Crónica imposible -dado el aislamiento social impuesto por el gobierno estalinista- de lo que presuntamente sucede en las partes externas de ciertos edificios porteños. Y muchas preguntas que te llevarán por el mal camino.
Salí al balcón, salí al balcón
mi querida mariposa.
Salí al balcón, salí al balcón, salí al balcón.
La Nación ya hizo esta nota y está garantizado que la de La Nación habrá resultado mucho más fina y glamorosa que esta. La Nación publicó que en tres barrios de la ciudad de Buenos Aires tres DJ’s de moda salieron a pasar música y yo no conozco DJ’s de moda.
Yo lo único que vi haciendo música en vivo en un balcón es una madre acaso joven, madre de dos, haciendo de Floricienta o cosa similar. También escuché la confusión de muchos balcones emitiendo muchas músicas. Opinables.
No sé. A mí lo que me pasó en mis balcones de cuarentena -que no son míos sino prestados- es que me saqué. Por regla general escribo y posteo haciéndome el bueno: odiar es al pedo en la vida y en la política, los discursos y modos de nosotros los buenos deben interpelar e incluir gente en lugar de expulsarla, Alberto Fernández es un maestro en ese arte (y cuando se hace el enojado o hace trascender que está enojado, lo mismo). En general, eso. Acaso soy una persona muy reprimida desde pequeño y por eso -políticamente al menos- trato de no sacarme.
Pero esta vez (hace pocos días) me saqué e insulté por Face (pido perdón). No sé quién fue primero: si Paolo Rocca, los titulares de La Nación o la convocatoria a los cacerolazos y los cacerolazos mismos, que ya se apagaron cual fósforo en las playas de Necochea.
Entre tanto, Daniel Cecchini, socompero de alma, me divertía con una crónica que fue posteando en Facebook acerca de un caracol cubano. Y yo seguía como un poseso el mapa de Clarín acerca de la evolución del Coronavirus en el mundo.
Pero me saqué lo mismo.
Entonces lo que hice una noche de cacerolazo en Belgrano -donde paso la cuarentena, excepto hoy y algo más que la paso en mi casa de barrio con casas- fue sublimar mi odio, por el que pido perdón. No sé si el verbo correcto es sublimar. Lo reconvertí al odio, lo puse en modo ridículo. Es lo que hay, lo que uno puede.
Salí al balcón trasero y prestado con la notebook y dos parlantes de morondanga, puse la marchita. Pero en lugar de limitarme a poner la marchita (hay gente que me obliga a hacerme peronista pero sigo resistiendo) o poner la marchita y putear a los vecinos caceroleros, lo que hice fue una no muy lograda imitación del acento de un político del interior bonaerense de los años ’30 o ’40 del siglo pasado. Una cosa gauchesca.
Eso no me salió muy bien porque por momentos parecía Alfonsín.
No me salió bien además porque en mi caso no se cumplió eso que recomendaron muchos contactos de Facebook antes de que yo me decidiera. Ellos proponían (y hacían) poner la marchita asegurando este axioma: “Marchita mata cacerola”.
No fue mi caso, me quedé más solo que Adán en el Día de la Madre. Claro que sucedió en Belgrano.
Al día siguiente amenacé con poner en los parlantes Red, de King Crimson.
Amenacé con eso en FB y muchos propusieron temas pesados que denunciaban los años de cada cual, putos setentistas. La propuesta que más me gustó fue la Fanfarria para un hombre común (o corriente) de Aaron Coplan en versión de Emerson, Lake & Palmer.
Esta es la versión de ELP. Están los tres súper abrigados no sé si en el viejo estadio de Wembley vacío:
Este otro link lleva a un concierto serio sobre la partitura original de Copland:
De todos modos esa noche estaba muy amargado y algo deprimido y no hice nada.
Como el posteo con mi breve arenga al noble pueblo cacerolero de Belgrano tuvo relativo éxito, también pensé (solo para lucirme en Facebook) en salir al balcón otra noche y recitar los primeros versos del Fausto de Estanislao del Campo (seguía con la vena gauchesca). Me imaginé con fondo de marchita recitando a los gritos a los caceroleros (tono gauchesco):
En un overo rosao,
flete nuevo y parejito,
cáiba al bajo, al trotecito
y lindamente sentao,
un paisano del Bragao,
de apelativo Laguna:
mozo jinetazo, ¡ahijuna!,
como creo que no hay otro,
capaz de llevar un potro
a sofrenarlo en la luna.
Yo me divierto solo y mucho pensando esas pavadas. Me gustó lo absurdo de la idea.
Pero eso tampoco lo hice y ya lo cacerolazos desvanecían.
