Los pronombres nunca son inocentes. Por eso, depende quién habla formamos parte de un colectivo nosotros o somos un individualísimo vos. Y como nos nombran hacen algo con nosotros pero aún tenemos la posibilidad de responder con una identidad que es nuestra.
[T]odo comenzó, al parecer, en los evanescentes ’90. Un domingo para ser más precisos. El tipo se paró delante de la cámara con su mejor rostro de perdonavidas, el tono del que está de vuelta de un montón de cosas (aunque, a luz de lo que se vio después, ese estar de vuelta recién comenzaba), mientras ejecutaba la danza ritual del constante cigarrillo en viaje a los labios. Humo. Habrá que convenir que por entonces el tipo todavía gozaba de algún resto de prestigio entre corazones incautos. Y así, mirando al ojo hipnótico, despachó: “Hoy te vamos a contar…”
Silencio en el estudio. No importaba tanto lo que iría a contar, sino que algo estaba fuera de foco. Dentro y aún más allá de las pantallas la pregunta se hizo inevitable: “¿A quién le habla? Seguramente es un error. Los nervios.” No, ningún error. Así había sido planificado. El tipo siguió como si nada. “Vos sabés bien que…”
Fue una de las primeras veces que desde un medio de comunicación se tuteaba al Otro. Ahora era un igual que quedaba subsumido a mi discurso. Hubo algunos antecedentes, claro, sobre todo por el lado de la publicidad. Cuando la tele publicitaba teles, Grundig declaraba ser “Caro, pero el mejor”, con un guiño claro al consumidor que se veía miembro de una élite a la hora de apretar los botones del control remoto; o lo mismo ocurría cuando desde distintas partes del mundo los glamorosos Nono Pugliese y Claudia Sánchez señalaban sin hablar que “LM marca su nivel”. Este tipo de mensajes dirigidos a un target determinado (el público ABC1), tenían como objetivo alentar el consumo, pero aún se resguardaban ciertas formas (nada de “Vos, fumá…).
Quien más se acercó al discurso personalista del sujeto, fue el inefable Bernardo Neustadt con sus constantes apelaciones a una virtual “Doña Rosa”, artimaña que le servía para bajar línea ideológica a un imaginario claramente identificado con las fuerzas más reaccionarias y al que enmascaraba a través de su supuesta interlocutora. De todos modos, no iba más allá, aunque la Doña prendió.
Desde aquel lejano domingo hasta hoy, se ha extendido el vicio de ver (mejor dicho, nombrar) al Otro como si fuera el mismo: ya no hay barreras. Garbarino envía un mail llamándote por el nombre, diciendo que hace mucho que no sabe de vos y que te extraña; desde el gobierno de la ciudad insisten con tutearte, afirmar que “en todo estás vos” y, por las dudas, si no estás convencido, te tocan el timbre para recordártelo. Es más: estás vos y enfrente nada. Bueno, sí: “ellos”, los Malos… Para que “estás vos”, es algo que no se entiende del todo, pero “estás”. “Nosotros”, es un recuerdo triste que se baila.
Imperativos del Yo
Yo, nosotros, ustedes, ellos… Estamos acostumbrados a utilizar cualquiera de estos pronombres personales constantemente, pero ¿prestamos atención a su significado? ¿A la distribución y divisiones de lo real que sugieren? ¿A las relaciones entre sí? ¿Cuántas divisiones y límites imponen sin permitir cruces ni superposiciones?
Y sobresale una cuestión básica: ¿de qué hablamos cuando hablamos de nosotros? En principio, la primera respuesta sería aquella que nuclea a un grupo a partir de vínculos reales o imaginarios, pero comunes: una familia, una administración, una iglesia, un club, un clan, una república, una democracia, una organización feminista… Y sin embargo, no: en el mejor de los casos, nosotros se nos asigna en la actualidad como una reunión de “yoes” diseminados que acaban por imponer sus condiciones. Una aproximación deja ver el pasaje vertiginoso del “yo” al “ellos” sin hacer escala de ninguna manera por el “nosotros”. ¿Es preciso señalar que es a través del uso de estos pronombres que las relaciones sociales en su conjunto cobran un nuevo sentido? La proliferación de “yoes” parece buscar ya no sólo una huida del horror absoluto que provoca el “nosotros”, sino que además encuentra un justificativo para esconder acciones y decisiones dentro de una figura vaga y variable.
