A fines de la década de los ’60, Casa de las Américas editó “Por un feminismo científico”, de Isabel Larguía y John Dumolin, donde pusieron en tensión los límites del marxismo y el feminismo al analizar la opresión de las mujeres.

A inicios de la década del setenta se desarrolló un debate internacional, tan académico como político, que tomó al hogar, las tareas de las mujeres anidadas allí, como nudo discursivo del problema. Las tareas del hogar -desde la reproducción de la especie pasando por la elaboración de comidas, limpieza, servicios sexuales, cuidado de niños y ancianos- fueron cuestionadas en tanto inherentes a las mujeres en calidad de esposas o madres. A dicho mandato social comenzó a oponérsele el reconocimiento de estas labores como un trabajo doméstico no asalariado. Tanto el pensamiento feminista como el marxista encontraron un nuevo intento de maridaje.

Aunque de momento resulte tan poco conocido como enormemente olvidado fue desde la Cuba Revolucionaria que tuvo lugar el desarrollo prístino de una teorización marxista-feminista del trabajo doméstico. Desde La Habana, a inicios de 1969 los intelectuales Isabel Larguía y John Dumoulin comenzaron a difundir su primer manuscrito titulado «Por un feminismo científico» el cual será editado hacia 1971 por Casa de Las Américas. El esfuerzo intelectual que pergeñaron estuvo dirigido a comprender las modalidades de explotación que atañen a las mujeres, así como las posibles alternativas emancipatorias. Su objetivo no era tanto el de agregar una nota al pie a los consagrados escritos de Karl Marx y Friedrich Engels sino poner en tensión los límites del marxismo y el feminismo a la hora de interceptar la opresión de las mujeres.

Anidada en el seno de un país socialista, la contribución de Larguía-Dumoulin constituye un modo de adentrarnos a los complejos y no siempre armoniosos vínculos entre feminismo y marxismo, así como un modo de introducirnos histórica y políticamente a las tensiones y acercamientos que se produjeron entre feministas y otras organizaciones de izquierda en los principales centros de América Latina y El Caribe.

Foto: Claudia Conteris.

A través de un framework marxista-feminista Larguía-Dumoulin introdujeron la categoría “trabajo invisible” mediante la cual se propusieron analizar la coyuntura cubana y, por extensión, las vías alternativas para sociedades latinoamericanas en plena intensificación del conflicto de clase.

Trabajo invisible o el suicidio del ama de casa

Desde los años sesenta la cuestión de las mujeres en la sociedad cubana estuvo supeditada al famoso dictum del Primer Ministro Fidel Castro promulgado en 1966: “una revolución dentro de la revolución”. Mediante este plexo discursivo se proponía abordar las transformaciones en la vida de las mujeres como parte constitutiva del proceso revolucionario. En los años siguientes, tal articulación será utilizada para cuestionar la agenda feminista y su pertinencia en un programa revolucionario. Tales debates no fueron privativos de la experiencia de países socialistas, sino que fueron parte de las tensiones entre agrupaciones de las izquierdas y el feminismo, en parte por el impacto de éste en la reconfiguración e impugnación de la protesta social. Cierta animosidad encontró expresión teórica en múltiples debates en torno a los vínculos entre capitalismo y patriarcado, así como también sobre las posibilidades de transformación en un contexto socialista; en breve: el lugar de las mujeres en el proceso revolucionario.

El texto inaugural publicado con la firma de Larguía comienza con cierto distanciamiento respecto de las certezas arrastradas por la mentada consigna del mandatario (“una revolución dentro de la revolución”). El nudo problemático radicaba en comprender cómo y por qué el proceso revolucionario socialista no necesariamente desarticularía, en su gesta, las sujeciones patriarcales de las mujeres. Dicho de otro modo: que una transformación en los roles sexuales, por recuperar una categoría de época, no estarían garantizados de antemano por la escatología marxiana de la liberación. Es por esto que la necesidad de un desarrollo científico acerca de esta problemática fue vista como imprescindible, incluso para garantizar la revolución. Larguía tenía muy en claro el problema teórico a perseguir, lo que ella consideraba: “la ausencia de una teoría científica adecuada a la actual evolución de las mujeres” (1972 [1970]: 178). Vale aclarar, una teoría científica anidada en el seno del marxismo.

En este intersticio o bache teórico comenzaron a trabajar Larguía y Dumoulin: ¿qué lugar ocupan las mujeres en la economía capitalista?, ¿cómo podríamos explicar su subordinación sexual y de clase?, ¿cuáles son los posibles caminos para su emancipación?

