía venir del “Planeta Hambre”. Con desgarro inmortalizó la estrofa “La carne más barata del mercado es la carne negra”.

En el otro extremo, Olavo de Carvalho. Para la nueva derecha, neo conservadora, anarco capitalista, por momentos extrema, fue el intelectual más grande de Brasil. Denunció al Foro de Sao Paulo como organización terrorista, fue “influencer” en la victoria de Bolsonaro. “Olavo tem razao”, era el dicho que arrancó en el antipetismo como un mantra contra las políticas de izquierda. Olavo tenía razón para ellos porque aseguraba que los cambios, la lucha contra la desigualdad y las políticas de reivindicaciones no eran más que formas de dominación del comunismo. En sus cursos de filosofía online se formaron varios de los futuros ministros de Bolsonaro. Para Olavo de Carvalho no había racismo en Brasil. Repetía eso de que la esclavitud ya existía en áfrica, olvidándose de que fueron los europeos los que la transformaron en un negocio a gran escala, contribuyendo a transformar un color de piel en sinónimo de mercancía.

Pero pienso en Elza. Recuerdo haberla visto en vivo en 2017, homenajeada en el Memorial da América Latina de São Paulo. Estaba cerca de los noventa años. Recuerdo un momento en el que el show llegaba a su punto más alto de emoción e intensidad. Entonces Elza pide silencio para agradecer a la orquesta y luego de los aplausos, pregunta al director: “¿Donde están los negros?” Recién ahí descubrimos que en la inmensa Brasil Jazz Sinfónica había solo un par de músicos negros. Elza nos sacó de su homenaje en un segundo para que nos asomemos al abismo. Entonces le dijo: “Vamos a tener que hacer algo con eso”.