Se habla mucho de una especial angustia surgida del encierro y el distanciamiento social. Como si antes de la llegada de la pandemia hubiera existido un estado de normalidad alterado por la forma elegida para combatirla. Pero hay otros enfoques que reconsideran la idea misma de salud mental.
Reflexionar en torno a la salud mental (SM) hoy incluye pensar el malestar en circunstancias excepcionales, la preocupación por el futuro y por la muerte. No es una obviedad: salud mental no es el reverso de “enfermedad mental”. Por ende, no es adecuado reducir el sufrimiento a cuadros patológicos o nosografías prediseñadas. Tampoco tratar de definir causalidades lineales frente a una situación hipercompleja, por ejemplo, asignar todo el malestar a las restricciones y medidas que se toman para prevenir la expansión del contagio, o a la falta de anuncio de certezas que nadie puede garantizar.
Toda epidemia es un proceso que articula naturaleza y sociedad, y reconoce dimensiones económicas, políticas, sociales, culturales y subjetivas. En el caso de la actual pandemia de COVID-19, la magnitud de la afectación planetaria, la deficiente respuesta de países que se consideraban “desarrollados” y la definitiva caída de certezas con respecto al futuro de lo humano en sí, construyen un escenario inédito y abren un nivel colectivo de imprevisibilidad de futuro que obviamente afecta subjetivamente. Solamente una negación importante, casi mórbida, podría hacer que alguien no se considerara afectado.
Es inevitable que acontezcan sentimientos de pérdida que a veces se suceden con instantes de alegría. Cada persona procesa esto según sus recursos singulares. Sin embargo, de una manera u otra, se atraviesa un duelo. Hay proyectos que se postergan o que nunca se realizarán, sueños y deseos que han ingresado en la incertidumbre. A esto se suma la incerteza de muchos con respecto a su situación económica, de empleo, de sustento y la agudización del riesgo para quienes estaban ya en situaciones de desamparo. Las respuestas a estas situaciones no deben ser tomados necesariamente como síntomas psicopatológicos: son o pueden ser recursos para adaptarse a una situación emocionalmente compleja. Eso no significa que no deban ser atendidos y escuchados singularmente, a la par que convocar acciones solidarias y colectivas. No hay forma individual de cuidarse que no implique necesariamente el cuidado de otros.
Analizar las dimensiones subjetivas y la posible producción de sufrimiento “psíquico” mientras el mismo [nos] sucede solo admite hipótesis frágiles y algunas preguntas. Es un análisis que requiere de la necesaria articulación entre lo económico, lo institucional y los dispositivos propios de la vida de los sujetos singulares. Y es justamente la vida cotidiana ─rutinas, temporalidades, espacios y relaciones─ la que se ve particularmente alterada. Nada volverá a ser cómo era. Como diría Sigmund Freud ante la guerra, “la muerte no se deja ya negar”i. Ha emergido un riesgo que no teníamos naturalizado.
Inclusive, algunos hechos obligan a revisar creencias y evitar afirmaciones taxativas sobre subjetividades. Hemos observado que algunas personas con diagnósticos de “trastornos graves” y antecedentes psiquiátricos, que viven en comunidad y mantienen sus soportes de cuidado, no presentan agravamiento, demostrando una particular fortaleza que no presentan muchos que no tuvieron tales antecedentes.
Sobre “la angustia”
“Basta ver una enfermedad cualquiera como un misterio, y temerla intensamente,
para que se vuelva moralmente, sino literalmente, contagiosa”.
Susan Sontagii
Hace algunos días nos encontramos con el asombroso ─por lo naif─ debate sobre el uso, correcto o no, por parte del presidente de la Nación, del término “angustia”. Se trata de una discusión banal, pero después de H. Arendt no es fácil dejar de lado la banalidad. De hecho, el pasado 25 de mayo Infobae confeccionó un dossier elocuentemente titulado “La angustia como pandemia” en donde se les dio lugar a 11 psicólogas/os de distintas tradiciones teóricas. Según el subtítulo de la nota, los profesionales entrevistados expondrían sobre “los efectos del confinamiento en la SM de los argentinos” pero, no obstante, el asunto fue “la angustia”. Incluso uno de los entrevistados sugirió que el presidente debería revisar teóricamente qué entiende por angustia.