El día en que miserablemente odié a Floricienta
Lo más llamativo que vi -de prestado en Belgrano- fue a Floricienta. La primera vez que salió al balcón me pareció una mujer joven. Ya la segunda vi que no. Respecto de Floricienta no sé si ser jodido o generoso. Porque mi primera reacción miserable fue pensar “Esta mina estudió canto alguna vez, acaso cantó. Se hace la solidaria y lo único que quiere es ser protagonista en el barrio y volver a sus años mozos de plenitud y brishito” (lo de brishito se lo afano a Caparrós).
Uno puede ser -de hecho lo dice Alberto- muy miserable en tiempos de pandemia.
Pero es que además no me gustó cómo la mina fue haciendo los preparativos. Como si de veras estuviera a las puertas de un concierto. “¿Están listos?”. “¡Qué lindo verlos, Belgrano!”. “¡¡¡Gracias!!!”. Eso decía micrófono en mano yendo de un extremo de su balcón al otro. Se vistió de Floricienta o de Doña Disparate y Bambuco, un vestido como abundante y fru-frú. Pudo estar cinco horas con el vestuario. Ese día cantó canciones infantiles. La detesté un poco por el modo de cantar, un modo de cantar artificioso, de show berreta, demagogo, que asocio a Telefé, más exactamente a Cris Morena. Odio ese modo de cantar y al mismo tiempo suscribo definitivamente algo que hace poquísimo posteó el poeta, periodista y medio amigote Daniel Freidemberg. Algo que resumiría así: emocionarse con lo que se te cante el culo es un derecho humano. ¿Quién es uno para meterse con la emoción estética de los demás?
Cuestión que -para mi pesar elitista- Floricienta tuvo éxito. La aplaudieron bastante y ella, muy feliz. No me gustaron tampoco los vecinos de otros edificios que pretendieron auparse al éxito de Floricienta para acaparar ellos la atención. Me llamó la atención una familia que salió no sé como de una claraboya a una terraza horrible revestida de membrana asfáltica y que la pasó bomba viendo a Floricienta.
Floricienta fue lo más trascendente que vi. Luego está el tema de los cacerolazos y de los caceroleros. Pero los caceroleros son como abstractos, uno no los ve si los balcones están lejos -mi caso del balcón prestado-. Los caceroleros no se distinguen, son todos iguales, abstractos. Los caceroleros son pura hipótesis u hipótesis llenas de prejuicios (o certezas, vaya a saber).
De modo que suspendamos por un rato el tema de los caceroleros y derivemos.
Crónica desde la prisión
Para mí es imposible escribir una mejor crónica sobre estas cosas. Primero, porque mi balcón prestado -o dos, uno adelante, otro atrás- está como alejado de otros balcones (la ventaja es que entra luz). Segundo, porque, cumpliendo la cuarentena, estoy aislado. No ejerzo el periodismo de manera activa o comercial o rentada, no puedo circular. No sé qué pasó en un montón de barrios. Solo me puedo guiar como un ciego frente al mar, por lo que se dice en Facebook: que los cacerolazos fueron flojos o nulos en muchos barrios, que aflojaron, que salir a los cielos con la marchita mata cacerola. Es verosímil: esta gente que cacerolea no es corajuda salvo cuando está psiquiátrica, es gente que teme al conflicto, que no se quiere “meter en quilombos” ni “hacer política”. De esta gente sin embargo salieron bocha de votos al macrismo, que supo interpelarlos desde la antipolítica, cosa que sigue sucediendo con lo peor del macrismo.
Ufa, perdí el hilo y la distancia. Terminé escribiendo sobre los caceroleros.
Tratemos de volver a lo otro, la “nota de color”.
Vi a Florecienta, vi gente que disponía sistemas de sonido para propalar músicas variadas, escuché aplausos y abrazos a la distancia. Vi juegos de luces en los ventanales -algunos como para festicholas, otras como para Navidad-, rayos de linternas poderosas lamiendo las altísimas paredes verticales de los edificios, vi proyecciones abstractas, gente tocando algún instrumento. Vi una página de Facebook llamada “Balcones San Cristóbal Sector C4” solo para encontrar recomendaciones de cara a la pandemia y este comunicado:
“Con el objetivo de disminuir el contacto social como medida para evitar la propagación de la enfermedad del Coronavirus se pone a disposición de los vecinos la siguiente cuenta para realizar el pago de la cuota de mantenimiento de forma segura por medio de transferencia en línea o desde una agencia”.
Vi una nota de la agencia española EFE con un Top Ten de canciones para hacer el aguante, con Resistiré en primer lugar y I will survive, de Gloria Gaynor, 1978, en el quinto (el tema ese no me gusta nada; pero si lo digo Daniel Freidemberg me mata). Leí en el diario catalán La Vanguardia que un señor promocionó en Barcelona “abrazos de luz” mediante el encendido de velas, encendedores y celulares para simbolizar “un anhelo común de paz, salud y felicidad”. Leí ya no sé dónde una desmentidad rotunda de una información según la cual los médicos chinos dijeron que salir a aplaudir en los balcones es “la vía más rápida para contagiarse del Coronavirus”.
