¿A qué suena Cambalache hoy? ¿Solo a tango viejo? En estas líneas autobiográficas se encuentran un padre inmigrante que odiaba a ese tango por nihilista y un hijo que le pasa como al padre: no poder bancarse, contra todas las evidencias, ni al escepticismo ni a la porquería ya lo sé.

Mi viejo, como todos, tenía un puñado de frases y muletillas de las que hacía un combo de yeites. A mi viejo le gustaba ironizar sobre los modos delicados de las viejas epístolas, las etiquetas y las condesas y decía “Con mucho gusto y fina atención”. Porque en parte se crio en el campo y fue un laburante, cuando elogiaba respetuoso las tareas de un albañil, un carpintero o un pintor decía: “Un trabajito bien hecho”. Mi viejo no dejaba de repetir amargo que John Wayne era “un fascista” y el actor argentino Juan Carlos Thorry –que residió en la España de Franco- “un falangista”. Como todo judío, mi viejo decía de Wagner: “Qué lástima que fuera antisemita”. Amaba el folklore y cuando cantaba la Misa Criolla de Ariel Ramírez decía “Chancho, chancho, chancho” en lugar de “Santo, santo, santo/ Señor, Dios del universo”. Mi viejo entonaba lindo, aunque solemne, o se hacía el arrebatado y solemne. En Semana Santa siempre dedicaba unas horas de sillón para escuchar la Pasión según San Mateo, de Johan Sebastian Mastropiero.

Mi viejo solo se permitía –o podía- hablar de algo remotamente asociado a la eroticidad dedicando frases admirativas a Sofía Loren y Elizabeth Taylor (como quien habla de esculturas, en mi infancia de familia de judíos progres no se hablaba de sexo). Mi viejo la militó -mi vieja también- en tareas solidarias con el bando republicano español y por su fugaz paso por el PC estuvo un mes encanado durante el primer peronismo. Acababa de tener la primera cita con mi vieja, por lo que mi vieja tuvo que esperar para la segunda.

El viejo se vino o lo vinieron a la Argentina a los seis u ocho años desde la Galitizia polaca. Entiendo que su padre vino a echar bases un año antes y que un hermano suyo eligió EEUU. Por qué mi abuelo eligió Argentina, no tengo la más remota idea. Como sea se instalaron primero en Lobería y luego en Tandil, cuando ambas localidades eran más pampa que pueblo. Único y exclusivo recuerdo de esos años de vida pobrísima entre campo y pueblo que transmitió mi viejo: el de una yegua llamada Conga que arrastraba un carro. En el carro, jabón y lavandina que fabricaba la familia, para vender. Aquella era una variante más, campera, de lo que en ídish se llamaba cuéntenik, vendedor ambulante, buhonero. José Ber Gelbard comenzó así, al igual que miles de judíos, turcos y árabes inmigrantes. Alguna vez, en México, un amigo de mi brother Coco se cagó de la risa ante ese recuerdo paradojal y algo terrible: judíos fabricando… jabón. De aquel padre de mi padre no sé absolutamente nada, salvo su foto severísima con barba oscura y ojos coléricos como los de Jehová, una cosa intimidante que supo legar, el cabrón.

Un tango para el arroyo Maldonado

En sentido contrario a mi vieja, que se crio en La Paternal y me contaba con alegría de la diversidad de inmigrantes en el barrio y de los desbordes del arroyo Maldonado, cuando corrían sandías y melones entre olas, mi viejo odiaba al tango. O más bien, siendo que le daba con gusto a Gardel, posaba como un odiador de tangos. Al menos decía lo típico, que no le gustaban los tangos llorones de mi pobre viejita y los de abandono amoroso.

En la crítica del tango –visto décadas y décadas después- mi viejo era un típico reaccionario de izquierda, un hombre de época. A mi viejo le encantaban los personajes populares, le encantaba prolongar largas charlas con ellos –sobre todo si eran criollos de campo- y a la vez era elitista. No le gustaba el diario Crónica y menos le gustaba que en el tren en que iba al laburo los morochos que venían de San Fernando, Carupá o Virreyes llevaran el Crónica enrollado en la mano. No se trataba solo de que fuera Crónica, diario popular, diario sensacionalista, si no que eso no se podía hacer con un diario, artefacto sagrado de lecturas serias. Eso creían muchos sobre los diarios, siglos atrás.

Muy pero muy particularmente, me acordé hoy al canturrearlo temprano, mi viejo detestaba Cambalache. Ese tango del escepticismo, decía. Ese tango nihilista, añadía, literal. Y aquí viene el punto clave de lo que me puse a pensar. Me puse a pensar que mi viejo –y me dejó la marca, nos dejó la marca a los hijos, una marca que es epocal y generacional-, siendo que venía de la pobreza en Europa y los cosacos, del peligro del servicio militar obligatorio, siendo que perdió con la República Española, siendo que fue contemporáneo del nazismo, siendo que me contaba historias tanto de la Guerra Civil española como de la expulsión de los judíos de España, siendo que fue contemporáneo de algunos de los años más horrorosos de la historia humana (él tendría alrededor de 20 años y pico cuando los campos de concentración) mi viejo no se permitía el escepticismo, siendo a la vez un tipo a veces amargo y duro, que laburaba de lo que no quería, comerciante, luego un pequeño importador del Once que volvía a casa con una caripela que asustaba. Estaba por escribir que mi viejo, como tantos judíos y muchos cristianos también, se quedó esperando la Revolución como al Mesías, de acuerdo a las vastas tradiciones mesiánicas de la historia judía. Y me acordé antes de seguir tecleando: mi viejo adoraba también el Mesías de Haendel y yo me lo cantaba leyendo las letras en la contratapa del disco de vinilo.