“La gente me dice…”, sostiene Mirtha que le dicen, como garantía del sentido común. Y Mauricio replica con el genérico “gente” para un lado o para el otro, utilizándolo a favor o en contra, como “nosotros” o como “ellos”, en un constante movimiento de abanico: “La gente se tiene que sincerar que es pobre, que tenía un nivel de vida que no le correspondía”. O bien justifica el arbitrario encierro de Milagro Sala porque “a la mayoría de los argentinos nos pareció que había una cantidad de delitos importante”. Interesante. La gente, la mayoría, es todos y es nadie. Es posible apelar a ese “nosotros” ilusorio (la gente) para amparar cualquier argumento, por absurdo o falaz que parezca. Es el triunfo, en definitiva, de la “literatura del yo”.
Paradojas del Nosotros
“Nosotros” no equivale precisamente a una palabra vacía de sentido, un simple indicador. Prueba de ello son los esfuerzos constantes por mantener intacta la fuerza del concepto. Ocurre que se trata de un término elástico, lo suficientemente flexible como para adaptarse a grupos de toda condición; y que además crece circularmente, al punto que en ocasiones incluso llega a nuclear voluntades antagónicas. Y aún así, nosotros.
Por supuesto, no es lo mismo el “nosotros, la República Francesa…”, expresado por Marine Le Pen, que cuando lo articula Frantz Fanon en Los condenados de la tierra; ni el Nosotros, bolero interpretado por el trío Los Panchos que el We are the world en versión de Michael Jackson. Y sin embargo, ni unos ni otros dejan de ser “nosotros”. Pero existe una diferencia sustancial aún en la paradoja. Tal como lo subrayó Hegel en Principios de la filosofía del Derecho, hay tantas historias como discursos para acceder y justificar una pertenencia, pero la extensión simbólica busca siempre poner el énfasis en la propiedad y calidad reivindicativa de ese Nosotros.
Durante la revuelta parisina de mayo de 1968, los estudiantes interpelaban a los poderes con una definición temeraria: “Todos somos judíos alemanes”. Algo más de cuatro décadas después, los hijos y/o nietos de aquellos mismos revolucionarios, ante el atentado contra el semanario satírico Charlie Hebdo en enero de 2015, modificaron el pronombre de la consigna: “Je suis Charlie”. Ya no somos “todos” quienes nos identificamos con las víctimas –ni tampoco con todas ellas: no es lo mismo Charlie que Haití o Siria, por ejemplo–, sino yo, a título personal.
Obviamente, por estas pampas bárbaras no sólo encantó la transmutación pronominal, sino también el galicismo. Afloró el “Je suis Nisman”, por ejemplo, o cualquier otro “je suis…” que cuajara con alguna revancha del Bien, porque si además es en francés ni siquiera supone arriesgar un “yo soy…” Pero el viaje del nosotros al yo no es el único fenómeno a constatar. También es posible observar la volatilidad de ese, ay, “nosotros”. Muchos de quienes en 2001 frecuentaban asambleas o clubes de trueque, en apenas siete años pasaron de entonar el “Piquete y cacerola…” a repetir “Yo soy el campo”. Esta declaración era sostenida aún por aquellos que la única vaca que vieron en sus vidas fue la que los observaba desde la cubierta de Atom heart mother. By Pink Floyd.
Cien veces “Nosotros…”
Otro caso. En 2002, un episodio inesperado aportó una nueva arista de esa particular construcción que hace a la pertenencia nacional. Durante una entrevista con la cadena Bloomberg TV, el entonces presidente uruguayo Jorge Batlle lanzó un exabrupto que tuvo sus buenas repercusiones: “Los argentinos son una manga de ladrones, del primero hasta el último…”, y los improperios continuaron incluso hasta después de cámara. Un estudio de opinión pública realizado en los dos países sobre el efecto del desplante, arrojó un resultado que dejó perplejos a los consultores: había provocado una huella más profunda en Uruguay que en Argentina, en los ofensores que en los ofendidos. Pero más sorprendente aún eran los motivos. Mientras los orientales sostenían que estaban de acuerdo con los dichos de Batlle (aun quienes se identificaban como opositores), lo central es que juzgaban del todo improcedente que haya sido pronunciado desde su investidura presidencial. En la otra orilla, una amplia mayoría también manifestó estar de acuerdo con Batlle –de lo cual el ex presidente se vanagloriaba. Pero a la vez revelaba importarle poco: a fin de cuentas, no era más que la confirmación de un secreto a gritos. Lo curioso es que quienes sostenían esta posición decían no sentirse involucrados: los chorros siempre eran “los otros”.