Hoy podría parecernos sorprendente que la primera de las teorizaciones marxista-feminista en torno al trabajo doméstico no provino del norte global ―con un feminismo y un marxismo efervescente por sus interrogantes y politicidad― sino de la propia experiencia de un Estado socialista en el Caribe. A lo largo de los años setenta se presentaron importantes contribuciones desde Estados Unidos, Inglaterra, Francia e Italia. Pero el ensayo prístino de Larguía y Dumoulin ya circulaba hacia 1969, con anterioridad a las primeras ediciones internacionales sobre el tema, y con una solvencia teórica que lo volvían único. Pese a ello, fue sometido a sucesivos plagios y olvidos por parte de la academia anglo-europea y por lo que de ella receptaba la academia latinoamericana. Esto fue posible, sostenemos, no sólo por los múltiples bloqueos que atravesó la propia Cuba tras el ataque estadounidense en Bahía de los Cochinos, ni tampoco únicamente por el peso del privilegio epistémico de la academia del Norte global. Su carácter marginal fue un corolario de las propias tensiones entre marxismo y feminismo, ventiladas por el propio ensayo ― ¿cuál es nuestra principal contradicción: mujer o clase? ―; tensiones que fueron llevadas hacia las últimas consecuencias teniendo en cuenta la propia complejidad de la Cuba revolucionaria.

Conceptualizando el trabajo invisible

Partiendo del materialismo histórico, Larguía y Dumoulin sostenían la lectura tradicional engeliana según la cual la emergencia de las sociedades de clases y la disolución de las comunidades primitivas signaron la progresiva individualización del trabajo de las mujeres, confinándolas a la producción de valores de uso para el consumo directo y privado, limitándolas a garantizar la reproducción de la fuerza de trabajo. Larguía y Dumoulin impugnaron la reducción de la mujer a su reproducción biológica: “su función económica consistió en reconstituir la mayor parte de la fuerza de trabajo del hombre a través de las materias primas que ella transforma en valores de usos para el consumo inmediato”(1972:182) De acuerdo con este planteo, la diferencia radica en que el varón produce un producto visible, mientras que el producto de las mujeres queda confinado a las cuatro paredes del hogar, no se produce como mercancía y, por lo tanto, queda fuera de la esfera del intercambio. Pero: ¿cómo es que las mujeres del hogar aceptan su situación de explotación? La dupla prestó atención al control sociosexual del matrimonio, apuntando a sus raíces económicas y sus implicancias en la regulación de lo público. En otras palabras, la condición de producción inmediata de bienes de uso las priva del salario y, además, el propio aislamiento hogareño las priva del contacto con otras trabajadoras.

La apuesta era grande, porque se trataba de reconocer los fundamentos materiales de la opresión de las mujeres a través de una particular forma de explotación: el trabajo doméstico invisible. El “trabajo invisible” constituye el cimiento del capitalismo, se encuentra oculto a través de la fachada de la familia individual-privada y una fuerte división del trabajo que habría de desaparecer con el advenimiento del comunismo.

La noción de trabajo invisible también obligaba a revisar los términos con los que había sido pensada la reproducción social en el capitalismo. Para ambos, esta categoría económica necesitaba problematizar el hogar: allí es donde las amas de casa reponen directamente gran parte de la fuerza de trabajo de toda la clase trabajadora. En su teorización, el trabajo doméstico invisible es clave en la reproducción social y mantiene una relación transitiva en la creación de plusvalía.

Argumentar que la opresión de las mujeres tiene como base el trabajo doméstico invisible supuso la necesidad de dilucidar cuál es la relación entre patriarcado y capitalismo, así como también el modo en que debía explicarse ese vínculo a través del bucle mujer-trabajo. Ambos son tópicos favoritos de los feminismos marxistas y materialistas en los años setenta y ochenta.

La Mujer Nueva

Un punto insistente en la obra de Larguía y Dumoulin era advertir sobre la tentación de caer ― como lo hicieron las sociedades industrializadas capitalistas― en situar a las mujeres en ramas de oficios livianos, vinculados a la industria alimenticia, farmacéutica, o a servicios como los de maestras, enfermeras, secretarias, sirvientas…Esto no es más, aducían, que una proyección en la esfera pública de las tareas que cumplen las mujeres en el seno de la familia, actualizando su marginalización y estereotipos femeninos que la reducen a débil, a complemento o a una mera fatalidad biológica. El asunto se complejiza si tenemos en cuenta que las mujeres se insertan en la economía visible sin dejar su trabajo doméstico; en efecto, se ven doblemente explotadas por una doble jornada de trabajo, visible e invisible. Ciertamente, esta relación de explotación de varones hacia amas de casa les aproximaba al análisis de las feministas materialistas y radicales; sin embargo, la dupla inscribirá el problema en la singular transición socialista cubana, lo que les obligará a reducir el tratamiento de imaginarios utopistas y modos de resistencias en el interior del capitalismo. Conociendo diferentes diagnósticos sobre la situación en la URSS y la República Popular China, fueron reiterativos ante dicha preocupación: Cuba podría arrastrar, en su transición, el problema de la doble jornada de trabajo para las mujeres.

