Como siempre, habrá debates sobre la cantidad de los concurrentes a la marcha. Para el cronista – que comete el atropello de escribir en primera persona – hay una cifra que es incuestionable: a los que hayan sido hay que sumarles 30.000. (Foto de portada: Rafael Calviño)
Con el primero que me crucé fue con Gustavo, antes de llegar a la Plaza. Venía con un grupo de compañeros, con sombrillas de gajos celestes y blancos que llevaban su nombre escrito y debajo del nombre decían: “Senador”. Tenemos muy pocas coincidencias políticas con Gustavo, o quizás una sola: estar del mismo lado, aun pensando distinto.
Gustavo y yo compartimos alguna vez las aulas del Colegio Nacional de La Plata, donde no pertenecíamos al mismo grupo de amigos. Muchos años después fue director de ese mismo Colegio, el nuestro, y desde ese lugar nos abrió las puertas para que nombráramos sus aulas con los nombres de nuestros casi cien compañeros asesinados por el terrorismo de Estado.
Esta tarde nos dimos un abrazo fuerte. “Hay que empezar de nuevo”, me dijo. “Desde menos diez”, le contesté. Nos despedimos riéndonos, como si alguno de los dos hubiera contado un chiste.
Un ratito más tarde, lo encontré a Daniel que iba hacia la marcha con su hermana y algunos amigos. Nos abrazamos palmeándonos las espaldas con fuerza. Nos preguntamos por familiares y amigos comunes, por viejos compañeros del Colegio. Le pregunté por qué no había ido a la última reunión. “Estaba bajoneado, pero a la próxima voy”, me dijo. “Sos un boludo”, le contesté. Las palmadas del abrazo de despedida fueron todavía más fuertes.
Decidí recorrer la marcha en sentido contrario al de las columnas. Desde la Plaza de Mayo hasta la Plaza de los dos Congresos y después volver. Me crucé con colegas que estaban haciendo lo mismo que yo: marchar y trabajar al mismo tiempo. Primero con Fernando Amato, después con Ricardo Ragendorfer y más tarde con Rafael Calviño, a quien descubrí desde lejos con la cámara colgada, conversando en grupo. Nos saludamos rápido, con el afecto de siempre. Fernando y Patán siguieron con lo que estaban haciendo. Con Rafa nos miramos, sabiendo que sus fotos y estas líneas (que yo todavía no sabía cómo serían) se iban a amalgamar en una crónica de Socompa.
Alicia y Hugo me cortaron el paso en Avenida de Mayo antes de llegar a Piedras. Me atajaron sonriendo, nos abrazamos y nos besamos. Los ojos de Alicia brillaban, y en ese momento pensé que así también brillaban los ojos de su hermano Mario, asesinado por la CNU en 1975, en La Plata. Casi no hablamos; nos miramos y fue suficiente porque los tres estábamos ahí.
Dos cuadras después escuché el grito de Carmen que me llamaba. Me acerqué cortando la marea de gente y vi que andaba felizmente cargada. En sus brazos llevaba a su nieto más pequeño, que también es nieto de Ricardo. Ricardo y Carmen se enamoraron en el Colegio Nacional en 1973, el mismo año que egresamos. Cuando la dictadura desapareció a Ricardo, Carmen pudo salir del país con Ramiro, el pequeño hijo de los dos. Hoy la vi marchando con su nieto en brazos. “Lo hacés debutar temprano”, le dije. Me contestó con una sonrisa y se despidió con un beso.
Fui y volví por Avenida de Mayo y después me metí por Diagonal Norte, también en sentido contrario al de las columnas que marchaban.
Transpirado de abrazos, volví a la Plaza a tiempo para gritar esa consigna que nos une a todos:
¡30.000 compañeros desaparecidos!
¡Presentes, ahora y siempre!
Cuando me alejaba de la Plaza, todavía sin saber qué iba a escribir, tuve una sensación, que es la que acaba de empujar una por una las palabras de esta crónica. Sentí que en cada abrazo, por los pocos huecos que quedaban entre nuestros cuerpos apretados, se iban colando ellos, nuestros compañeros desaparecidos.
Esos que para nosotros están siempre.