Una línea que no es delgada pero sí oscura une en esta crónica a la vez brillante y estremecedora las muertes de los años 75, 76 y posteriores con conocidas barbaries policiales sucedidas aun en democracia, incluidas las del presente.

Aquí está el hombre y aquí está la evidencia. Hagan lo que quieran.

Dashiell Hammett

A las trece en punto Carlos Sthoge se plantó en la puerta del bar de Mitre y Riobamba y relojeó desconfiado un salón repleto a la hora del almuerzo. Saludó con poca onda y dejó las pertenencias en la mesa: llaves, agenda, bolso de mano, celular. Había salido del Conurbano y jugar de visitante lo ponía nervioso.

Pidió agua mineral sin gas y de la agenda sacó una fotocopia:

Acá está la trampa —dijo.

Mostró un identikit y aferrado a el como a sí mismo leyó en voz alta las anotaciones al pié:

“Cuarenta y cinco, cincuenta años”.

Manos pálidas de muerto; el índice de la derecha, como un dedo de rapiña, terminaba en gancho.

—En esa época yo pisaba los cuarenta y nueve.

Una cabeza desmesurada, todo en él es desmesurado. Ojos marrones, mirada de loco. Coincidía altura —metro ochenta—, peso —noventa kilos—, cutis blanco y fisonomía. Camisa negra desabrochada hasta el pecho, cadenita con la virgen, zapatillas blancas sin medias. Tenía el perfil de remisero del segundo cordón.

Este soy yo —dijo al fin—, y son unos hijos de puta.

—¿Por qué dice que es usted?

Agitó el identikit.

—Porque a este dibujo lo calcaron de la foto de mi legajo.

Trazó la señal de la cruz y como un devoto dejó un besó en el dedo de rapiña.

Yo no fui, te lo juro por las cenizas de mi viejo…

Sthoge, suboficial mayor de la Policía Bonaerense, me quería convencer de que no fue él quien mató a José Luis Cabezas.

***

Fue el primer sospechoso de la causa. El 30 de enero de 1997, cinco días después del crimen, su nombre ingresó a la investigación mal tipeado por el escribiente, Estoges.

Fue sospechoso porque manejaba una camioneta Dodge de características compatibles a la vista en la escena del crimen; porque como suboficial mayor de la Bonaerense cumplía funciones en la sub-brigada de la Costa, sitio propicio para hacer la inteligencia previa y tramar la impunidad posterior; y porque los testigos vieron a un hombre como él en el último sitio donde Cabezas fue visto con vida.

El cartel de sospechoso en la frente duró poco. De investigado pasó a colaborador de los instructores y asunto terminado. Eso es lo extraño: el caso Cabezas está cerrado, muerto, enterrado y olvidado como Cabezas, pero a él le preocupa. Ante los cabos sueltos pierde la estabilidad emocional. Levanta la voz, se le hace aguda y argumenta, y repite y putea y se pone loco:

A mí me mandaron al frente y eso me indigna, me pone del bocho, me dan ganas de mandarme una cagada. De agarrarlo del cogote a ese Caballo, ahora que está en la lona, y ponerle el .357 adentro de la boca y decirle: “Decime las cosas como son porque te vas a tener que ir a buscar la cabeza al Río de la Plata”.

—¿Por qué a usted?

No sé, yo soy conocido por trabajador.

Era un elefante en un bazar. Movía los brazos con torpeza y el oro se agitaba en el cuerpo: reloj, cadena, anillo, pulsera.

—Toda mi vida laburé volteando chorros. ¿Querés que te diga una cosa?

—Seguro.

—A mí me felicitó el general Ramón Camps, ¿entendés?

Dijo Camps como quien dice Dios.

***

El día que lo conocí viajé en el asiento de atrás de su fiat rojo, el pie derecho arriba de la nueve y el izquierdo sobre los cargadores. Adelante iba Rita, la esposa; morocha, flaca, muda. Fue un viaje corto de la cita hasta el bar en Quilmes que eligió para charlar. Por el círculo astillado de la luneta entraba un airecito fresco. Era un círculo perfecto, diminuto: a la cabeza.

Rita quedó en el auto y antes de bajar la puso al tanto.

—Vamos a hablar cosas de hombres.

Le cuesta ocultar lo que piensa; se le cruza por la cabeza y cae.

Repetía que él no fue, que lo hubiera matado de otra manera.