Esta necesidad de exponer en el Afuera, en el Otro, todas aquellas miserias que nos impiden reconocernos en un “nosotros” que vaya más allá de “MIS impuestos”, generó dos extendidas falacias hoy aplicadas a mansalva: la Grieta y el Sontodolomismo (“except me and my monkey”; Lennon dixit: “Todos tienen algo que ocultar / excepto yo y mi mono”).
Las razones que conducen a este delta confuso de pronominales e identidades resulta una cifra compleja como para dilucidar con una única y razonable explicación. Un valioso intento estuvo a cargo de Eduardo Blaustein desde estas hermosas tierras de Socompa en la incisiva crónica político-deportiva con la que comentó el encuentro entre A. Carlos Marx vs Parripollo F. C. Entre otros aportes fundamentales, el bueno de Blaus nos informa que “Sólo en la ciudad de Buenos Aires existen (datos oficiales opinables) 27.800 comercios; el 39% es comercio minorista. Las estadísticas de actividad económica suelen centrarse en las ventas de shoppings y supermercados, dejan un mundo de subjetividades afuera. En Buenos Aires hay (datos opinables de una consultora privada) 1.400 locales solo en shoppings, 5448 kioscos (pintan más), 1800 restaurantes, 1740 bares. Más ferreterías, perfumerías, casas de ropa, zapaterías, locales con Internet, más un largo etc.”
Todo esto (y habría que sumar a los carismáticos taxistas fijados en Radio Mitre), conformaría lo que Blaustein da en llamar la “Argentina cuentapropista”, en oposición, culturalmente hablando, al “al mundo mítico del trabajador industrial sindicalizado”. Es lo que advirtió Moris hace tiempo: “Lo tuyo es mío y lo mío es mío”. Pato trabaja en una carnicería. Y aún así, Blaustein solicita un amable esfuerzo por incorporar también esas experiencias al otro lado del margen en vez de monologar entre grupos cerrados donde se adivina el parpadeo. No le falta razón al escriba.
Decir “nosotros” es adoptar una perspectiva de diferenciación, y por lo tanto también seleccionar un plano de referencia y medir la distancia entre los valores del individuo, el colectivo y el otro. En verdad no alcanza con oponerse a la división entre el “yo” y el “nosotros”, sino de colocar (o vivir) la cuestión en un sentido dialéctico que exprese el intercambio continuo de uno al otro. Para lograr este propósito será necesario entender que no existe el “nosotros” perfecto, que incluso nunca coincidimos del todo con nosotros mismos: siempre habrá algo distinto que puede llevar a sublevarnos contra nuestra propia pertenencia.
El periplo no es sencillo, pero vale la pena el trayecto. De hecho, en los últimos años hemos tenido evidencias más que suficientes acerca de la construcción de nosotros sólidos y sin fisuras, a pesar de sus diferencias internas. El caso más elocuente es el del movimiento de mujeres expresado cada 8 de marzo, en las marchas de Ni una menos y el último Encuentro Nacional de Mujeres celebrado en Rosario en octubre último, con la presencia de más de cien mil participantes. En 1971 Simone de Beauvoir estableció a través del Manifeste des 343 salopes (Manifiesto de las 343 perras, firmado por ese número de mujeres confesando haber abortado) una línea común entre el “yo” (“Soy una de ellas”) y el “nosotros” (las mujeres que participaron del documento) en relación a un “ellos” (el poder moral). Pero, advertía, que ese paso no era indiferente para nadie: implicaba asumir ser uno mismo como partícipe del colectivo. Y eso, en definitiva, es una acción política, palabra esta última a la que se pretende exiliar y dotarla de mala reputación. En definitiva, no hay concepción política sin un nosotros, por imperfecto que éste sea. Aunque “en todo estás vos”.