Por cierto, no necesariamente la angustia es un síntoma de “enfermedad” y bien puede formar parte de los recursos subjetivos para afrontar situaciones vitales. Solamente la idea de una vida en el nirvana de la felicidad imperativa en la de la era de los “ansiolíticos” y “antidepresivos” como consumos indiscriminados, puede desconocer que innegablemente hay angustia y preocupación a lo largo de la vida y especialmente en situaciones extremas. Pero básicamente los problemas que definieron la mayoría de los entrevistados eran pertinentes a la situación general de pandemia y ninguno podía reducir los malestares y síntomas a efectos exclusivos del aislamiento. Sin perjuicio de la idoneidad o pertinencia de lo opinado, dicha nota se caracterizó, como hecho periodístico, por un uso estrictamente aplicacionista del saber psi para instalar políticamente la crítica al “confinamiento” y reducir la complejidad de la salud mental a un solo campo disciplinar, el psicológico. Dicho de otro modo, un deslizamiento metonímico en donde el uso de sentido común de “la angustia” se desplazó, primero, hacia la esfera del saber experto y, luego, retornó hacia recomendaciones y “tips” de sentido común. Toda una operación retórica que puso un discurso disciplinario al servicio de una operación política.
Se le atribuye al confinamiento, y no a la pandemia, el malestar subjetivo, condensando en una sola palabra, “angustia”, como irrefutable prueba de error estratégico de un gobierno. Así, la angustia fue citada “como hija de la cuarentena y la cuarentena como abono y cultivo de la angustia”. En un solo factor: el aislamiento social preventivo, se simplificó la hiper complejidad de un fenómeno que puede producir obviamente un importante nivel de padecimiento a nivel colectivo y singular. En algunas de las opiniones se dedujo la posibilidad de incremento de suicidios por el “confinamiento”. No obstante, hay muchas investigaciones previas, desde la década del 30’ hasta el caso de Grecia ya en este siglo, que muestran el incremento de las tasas de suicidio en los períodos de crisis económica recesiva con incremento de desempleo, estado en el cual la Argentina ya había entrado desde hace por lo menos dos años. Entonces, confluyen la pandemia, la crisis económica local y mundial, la pérdida de empleos, el empobrecimiento y el aislamiento ¿Por qué, entonces, “la causa” sería el aislamiento o la cuarentena?
El esfuerzo teórico y práctico debe destinarse a innovar y promover factores protectores de la SM en circunstancias excepcionales, y no en usar el saber/poder especialista para favorecer a los que encubiertamente y por diversos intereses fogonean contra la cuarentena por intereses diversos. Para ello, se requiere una revisión conceptual interdisciplinaria, de ajustes meta teóricos. Hasta ahora todo parece indicar que la presencia de medidas colectivas y políticas de Estado de cuidado son factores protectores. Incluso la OMSiii, aunque ubicando a la depresión y ansiedad como unas de las mayores causas de sufrimiento en nuestro mundo, planteó que “tras decenios de abandono y falta de inversión en los servicios de SM, la pandemia del COVID-19 está afectando ahora a las familias y comunidades con un estrés mental adicional”. Descubriendo la pólvora: al final “todos” éramos usuarios, y el “estrés mental” es adicional a los preexistentes.
Detractores y cuentas pendientes
Hay distintas formas de posicionarse y actuar frente al COVID-19: una centrada en la lógica del cuidado solidario y colectivo con marco comunitario, y otra centrada en la preservación individual y el control poblacional, fácilmente derivable en estigmatizaciones y exclusiones motorizadas por el miedo y la moral policíaca. Ambas coexisten y eventualmente se articulan de diversas maneras. Asimismo, la metáfora bélica de la enfermedad convoca un fantasma que debe ser revisado en sus efectos, porque cristaliza en algunos la necesidad de un enemigo identificable y en otros una actitud sacrificial, grave en el caso de algunos agentes de salud.
El campo de la SM es heterogéneo y está atravesado por la fragmentación y segmentación del sistema de salud en su conjunto, así como por conflictos corporativos y posicionamientos diversos. En él hay multiplicidad de prácticas y agentes: el trabajo en el primer nivel de atención, en hospitales estatales generales o monovalentes (con sus distintas dependencias), las prácticas de atención en obras sociales y empresas de medicina privada, y las prácticas privadas. Todo esto en el marco de las tensiones de la implementación de la Ley Nacional de Salud Mental y su perspectiva de derechos en el año en que se debían transformar las instituciones monovalentes.