Foto: Claudia Conteris.

La crítica iba también dirigida al feminismo liberal norteamericano, cuya extracción de clase fue asunto de controversia incluso en el interior de Estados Unidos. Conviene recordar que, por su parte, el feminismo radical anglosajón avanzará en problematizar el familiarismo y también la libertad sexual utilizando el propio aparato marxiano; para ser más precisas, realizando una transposición de la dialéctica de la lucha de clases a la “lucha de los sexos”, asunto cuya principal exponente será la feminista radical estadounidense Shulamith Firestone (1970) y, desde luego, la cineasta, filósofa feminista y autora de Política Sexual, Kate Millet (1969). El decidido maniqueísmo sexual abonado por el feminismo radical será motivo de distanciamiento tanto para Larguía y Dumoulin como para la Federación de Mujeres Cubanas (FMC). La irrigación de este feminismo en Latinoamérica fue vista como preocupante.

Aunque la dupla intelectual había desentrañado con rigor teórico la función económica de la reproducción biológica, cierto detrito economicista del marxismo ortodoxo re-naturalizó la heterosexualidad obligatoria. Larguía y Dumoulin reclamaban, al igual que feministas y marxistas, la construcción de una nueva moral sexual. Pero la normativa heterosexual no fue cuestionada, pese a que, curiosamente, habían avanzado en desmontar los mecanismos de invisibilización y naturalización del trabajo reproductivo. Esto cerró las puertas ―en sintonía con el discurso oficial― a la politización de la sexualidad no procreativa, neutralizando una problematización marxista del cuerpo homosexual y lesbiano, asunto este que durante los años setenta cobra mayor intensidad en las principales urbes occidentales.

La alternativa emancipadora

¿Qué tipo de resistencias requería enfrentarse al problema del trabajo invisible?, ¿Por dónde se articulaba teóricamente la “alternativa” en esta bisagra marxista-feminista?, ¿Qué abordaje podría ser pensable y realizable en el singular proceso de transición?

El objetivo revolucionario era socializar el trabajo doméstico a gran escala, asunto que, consideraban, a corto plazo no era posible en Cuba por el alto costo que implicaba el desarrollo técnico. No obstante, una transición socialista con múltiples dificultades podía permitirse, al menos, crear una ética en la que varones compartan este trabajo doméstico, facilitando que las mujeres se introduzcan a la producción social visible-asalariada. Durante los años setenta, Larguía y Dumoulin se mostraron optimistas sobre este último punto: sus análisis sociológicos de las transformaciones en la vida de las mujeres cubanas llamaron la atención sobre el ascenso en las tasas de divorcio, el progresivo ingreso a ciertas ramas de oficios, la alfabetización y los derechos sexuales (anticonceptivos-aborto), aun cuando tenían en cuenta variables más “clásicas” tales como campo-ciudad, franjas etáreas, población afrodescendiente.(Larguía-Dumoulin, 1988 [1975, 1975b, 1983], Larguía, 1978)

Tales eran los términos necesarios para combatir la “falsa conciencia del sexo” (sic) como parte de la lucha revolucionaria en curso. No caben dudas que ambos comenzaron a producir un engranaje teórico que los condujo a un nivel de abstracción que puso en tensión el horizonte revolucionario anclado en el proletariado en tanto “sujeto” masculinizado del cambio social. Esta disyuntiva intentará ser resuelta a través de una conocida figura metafórica, con importantes efectos simbólico-materiales: el suicidio. Esto se hace patente cuando afirman: “Las mujeres de su hogar y los pequeños productores son clases marginales[…]Un proceso revolucionario exige su asimilación a las clases trabajadoras principales, que son las únicas que poseen las condiciones necesarias para oponerse exitosamente al imperialismo. Pero el suicidio como clase de la mujer de hogar y su transformación revolucionaria requiere la destrucción de todos los rasgos que caracterizan su conciencia social dentro del capitalismo. Que todos los sectores femeninos se incorporen al trabajo proletario no implica liberación total” (1972: 186) La lucha de las mujeres, en este sentido, se volvía intrínseca a la lucha de clases: “la noción de su propia liberación como mujer deviene inseparable de la revolución socialista” (1988 [1971]: 37) Ésta es su condición de posibilidad. Antes que entregarse al liberalismo sexual o a un consumismo obsceno, aquí la Mujer Nueva es efecto de una toma de conciencia como propietaria de su fuerza de trabajo, productora de y para la comunidad. El trabajo, no el sexo, era el recurso marxiano-feminista a través del cual las mujeres podían alcanzar la humanidad.  Al principio de raíz lockeana, liberal-feminista, del “derecho a disponer del propio cuerpo”, Larguía-Dumoulin oponían un híbrido quimérico marxista-feminista: “el derecho a disponer libremente de su fuerza de trabajo”.