Me acuerdo algunas líneas de memoria: For the Lord omnipotent reigneht. Aleluya. And He shall reign for ever and ever. Visto ahora (“Y Él reinará por siempre y para siempre”), aquello parece una creencia setentista para cuando llegara la Revolución, sin que necesariamente fuera Perón el Mesías, sí acaso el Pueblo bueno, el Pueblo de los anarcos que mi viejo había querido (cantaba: Rojo pendón, no más sufrir. Levántate, Pueblo leal), u otra versión posible, el Pueblo heroico y musculado a lo Carpani.

Hoy que estamos medio huérfanos de esperanzas y revoluciones pienso: mi viejo me dejó huérfano de sus ojos. No de sus ojos hacia mí sino de lo que fuera que miraran sus ojos –lo que él sintiera- cuando era pibe. Me (nos) dejó sin sus ojos y sin algunas memorias que imagino valiosas, reveladoras. No sé qué verían los ojos de mi viejo cuando él tenía ocho, diez, quince, 17 años en Lobería o Tandil (tampoco sé en qué año exacto se vino la familia a Buenos Aires, donde mi viejo se hizo talabartero y sindicalista de base).

Mi viejo, y en términos generales toda la familia paterna, escondió bien al fondo de la mierda la historia anterior a su emigración. Por eso mi hermano Coco hizo un documental, Hacer Patria, tratando de develar el secreto –uno supone que el dolor, pero también la vida general y cotidiana- de todo lo que la familia grande ocultó cuando nosotros éramos chicos de pantalón corto. En esa película mi hermanó retrató sin necesariamente proponérselo una típica historia de la inmigración –esa fue en parte la devolución de muchos espectadores – y lo mismo sobre el proceso de peronización de las clases medias.

Ahora bien, vuelvo a Cambalache, que mi viejo odiaba. ¿Odiaría ese tango solo por su letra o también por ser su autoría de Enrique Santos Discépolo en los años en que él era gorila de izquierda y Discépolo era Mordisquito?

Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé
En el 510 y en el 2000 también

No, mi viejo no podía bancarse que el mundo fuera una porquería y estuviera condenado a serlo en el 2000 también. El 2000 de Perón, Unidos o dominados.

Mi viejo murió relativamente joven, con la única ventaja de que no debió sufrir al menemismo. Un amigo suyo del alma, ingeniero químico echado en la Noche de los Bastones Largos, en cambio, murió en dictadura diciendo “No me quiero morir en un país fascista”.

Siempre se habla de la genialidad y la vigencia de la letra de Cambalache, aun en su amargura. Hoy mismo podría entenderse a ese tango como una mirada del mundo que vivimos solo que con su particular tono porteño. Tono porteño de los no agradables (comerciante quejoso, portero, tachero, tilingo general). Hoy, la línea que dice Y, en el mismo lodo, todos manosea’os, podría ser una variante de Son todos iguales. Son todos ladrones.

Ignorante, sabio o chorro, pretencioso estafador, hoy, podría referir a la ignorancia general, a la chatura de todo, a los antivacunas y conspiranoicos, al fanatismo de muchos, al de los libertarios. Qué atropello a la razón.

No tenemos rockeros que en sus letras sean capaces de darle una nueva vuelta a estos versos célebres:

Mezcla’o con Stavisky, van Don Bosco y La Mignon
Don Chicho y Napoleón, Carnera y San Martín
Igual que en la vidriera irrespetuosa
De los cambalaches se ha mezcla’o la vida
Y herida por un sable sin remache
Ves llorar la Biblia junto a un calefón

En aquel levísimo lapso de la primavera de 1973, y acaso algo más, mi viejo fue feliz con el peronismo. No porque se hubiera hecho peronista. Sino que por participar en la cámara de comerciantes mayoristas se iba todos los martes a la noche a discutir políticas en un espacio institucional creado por Gelbard. Se habían abierto además las relaciones con Cuba y los entonces llamados países del Este y en casa el viejo y la vieja recibían a un funcionario previsiblemente simpático de la embajada cubana. Palmitos con salsa golf.

De las muchas herencias que recibí del viejo está la ya mentada: cuesta un huevo y medio bancar el espanto del mundo (cierto es que la tuvimos bastante peor), asumir que los pueblos no son santos ni benditos y que la condición humana viene con fallas de fábrica. ¿Alcanza con el pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad? Hasta ahí. En el peor de los casos el futuro, a veces, se parece al horno en que se vamo’ a encontrar.