Las instituciones totales dejaron al descubierto su vulnerabilidad en situación de epidemia. Los geriátricos demostraron que el encierro era más peligroso que la calle, mientras el Gobierno de la C.A.B.A. intentaba regimentar estrictamente la circulación de personas de más de 70 años que no estaban internadas. Asimismo, respecto de los hospitales monovalentes, se plantearon acciones para prevenir la entrada de la epidemia en ellos, implicando un costo emocional para los y las internados/as al suspenderse las visitas y los talleres. Se promovió dar el alta a quienes estuvieran en condiciones de ello, pero simultáneamente se convirtieron en lugares de menor riesgo de contagio para atender, e inclusive internar situaciones de crisis.
Hasta una de las conclusiones del documento de la OMS sobre SM plantea que “La crisis actual ha vuelto a exponer los riesgos inherentes y aumentados de la institucionalización. Muchos países han demostrado que los hospitales de SM pueden cerrarse de manera segura una vez que la atención está disponible en la comunidad. Como parte de un plan a largo plazo para mejorar la calidad, el alcance y rentabilidad de los servicios de SM, se recomienda dejar atrás las inversiones en torno a la institucionalización hacia un modelo asequible y de calidad de cuidados de la salud en la comunidad”. Interesante, no por pensar en la rentabilidad sino justamente para reflexionar y denunciar lo acontecido en el Hospital Borda, en donde un usuario falleció a causa del ataque de una jauría dentro de la institución. Una muerte más, claro está, que se cobra el manicomio.
Hay curiosas voces detractoras de la cuarentena y de las medidas de cuidado que, entre otros, utilizan falazmente el argumento de la salud mental. Por el contrario, un problema serio de este campo, un verdadero analizador, es lo relatado sobre la muerte en el Borda. Por ello, más que nunca recordamos la íntima relación entre terapéutica, acceso y resguardo de los derechos humanos. Una intervención no será clínica si prescinde de lo último.
Resulta necesario revisar las prácticas en SM, y las psi en particular, recordando los pormenores de contraponer crisis y normalidad, en tanto “la crisis ya no es una interrupción de la normalidad. La normalidad es crisis. La crisis ya no es un momento decisivo (…) por lo tanto, ya no es un concepto útilvi. Convendría retornar entonces a una modesta y prudente psicopatología de la vida cotidiana.
Un screening con problemas
El Observatorio de Psicología Social Aplicada de la Facultad de Psicología de la UBA realizó un estudio con amplia difusión en algunos medios que merece un debate sobre sus soportes metodológicos y las herramientas utilizadas. El estudio se titula RELEVAMIENTO DEL IMPACTO PSICOLÓGICO A LOS 7-11 Y 50-55 DÍAS DE LA CUARENTENA EN POBLACIÓN ARGENTINA. El título ya es erróneo porque los estudios epidemiológicos de impacto tratan de probar una relación causal clara con herramientas cuantitativas más estrictas que las utilizadas en este estudio. Más aún, el factor de “riesgo”, que según el título sería la cuarentena, resulta difícilmente aislable de la multiplicidad de determinaciones de malestar psíquico en la situación en estudio. Es imposible saber cuánto del malestar estudiado se relaciona con la cuarentena en sí y cuánto con la situación general de emergencia a nivel mundial y local.
El estudio no utiliza herramientas que permitan diferenciar una relación causal estricta entre aislamiento preventivo y otros factores de un problema de alta complejidad, e intenta comprender un fenómeno hipercomplejo con una hipótesis causal sencilla. Rolando García y Edgar Morin tendrían algo que decir al respecto. Por ejemplo, no indaga condiciones específicas de la cuarentena como: cantidad de personas conviviendo, hacinamiento, soledad, acceso a comunicaciones virtuales, condiciones previas de salud, relación con redes sociales, mantenimiento o no del trabajo en modalidad homeworking, etc. Omite cantidad de variables específicas del fenómeno por usar herramientas inadecuadas.
Otro aspecto metodológico dudoso es el muestreo. El mismo es “incidental”, carece de la representatividad de un aleatorio. Asombrosamente, los sectores pobres están claramente subrepresentados constituyendo menos del 12% del total de encuestados en ambas muestras, lo que no condice con la estratificación poblacional ni con las posibles formas de afectación. Por cierto, la muestra no excluye a los muchos habitantes que no realizan estrictamente permanencia en el hogar porque desempeñan trabajos esenciales. Prácticas tan diversas como ser personal de salud, barrendero, personas que trasladan pedidos, etc., que debieron ser excluidos o por lo menos consideradas en circunstancia especial, dado que no se mantienen en el hogar y eso conlleva, eventualmente, otro tipo de problemática, especialmente en el caso de trabajar en salud.