No, no puedo hacer una buena crónica porque no tengo con qué. O desvarío.
Explico otra razón: yo me crié en un barrio residencial y vivo más o menos por esa zona desde mediados de los 90. La cultura departamentil -aunque viví en deptos chicos en el DF, Barcelona y Capital- me resulta odiosa y extraña.
Cómo decirlo. En el depto prestado en el que paso mi cuarentena no se me había dado por mirar a los departamentos de los otros. Pero eso cambió con la cuarentena, y con los cacerolazos. Lo que a muchos de ustedes -departamentizados- les resulta normal, a mí me da extrañeza. La extrañeza de mirar la vida cotidiana de los otros, como si uno fuera un marciano y el marciano observara: las rutinas repetidas en el colmenar, departamentos igualmente repetidos en su distribución de ambientes, con solo algun cambio de muebles y decorado. Las chicas de enfrente (lejos) en torno de una mesa redonda blanca a la noche. Más mujeres que hombres inclinadas ante las bachas de las cocinas (imagen triste). El pelado del octavo que parece Calígula, por autoritario, siendo alimentado casi que servilmente -visto desde lejos- por su pobre señora esposa. El pelado aparentemente cerró la ventana cada vez que hubo aplauso a los enfermeros y médicos o cacerolazo. Siempre ante una notebook, el pelado, serio, abstraído, distante de todos, eternamente. Salvo que su señora esposa le estuviera sirviendo la cena, pobre mujer.
¿Qué otros apuntes? El himno, el himno nacional. El himno cerrando desde algún balcón ya sea aplauso o cacerolazo. A mí ese modo de ejerecer el himno se me hace desagradable, como hipócrita, o falso, o frívolo, equívoco. Como si sonara por Nisman. Si seré miserable.
¿Los aplausos en Belgrano? Siempre con los prejucios que ya anoté: se me hicieron algo tibios, titubeantes, políticamente correctos. Pero puede que sea otra miserabilidad de mi parte (lo digo en serio, compañerxs) y quizá fueron realmente aplausos solidarios. O lo fueron por el mommento, hasta que pase el cagazo por el COVID-19.
No sé, compañerxs lectores. ¿Cómo meterse en la cabeza e historia personal de cada uno de los que se asoman o no a balcones y ventanas? ¿Los últimos que cacerolean son los psiquiátricos desencajados que detectaban en su momento las cámaras de 6,7,8 y últimamente las de C5N u otras señales?
Seguimos preguntando
Déjenmennn preguntar públicamente.
Los casos espantosos de bullying contra personal de salud en algunos edificios, ¿representan cuánto de la totalidad? Uno tiende a pensar que representan lo extremadamente peor y que lo extremadamente peor es muy minoritario. ¿Es así? ¿Es muy? Divulgar en las redes o los medios esos casos, con santa indignación o angustia, ¿no será un ejercicio tóxico para todos con peligro de que nuevos hijos de puta más cagones imiten la extrema hijoputez?
Más preguntas.
¿Quiénes cuelgan esos papeles que dicen andate, hijo de puta, entre signos de admiración? ¿Cuántos vecinos se ponen de acuerdo? ¿Consensuan los vecinos del edificio pegar en el ascensor de la planta baja esas amenazas horribles? ¿Son siete o 23 los que se ponen de acuerdo? Los que están en desacuerdo, ¿se oponen? ¿Muestran su oposición en el grupo de uasap del edificio? ¿Se acobardan? ¿A los porteros no les queda otra que borrarse de ese conflicto para no ser puteados o despedidos? ¿El Estado podría castigar esos comportamientos con alguna figura delictiva? (cuánto que tiene que hacer el Estado, por diosito, cuánto)
Ayer el querido compañero Diego Pietrafesa me decía “Cacerolean por Rocca, loco”. Y me decía también “Esto de que después de la pandemia se acaba el capitalismo…”.
Yo no estoy seguro de casi nada pero le respondí que por Rocca, no. Que debe ser más difusa la cosa. Más nacida del odio, y del odio por este gobierno, y antipolítica, y eso que el Gato Sylvestre llama macrismo residual pero que en términos sociales es mucho más que residual.
En uno de esos días en los que me saqué escribí algo más sosegado en Facebook, una cosa larga. De la que robo -pensando en los caceroleros- estas únicas y últimás frases pensando en ciertos discursos hijos de puta y en los caceroleros: Exigirle todo al Estado incluyendo la baja de los sueldos de sus funcionarios. Exigirle al Estado que nos salve pero que la corte con la cuarentena para no cortarla con las ganancias.
Qué fácil, qué cómodo es cacerolear guardaditos en casa, mis valientes.
Ya sabía yo que la nota de La Nación iba a ser mucho más glamorosa y prolija. No conozco un puto DJ.
Les regalo un último link. Es Pepe Iglesias, “El Zorro”.
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