Cuando hago una boleta pongo el coche al lado del chabón y le pego un grito. Le bajo el cargador y a las diez cuadras cambio de auto. Ya está, se acabó el trabajo.

La prueba de la inocencia era una cuestión de estilo.

Al principio defendió la versión oficial: Prellezo, Ríos, los cuatro horneros, Yabrán y su aversión por el retrato fotográfico y todo eso. Un bonito relato que sencillamente no cierra: cuatro testigos que declaran en su contra a pedido del abogado defensor; un arma homicida que no estuvo en la escena del crimen; una cámara fotográfica destrozada que la varita mágica de un rabdomante encuentra intacta en un riacho de provincia; y se puede seguir.

Cada uno se mantuvo en la suya hasta que de pronto dijo algo inesperado.

La investigación es un dibujo de la policía.

Sthoge delató a sus pares.

—Tiene razón, y usted es sospechoso.

Se levantó de la silla como un gigante. Las miradas en el bar apuntaron a él y se notó el esfuerzo por contener la furia.

La moza apoyó un cenicero en la mesa y preguntó si todo andaba bien.

—Estoy a punto de perder el control —gritó, después respiró profundo, miró alrededor y se sentó; por fin se sentó.

De esa tarde pasaron cinco años y muchos bares y siempre me sobrevoló la misma pregunta: ¿por qué le preocupaba tanto el crimen de Cabezas?

El auto quemado de José Luis Cabezas.

***

La radio en el mostrador informó que esa noche caería una helada en zonas suburbanas. La avenida San Martín de Florencio Varela estaba desierta, los árboles secos en la oscuridad de la plaza eran una fila de siluetas anónimas con las manos en alto.

Sthoge pidió una lapicera. En la mesa lo de siempre: llaves del fiat, celular, bolsito de mano con la nueve adentro y agenda con stickers en la tapa —es hincha del Rojo; escudo, camiseta y un Bochini que patea una pelota inexistente.

Buscó una página en blanco y escribió con letra de imprenta clara, geométrica, balanceada, elegante. El punto en la i un círculo, no olvidó acentos, subrayó, usó guiones y paréntesis; caligrafía de docente. Escribió domicilios, números de teléfono, nombres y alias. Arrancó la hoja y la entregó.

Una pista nueva. Dijo que no avisó del dato antes porque lo estaba caminando. Apodo Tango, nombre posible Javier: agente de la SIDE, siempre de traje, instructor de tiro; petiso, piel blanca, nariz aguileña, pelo corto parejo y redondeado; detalló con trazo vigilante. Para la época del crimen de Cabezas lo ubicó en Pinamar a cargo de un grupo operativo. “Iban a hacer un trabajo en la Costa para el Turco”. Sonaba verosímil, tal vez era humo.

Le pedí más datos de Tango y me citó una noche en una estación de servicio de la Avenida Calchaquí, a tres cuadras de la iglesia del Perpetuo Socorro.

Llegó con Rita y la dejó en el auto.

En medio de la conversación se cortó la luz del bar. Desde ese momento lo escuché iluminado por los focos de los autos cuando entraban y salían de la estación. Ráfagas de luz: asesino confeso cuando impactaba de lleno en medio de la cara; silueta torpe en la penumbra; una voz desde el más allá cuando ganaba la oscuridad.

Por esa época lo habían mandado a San Isidro y maldecía al jefe: “Tengo que seguir de atrás a los que conocen y a mí me gusta ir adelante”. De Tango llevó poco, tal vez se arrepintió: que andaba como él con la nueve a la altura del pecho sobre la cintura izquierda. De ese modo, me dijo, gatillaba más rápido.

Para justificar el viaje me dio una clase veloz de gatillero. Lo mejor es el .22 con silenciador porque mata seguro y nadie se entera. Apuntó con el dedo de rapiña y lo llevó bajo la mesa e imitó el sonido mudo del disparo ―el vuelo de una mariposa. Me mató como cinco veces.

Al tiempo escuché hablar de un agente de la SIDE al que llamaban Tango, la historia está en los diarios. Se dijo que fue el cerebro del robo a un banco, el robo del siglo, pero nunca lo encontraron.

El crimen de Cabezas está manejado a nivel político, ¿entendés? A nivel de cúpula policial. Ahí pueden tapar las cosas porque es un círculo cerrado. Cuando las cúpulas policiales hacen sus arreglos y tapan sus cagadas, se encierran en sus casinos y ahí no entra ni sale nadie. Ellos saben bien quién se mandó la cagada, quedáte tranquilo que la tienen reclara. El punto es cómo hacer hablar a esa gente.