Para evaluar sintomatología psicológica se utilizó la prueba de screening SCL-27v, un instrumento para uso poblacional con cinco escalas: síntomas y dolor depresivo, vegetativo, agorafóbico y sociofóbico; un índice de gravedad global (GSI-27); una evaluación para los síntomas depresivos; y una pregunta de detección de suicidio. Se trata de una herramienta de origen anglosajón que difícilmente haya sido probada en condiciones tan excepcionales como las actuales. De allí que muchas de las respuestas que luego se contabilizan como indicadores de psicopatología pueden ser conductas o sentimientos esperables, inclusive respuestas adaptativas ante un fenómeno altamente disruptivo. Algunas dan cuenta de problemas que la persona puede tener desde antes del fenómeno actual, y otras resultan francamente exóticas a este contexto. Por ejemplo, dentro de la escala de depresión figura: sentirse triste, pensar en la muerte o en morir y sentimientos de desesperanza respecto al futuro. Obviamente, todos esos sentimientos son esperables en un momento vital como el actual y no únicamente por la cuarentena; quizás su ausencia no sería justamente un indicador de “salud”. En la escala de síntomas vegetativos hay algunos ligados al miedo y otros a dificultades respiratorias que bien pueden agudizarse por el temor al COVID-19, no por el aislamiento. En síntomas agorafóbicos hay una pregunta que merece ser considerada una burla: en plena pandemia se considera un signo psicopatológico que la persona “tenga miedo de salir de su casa” o que se siente “temerosa” (en general); y otra desopilante: “sentir temor en situaciones de multitud”. También hay las que parecen tener más relación con características generales de una persona que con esta situación: “sentirse inferior a los demás”, donde una respuesta afirmativa nada dice con respecto al presente.
Lo que el estudio evalúa como “conductas saludables” son actividades individuales: actividad físico-deportiva, vida sexual o práctica religiosa. No se incluyó ningún tipo de pregunta referida a vínculos afectivos, lazo social, actividades solidarias o de cuidado de otros.
Hasta aquí algunas observaciones que se le pueden hacer desde su mismo marco. Un paso más allá de ellas, vale preguntarse: ¿es posible proponer recomendaciones sobre la SM en función de datos centrados y reducidos únicamente a la dimensión de la (a)normalidad? En este tiempo hay, además de lo nominado como “deficitario”, un enorme esfuerzo individual, social y político para adaptarse a una nueva realidad, desconocida e imprevisible. Uno de los responsables del estudio afirmó “se trata de ponerle cifras a un esperado fenómeno” o sea que presuponían el resultado que obtuvieron y anticiparon la respuesta ¿No se confirma así el carácter perecedero de cualquier posicionamiento teórico y de medición psicológica atendiendo a la mutabilidad de “lo humano” y el impresionante proceso de modificación colectiva al que asistimos? ¿Debemos admitir sin reparos que se utilicen sin mediaciones ni ajustes las categorías producidas con anterioridad a éste? ¿No se trata una vez más del problema del aplicacionismo?
Alicia Stolkiner es profesora Tit. de Salud Pública/Mental II Fac. de Psicología, UBA, Profesora del Doctorado en Salud Mental Comunitaria UNLa
Julián Ferreyra es psicoanalista, docente e investigador en Salud Pública/Mental II.
Referencias:
[i] Freud, S. (1915). “De guerra y de muerte. Temas de actualidad”. En Obras Completas. Vol. XIV (pp. 273-303). Buenos Aires: Amorrortu, 1992.
[ii] Sontag, S. (2012[1977]). La enfermedad y sus metáforas / El sida y sus metáforas. Buenos Aires: Debolsillo (p. 13-14).
[iii] Organización Mundial de la Salud (2020). Policy Brief: COVID-19 and the Need for Action on Mental Health (13 de mayo). Recuperado desde: http://coronavirus.onu.org.mx/wp-content/uploads/2020/05/UN-Policy-Brief-COVID-and-mental-health.pdf
[iv] Lorenzo Marsili, citado por Berardi, F. (2020). ¡Repartir! Crónica de la psicodeflación #7. Recuperado desde: http://lobosuelto.com/repartir-franco-bifo-berardi/
[v] The Symptom Checklist-27-plus (SCL-27-plus): A modern conceptualization of a traditional screening instrument. Recuperado desde: https://www.researchgate.net/publication/26800608_The_Symptom_Checklist-27-plus_SCL-27-plus_A_modern_conceptualization_of_a_traditional_screening_instrument
Fuente: Lobo suelto
¿Querés recibir las novedades semanales de Socompa?