Todo se está acelerando y cada día se baten nuevos récords de contagiados. Y vivimos abrumados entre aquellos que abogan por una supuesta libertad a cualquier precio y un gobierno que a veces no sabe qué hacer.
Y de pronto, o no tanto, estamos en medio de la segunda ola en la que, entre tantas otras cosas, todo tiende a acelerarse: la cantidad de camas ocupadas, los contagiados, los testeos que dan positivo. El Covid pasa a ser una omnipresencia: en las conversaciones, en los medios. Y crece la sensación de que no hay salida porque las vacunas tardan en llegar, porque los médicos no dan más.
Todo pasa a jugarse entre la fatalidad y la negación, que tienen el problema de no llevar a ningún lado. Es que así estamos, paralizados. No se pretende dar una solución, solo pensar algunas cosas, porque no va quedando otra que tratar de pensar.
Hay muchos sectores de la sociedad que actúan de manera asocial: fiestas clandestinas, bares atestados, gente sin barbijo. Son uno de los blancos favoritos y con no poca razón. Pero a su vez ponen en evidencia una de las contradicciones que atraviesa esta etapa de confinamiento/aislamiento social: para mantener la vida hay que renunciar a cosas por las que vale la pena vivir. Y hay gente que ha decidido no renunciar a ellas. Aquí aparece la cuestión de la solidaridad, o para decirlo con más exactitud, la conciencia de vivir en sociedad, porque lo que está en juego no es la libertad de vivir y morir como se quiera sino la enfermedad y la muerte de los demás. El virus obliga a recordar que vivimos en una sociedad, algo que en ciertas concepciones de lo que debe ser la vida ha sido olvidado. Y, desde ciertas posiciones ideológicas, viene siendo arduamente combatido. La nueva derecha fomenta una idea de libertad antisocial. La caricatura de esto son Espert y Milei, pero la idea de que uno se debe únicamente a sí mismo está muy extendida en la sociedad.
Juntos por el Cambio y sus adláteres periodísticos creen que renunciar a esta idea es bajar las banderas. Por eso la constante apelación a la “libertad” (palabra que viene reemplazando, política sanitaria de por medio, a la remanida república) y a que el Estado “nos quiere encerrar”. Demostración patética: Canosa planteando que los hisopos tienen un fierrito para que den positivo y así llegar a un número de casos que lleven a medidas restrictivas. El hecho que después de semejante burrada siga siendo vista es una señal de que hay gente que acompaña el deseo que circula por detrás de esa flagrante fake news: hay que encontrar una justificación que sustente la decisión de romper los protocolos y desobedecer los mandatos sociales. Por eso se habla de “desobediencia civil” como si desoír las precauciones frente al virus fuera equivalente a la Marcha de la Sal de Gandhi o a la lucha por los derechos civiles de los negros. Todo se abarata en nombre de la “libertad”.
Frente a este estado de cosas, el progresismo, y particularmente el gobierno, oscila entre varias posiciones: apelación a la conducta social, toma de algunas medidas restrictivas y entrar en debate y negociación con los partidarios de la “libertad” que no se cansan de hablar del “cansancio de la sociedad” mientras hacen guerra sucia y lobby con el tema de las vacunas. Uno de los problemas más difíciles de resolver es el de concientizar a quienes no siguen las recomendaciones sanitarias. Sobre todo porque lleva tiempo y es una apuesta de largo plazo que, al menos en otras cuestiones, no siempre funciona. Lo que habría que pensar es cuál sería el recurso más efectivo si se pretende concientizar sobre la peligrosidad de esta etapa de la pandemia ¿El temor? ¿Qué nunca se deje de hablar del Covid? ¿La información día tras día de las cifras de contagiados, fallecidos y camas de terapia intensiva ocupadas cuando todos los expertos, incluso los que consultan siempre en TN y LN+, coinciden en que el verdadero cuadro de situación es exacto si se lo mide durante toda una semana?
No parece haber una forma de garantizar el efectivo cumplimiento de los protocolos. Frente a eso, lo que el Estado puede ofrecerle a la ciudadanía es el mensaje de que se está haciendo todo para protegerla. Una sensación que era clara en la primera ola, cuando eran habituales las mesas conjuntas de Alberto con sus filminas, Kicillof y Rodríguez Larreta- Era una manera de demostrar que los dirigentes , más allá de las diferencias, se ponían al frente del combate contra la pandemia. Hoy, sumado a que los contagios son mucho más altos, ese frente se ha resquebrajado por una grieta que opone si se quiere cuestiones menos abstractas que las primigenias salud y economía. Lo que ha logrado la nueva derecha local –y en esto el gobierno le ha seguido la corriente- es que la pelea se dé entre vida en sociedad y libertad. Una opción falsa pero que funciona para mucha gente y convierte un problema sanitario en una contienda entre valores inconciliables.
Un problema muy difícil de resolver pero que hace que, contrariamente a lo que afirman los que dicen que estamos mejor porque ya pasamos por la experiencia de la primera ola, recorra el país una sensación de indefensión de la que es urgente salir.