—¿Se le ocurre algo?

—Si querés yo te puedo chupar alguno. Con la banda mía me lo llevo al campo encapuchado y le doy máquina hasta que cante.

Detrás de él hay una leyenda. Se ha dicho que tiene más de treinta boletas encima, que vomita después de matar, que la marca personal en los pibes que ha boleteado es la mano atravesada por el balazo.

La escena posible es la conclusión de la balística filtrada por un par, poética del Conurba: de rodillas el pibe se cubre con las manos en alto y suplica:

―No me mates.

***

Renegaba de sí mismo y de él había hecho otro.

Su cara de sospechoso en la puerta del juzgado había sido publicada en los diarios. Vestía saco oscuro, pantalón claro y corbata a cuadros. El pelo muy corto y canoso a los costados le daba un aire de yuppie maduro con mirada de marine. El Sthoge que conocí era un hombre de pelo bordó y flequillo tonto como el de Carlitos Balá.

Busqué una explicación. Pregunté a sus pares. De ese modo, fue la respuesta, nadie lo reconocería en una rueda de sospechosos.

Miró al mostrador y levantó la botella de agua mineral.

Fría y sin gas.

En la radio hablaba un pastor brasilero y él no mostraba intención de irse.

Hay algo en el crimen de Cabezas que lo aterra y yo no sé qué es, pero a cambio de que creyera en su inocencia estaba dispuesto a contarme su historia de gatillero del Conurba.

Le dije que es sospechoso porque en la causa falta uno y porque el identikit del que falta es igual a él. Se lo recordé con un dibujo del lugar donde los asesinos esperaron a Cabezas en el último sitio donde fue visto con vida, la fiesta del empresario Oscar Andreani.

Daniel Otero.

Describí la escena:

—La testigo paradita acá.

.

—La fiesta, el auto. Acá había un tipo, acá otro, otro y otro. Polis y horneros. El quinto, en el auto, era Carlos Redruello.

—Sí.

—Pero resulta que Redruello quedó libre. Falta el quinto hombre.

—Sí.

—¿Quién estaba sentado en el auto?

―¿Quién?

—No es nadie conocido porque los conocidos fueron condenados.

―¿Y entonces?

―Es uno de afuera: usted.

Se puso loco, pero bien.

—¿Vos qué querés?

Le hubiera gustado ser él mismo pero en otro cuerpo. Como eso es imposible se resignó y dio la cara, explicó y dio detalles y juró por la madre.

Yo sé todo, conozco a todos los banqueros, yo sé dónde se corta cada coche que se afana en el Conurbano. Te saco las fotos cuando entran si querés. Te filmo a los tipos que cortan cinco coches por semana y hablo de coche cero kilómetro, ojo que es otro precio. Te filmo cuando va la mano derecha del jefe de la brigada a lo del tranza. Cuando sale con la plata. ¿Vos qué querés? Te filmo los correos, los punteros, los pasadores. Arregla el juzgado, arregla la brigada, y el vigilante gana un par de lucas por mes. Cómo quieren que ese vigi salga derecho. Anda con un fierro en la cintura y pretenden que no se mande una cagada en el camino. Si están todos prendidos, la agarra el jefe, la agarra el gobernador. Los sobrinos van para todos lados.

—¿Quiénes son los sobrinos?

Los sobres, papá. Léxico policial. Hay sobrinos gordos, sobrinos flacos, medio pelo, pero todos llegan, ¿entendés?

—Entiendo.

—¿Vos qué querés? —repitió.

—Hacerle una pregunta.

—Hacéla.

—Se dice que usted tiene más de treinta boletas encima, ¿es verdad?

—Tal vez son más, yo volteo chorros.

—¿Se acuerda la primera?

—Sí, era una piba rubia. 

***

Puede que la honestidad del asesino sea confesar su crimen, pero en ese bar del segundo cordón no había a quién preguntarle. Quedaba el mozo cabeceando detrás del mostrador y en la radio el pastor seguía con el sermón.

—Pasaron más de treinta años pero de noche cuando me acuesto y cierro los ojos le veo la cara.

La razón de la sorpresa en Sthoge no era el paso del tiempo.

—La veo igual a mi hija.

