Con ayuda de computadoras, un grupo de investigadores “produjo” un Rembrandt, en lo que puede ser una serie de artistas clonados, cibernética mediante. La tecnología ha permitido curar enfermedades, avanzar en descubrimientos científicos y comunicarnos de forma instantánea. Pero también nos ha encerrado y achicado nuestro espectro de experiencias. (Foto de portada: Hiroshi Sugimoto).

De veras es bueno que me digan qué películas ver porque saben mejor que yo lo que me gusta? ¿En qué es bueno eso, para quién? Me quedó picando la nota en que Adrián Paenza inventa un diálogo entre una inteligencia artificial y un humano (aunque parece representar a “los humanos” en general) que se niega, en defensa de su amor propio tal vez, a reconocer que las computadoras son capaces de crear. La leí y la guardé para volver a ella más tarde, cuando pudiera darme el tiempo suficiente para pensarla con tranquilidad y eliminando hasta donde pueda cualquier prejuicio, de esos que las cuestiones de la técnica nos suscitan a los que estamos en “las humanidades”, pero algo así y todo, cuando volví a leerla, me quedó picando, como un mal gusto que no quiere irse de la boca, y no me parece que sea por prejuicio.

Estoy de acuerdo con Paenza, o con la voz de computadora a la que le da la palabra, en que no hay ni habrá agradecimiento suficiente a avances como las resonancias magnéticas, la tomografía computada, los correos electrónicos, la posibilidad de guardar una biblioteca en un pen drive y de detectar enfermedades genéticas, los cajeros automáticos, la TV digital, los satélites que avisan sobre sequías, tornados e inundaciones y los que indican dónde se puede pescar o encontrar petróleo. Acepto todo eso, y puedo sumarle, entre otras ya imprescindibles ventajas, las que encuentro en Google, WhatsApp, los sitios para bajar música o películas, Facebook, las fotos por celular, los hard drive accesorios, las transferencias por banca electrónica, las “nubes”, Skype, los scanners, el Team Viewer, las funciones “search”, “cut and paste”, “revisar”, “deshacer” y “guardar como”. Y hasta acepto que, como Paenza y su personaje electrónico se encargan de informar ampliamente, una computadora puede pintar como Rembrandt, y bien puede, por lo tanto, componer como Los Beatles y escribir una novela.

Podría argumentar, claro, que, para pintar como Rembrandt –o, más exactamente, para crear “un Rembrandt”–, tal como lo hizo en Holanda, computadora mediante, un avezado grupo de historiadores del arte, ingenieros, programadores y matemáticos, fue necesario primero que entre 1606 y 1609 haya vivido Rembrandt Harmenszoon van Rijn y que ese pintor y grabador neerlandés haya ido conformando, a través de décadas de trabajo, infinidad de búsquedas y una entrega personal que mucho tiene que ver con la pasión y las obsesiones, cierta visión y ciertas maneras de organizar las formas y los colores que uno asocia al nombre “Rembrandt”. Pero no descarto que alguna vez, bastante próxima incluso, una computadora pueda sacar de sus bits un artista tan genial e inconfundible como Rembrandt, Buonarrotti, Gauguin, Goya, Rothko, Breccia o Tapiès, capaz de aportar al mundo un hasta ahora desconocido modo de hacer con la imagen visual verdad y belleza. No consigo imaginármelo, pero cierta prudencia nacida de la experiencia me lleva a no descartarlo, como tampoco que una computadora invente un compositor tan talentoso y singular como Piazzolla o un cineasta como Tarkovsky, y hasta, ya que estamos en onda aceptadora, una filosofía capaz de discutir con las de Heidegger o Foucault o Laclau. Veremos, dijo el ciego.

Bertrand Gautier, dueño de la Galerie Talabardon & Gautier, muestra a visitantes a su puesto en la en la feria de arte TEFAF una pintura recientemente descubierta del maestro holandés Rembrandt titulada “El paciente inconsciente (sentido del olfato)”, de 1624-25, el jueves 10 de marzo del 2016 en Maastricht, Holanda. (AP Foto/Mike Corder)

Lo que no veo es por qué tengo que alegrarme cuando Paenza o su voz computarizada nos pregunta a los humanos “¿Te diste cuenta de que cada vez vas menos al cine?” Lo que es completamente cierto, en mi caso, pero no por eso me impide pensar que algo me pierdo al quedarme en casa frente a una pantalla en vez de salir, caminar unas cuantas cuadras o trasladarme en auto o subte, entrar a una sala, compartir esa experiencia con otras personas, salir de la sala un tanto sobrepasado por lo que ahí me ocurrió, ir a comer algo y a comentar lo que vimos y volver después a casa como quien cambió durante algunas horas el escenario y el ritmo de su vida, la sometió a algo que no depende por completo de su voluntad o su capricho, se permitió sorprenderse. “¡Hasta tus formas de entretenimiento te cambié!”, dice, así, entre signos de exclamación, la computadora paenziana: ¿tengo que agradecérselo? ¿No puedo pensar que, sí, que gané mucho con ese cambio, pero también perdí? ¿Mucho? ¿Poco? “Y no sé si te diste cuenta”, agrega, “que además [Netflix] te dice qué otras películas tendrías que ver, porque sabe que te van a gustar… ¡sabe tus gustos! Ni vos mismo sabés lo que te gusta: esperás que Netflix te lo diga. Y lo mismo con los libros, o con los restaurants.” Sí, me di cuenta, y me doy cuenta a cada rato de que mis instrumentos electrónicos están interesadísimos en evitarme cualquier duda, cualquier indecisión, cualquier trabajo de búsqueda, cualquier riesgo de ensayo y error, cualquier aventura en lo desconocido, cualquier encuentro con algo que me desconcierte y ponga en duda mis gustos y mis preferencias, cualquier sacudón de esos que lo llevan a uno a preguntarse si no sería mejor ver de otro modo las cosas o encontrar motivos de disfrute en donde antes no lo encontraba, o a la inversa. ¿Es bueno eso? ¿En qué? ¿Para qué concepción del sujeto o de la vida humana?

Suponiendo que Paenza debe habérselo preguntado también (no faltan motivos para suponerlo), que no ignora que no es lo mismo dialogar con un amigo por WhatsApp que hacerlo con un café o una cerveza de por medio y que es significativa la diferencia que uno siente entre estar frente a su nieta en carne y hueso con la emoción que le produce verla grabada en el celular. Y que a las elecciones que vayan a hacer por él los programas de Facebook sabe tomarlas con pinzas, sin renunciar a elegir por su cuenta y a desconfiar de lo que viene tan fácilmente a armarle la vida. La que parece que no lo sabe es la computadora a la que le dio la palabra en la nota de Página 12, engendro emblemático de la “era de la técnica” para la cual vale tanto el hecho de que ahora se detecten y se curen enfermedades que antes resultaban invencibles como el de que nos programen los gustos, las ideas y la vida, como si lo único que nos quedara fuera aceptar y consumir gozosamente. ¿O será, precisamente, a tomar nota de esa diferencia, a lo que Paenza nos quería llevar?