Todo sucede en un país en el que pasan cosas parecidas a la Argentina y donde no se salva ni Santa Claus. Una mezcla de requiebros, especulaciones e indiferencias que no parecen ser el mejor rumbo.

 

Nota del autor o precuela: este texto fue escrito en contratapa de Página/12 en el verano de 1989-1990, un diciembre. Híper y saqueos. Es de mis primeras escrituras “literarias” sin que lo supiera entonces. Lo exhumé por aquello que parece expandirse al presente. Qué mal, fieras.

 

 

Hubo una vez un mozo gozoso, de nombre Hans, que deleitábase cantidad arracimando dichos sobre los techos de la aldea. Confundíanse los gritos de la feria y la bullanga de las mujeres en torno de las fuentes de lavado de divisas era tal que este mozo gozoso, colmado de risas por la vida, no atinaba nunca jamás a preguntarse el porqué de las cosas ni de los cosos. Su padre, humilde herrero de un ´país extranjero, había perecido de dulzura con la risa a flor de labios. Su madre era puta y una tibia tarde de verano, mientras mecía el moisés en que nuestro Hans babeaba sus alegrías venideras, fue presa de un mal perplejo que la dejó sumida para siempre en un estado de semidelirio profundo, blando y placentero.

Hans creció y se desarrolló al amparo de de labriegos y gentes de la aldea que contemplaban divertidas cómo el mozo se hacía fuerte, bello y musculoso. Y cómo con su sempiterna sonrisa y cándida sociabilidad aceptaba todos los alimentos: la leche de burra, la butifarra de los bosques umbríos, el cajapán de los pobres. En señal de agradecimiento el mozo trepaba los techos de las aldeas y arracimaba allí sus dichos que se colaban por las chimeneas para caer y derramarse sobre fuegos y calderos y cacharros en los hogares y la dicha estallaba en 1228 chispas y las gruesas mujeres rubicundas sentían enrojecer sus cachetes, reían jajajá y señalaban hacia el techo para que sus pequeños supieran que era nuestro mozo el que así devolvía los favores recibidos y si no lo hacía compraba Bónex, Tidol y Bocón y después en todo caso veía.

 

-¿Es que nunca estás triste, Hans?

-No veo qué razón para la tristeza.

-¿Acaso no te cansas de ser feliz?

 

En las tardes espesas de abejas y misiles el mozo gozoso pescaba ranas en arroyuelos de negras burbujas. Los forros enganchados en alambradas de púas agitábanse y Hans ampliaba su sonrisa para admirar su rostro en la superficie tornasolada de las manchas de aceite que exhalaban pesqueros soviéticos hundidos. Nunca, nunca jamás, mientras pasaba así sus tardes, nunca jamás era poseído Hans por la melancolía, el spleen, la zozobra o el mal gusto. No se preguntaba sobre su origen ni sobre la lucha de clases ni sobre la problemática de la mujer golpeada ni sobre la pesada herencia que hemos recibido de la administración saliente ni sobre su padre el herrero y su madre que (sin que él supiera) terminaba sus últimos días enganchada al suero y al nueve. No se preguntaba el por qué de las cosas nuestro mozo. Solo era gozoso y pescaba ranas, amasaba la masa, arracimaba sus dichas sobre los techos de las casas en la aldea o los depositaba en los graneros o en el Citibank o transaba Extasy en las puertas de los cuarteles o arreglaba con la cana o arreglaba los almácigos de los jardines del señor de la comarca o se disfrazaba de cieguito en el subte B o se dejaba hacer en los mingitorios del ministerio del Interior o se iba a Yale y obtenía un posgrado o se mandaba a la cancha y arrancaba la bandera de Central a cadenazos. A todas partes iba Hans con su camiseta roja en la que se leía I love iniciativa privada.

 

-Vos estás totalmente colifa.

-Colifa, coliflor, colibrí, colegí.

-Rayado, out, loco del culo.

-Barulo, yip, haceme un pirulo.

-¿Barulo? ¿Yip?

-Yip-zig. Sed etiam quartz proof.

 

Las doncellas más tiernas de la Himmlerstrasse hacían palmas a rabiar cuando Hans se lucía en tales lances y después –erotizadas y húmedas- saqueaban las tiendas de los joyeros y pasteleros y las góndolas de los supermercados y los cristales se hacían añicos y las latas de tomates levitaban sobre nubecillas de purpurinas doradas, danzaban en el aire junto a los relojes cucú de Franz el relojero, se hacían reverencias nupciales de pingüino y volvían a caer por las chimeneas obedeciendo a los poderes mentales de Hans que encendía un puro, metía la ficha en un video-game y le regalaba ravioles de cocaína a una nena de la calle completamente chagásica.

 

-Ya tienes bigote, Hans. Eres grande.

-Hans, gangs, batdance.

-Has embarazado seis aldeas.

 

Una mañana hallábase Hans en su posición preferida, acomodado sobre un techo cualquiera de la aldea, rascándose la espalda contra la chimenea bajo las caricias del sol y con un vaso de whisky en la mano. Pensaba Hans en su dicha fenomenal cuando de pronto lo sobresaltó una voz.

-Bajá pibe o te baleo.

Era 23 de diciembre y Santa Claus lo encañonaba con una Uzi.

-Bajá o te bajo yo.

Entonces Hans no tuvo mejor idea que introducir una mano entre sus ropas buscando la flauta de pan para ofrecérsela al hombre de rojo. Papá Noel le vació el cargador. Hans cayó tres metros abajo entre alboroto de tejas partidas y de su cráneo también partido salieron rodando resortes y bolitas y transistores empapados en sangre y gelatina y de su corazón brotó un zumbido persistente, una alarma, y entonces llegó el patrullero lleno de policías que reventaron a balazos a Santa Claus ahí en la vereda con bolsa y todo y las doncellas hicieron palmas hasta rabiar de furia y alegría y la nena chagásica revisó y revisó el cadáver de Hans hasta apoderarse de eso que la dejó sonriendo como un día entero.

 

Eduardo Blaustein es periodista y escritor. Entre sus libros, Decíamos ayer, Las locuras del rey Jorge y El Pichi. Acaba de aparecer su novela Las estrafalarias aventuras del Santo Padre Castañeda.