Era agente en el Puesto Caminero de Quilmes y tenía 29 años. Fue el día que el Ejército Revolucionario del Pueblo quiso copar el Batallón 601 Domingo Viejobueno. En un Torino, con un cajón de balas y una UZI partió a cumplir la orden del jefe: “Haga lo que pueda”.

Llegó hasta un matadero de ovejas, el Penta, donde lo recibieron con ráfagas de fusil.

—Las balas me zumbaban la cabeza y me tiré al suelo. No tenía idea desde dónde me apuntaban.

Cruzaba y descruzaba las piernas. No encontraba una posición cómoda en la silla. La derecha sobre la izquierda, la izquierda sobre la derecha, completamente blancas y completamente sin pelos. Lo es, pero no parecía humano.

“Cerca de las 21 efectivos de la Policía bonaerense atacaron al núcleo guerrillero ubicado en Belgrano y Montevideo. Lo hacían desde un matadero de ovejas“, estableció la crónica del diario La Opinión del 26 de diciembre de 1975.

Crónicas de posguerra.

Empezaba a oscurecer.

—Me arrastré por un barro sangriento y las ovejas muertas se me caían encima.

Llegó a un baldío y se cubrió en el tronco de un eucalipto.

—Vi una camioneta cruzada sobre el Camino con cuatro extrema. Dos femeninos, dos masculinos.

Sentía el tableteo del fusil. El golpe seco del plomo cuando se incrustaba en la madera verde sonaba así: tac tac tac, uno tras otro. Los pedazos de madera volaban por el aire.

El pastor le pedía al diablo que se fuera y la cabeza del mozo había caído definitivamente sobre el mostrador. Ese bar era tierra de nadie. A Sthoge lo veía de espaldas en el espejo con el brazo izquierdo colgado del respaldo y el derecho apoyado en la mesa.

Aprovechó un momento de calma y cuando se asomó la vio de pie a un costado de la camioneta, el pecho cruzado por una bolsa de arpillera con los cargadores.

—La remera era verde y el vaquero gastado.

La Foja 379 de la causa de Monte Chingolo enumera las pertenencias de los muertos: “un pantalón vaquero Kansas, una remera, un par de zapatillas deportivas…”.

Con la mano derecha hizo girar la botella vacía. Una mano chica, de otro cuerpo. En el dedo anular el anillo con sus iniciales grabadas: CS.

—Me acuerdo siempre, las zapatillas no eran de marca.

La describió.

—Rubiecita de ojos celestes. No tenía más de 20 años, un pecado.

La dibujó en la humedad de la botella con el dedo de rapiña, el del gatillo.

—El mismo corte, el mismo pelo recogido hacia atrás.

Al girar la botella fue como si la tocara.

—Mi hija creció y se hizo igual a esa piba.

El bar era un lugar inmundo, todo repugnaba: el olor de la fritura vieja, la fórmica grasienta y agrietada de la mesa, el verde y amarillo sucio en la pared fosforescente, el pastor que no callaba. Fora, Satán.

Él seguía.

―Un compañero mío vio que la mina me tenía mal y se arrastró por un terraplén, quedó de costado y le mandó una ráfaga. Ella se dio vuelta y se puso a dispararle.

De la boca dura salió una risa nerviosa o una mueca de asco.

—Sentí que no me tiraba más y me di vuelta, me puse de rodillas y le apunté.

No había otro sitio donde llevar la mirada, era imposible escuchar otra cosa.

—Cuando la tuve en la mira le bajé el cargador. ¿Entendés?

Hizo una pausa y esperó una palabra, un gesto, algo.

Insistió.

—Le puse los treinta y dos plomos de la UZI, ¿te das cuenta?

Él era quien no entendía mi silencio.

―A esa piba muerta la borraron de mi legajo.

Clavaba unos ojos desconfiados y me pregunté si así es como mira el filicida que confiesa.

―Fue mi primer muerte y esa vuelta no vomité.

Al fin se resignó. Pegó un grito y como si nada hubiera dicho señaló la botella:

Otra.

El mozo caminó desde el mostrador como una marioneta borracha y nosotros seguimos hablando de pavadas. Al rato lo vi subirse al fiat y perderse en la bruma fría del segundo cordón, donde juega de local.

 

*Este texto forma parte del flamante libro de Daniel Otero: Crónicas de Posguerra, La vida secreta de los que hicieron el trabajo sucio. Editorial Octubre, 2017.