El robo de un teléfono en un colectivo y la reflexión de una periodista sobre con qué ladrones uno debe enojarse en la Argentina de Cambiemos.

Esta tarde me robaron el celular. Un Samsung, standard, gama media. La maniobra fue muy limpia y el autor aprovechó lo que la mayoría de los ladrones de celulares aprovechan: mi distracción o, mejor dicho, mi concentración en la pantalla y no en lo que pasaba a mi alrededor.

Yo venía en el colectivo 132 y tuve una gran fortuna: en un viaje que prometía ser larguísimo (por el tránsito), me senté en un asiento de dos, del lado de la ventanilla, pegadito a la primera de las puertas traseras.

Con el teléfono en mano, mandé y recibí mensajes; básicamente temas de trabajo y domésticos. Hoy en día no es cuestión de perder el tiempo.

De pronto, dos o tres paradas antes de bajarme, una mano muy delicada rozó la mía, se llevó mi celular y el dueño de la mano, a quien ni siquiera alcancé a ver bien, bajó del colectivo, que se puso en marcha de inmediato. No fui capaz de reaccionar. Ni me pude dar vuelta. En los primeros segundos, la situación me recordó un gesto típico de mi ahijado, que también me saca de la mano el telefonito para jugar.

Pero no, no era Lucio. Era un ladrón, un chorro, un tipo que me había afanado.

No grité. No dije nada. Y nadie se dio cuenta de lo que había pasado. Ni siquiera la mujer que viajaba al lado mío.

Antes de bajar del colectivo, les dije a los pasajeros mientras esperaba frente a la puerta que me habían robado. Se sorprendieron. Nadie había visto nada.

Debo ser alguien muy raro, pero no pude enojarme.

Mientras caminaba hacia mi casa me preguntaba por qué no podía embroncarme, o sentir siquiera algo de rabia, o algún tipo de indignación. Qué sé yo. Fantasearme con haber gritado para que alguien lo corriera y recuperara mi teléfono, como si Batman (o Superman) existieran.

Pero no. No sentí nada de eso. Lo que sentí, en cambio, fue resignación.

Es que nos tienen acostumbrados. Nos roban todo el tiempo. Y no es que se limitan a quitarnos delicadamente un celular. Es bastante peor. Nos meten las manos en los bolsillos, nos meten las manos en todas partes.

Esos robos ocurren cada vez que pagamos impuestos, o tarifas (tarifazos) por servicios que no recibimos o que recibimos mal, cada vez que estamos obligados a abonar “comisiones” o “intereses” vaya a saber por qué cosas, cada vez que aumentan los precios en las góndolas o los surtidores (pero no los sueldos), o que, como país, se llevan nuestros recursos naturales alegremente o se ponen a joder con el dólar, los pesos y la pedaleada financiera.

También ahí somos robados. Pero no alcanzamos a darnos cuenta. Es más: ni siquiera podemos concebirlo… porque las leyes vuelven impunes esos saqueos. ¿O acaso el corralito –para los amnésicos- no fue legal?

Los ladrones de celulares no tienen permiso para robar. Pero se lo toman igual. Es curioso, pero en el ejercicio de esa conducta ilegal, delicitiva, le prestan un doble servicio al sistema: por un lado, nos obligan a comprar un telefonito nuevo; pero, además, son protagonistas de una misión de fuerte contenido simbólico. Sobre ellos recae el enojo, la indignación, la bronca, el odio, la sed de venganza y todas las emociones hostiles imaginables que sirven de catarsis, pero que al mismo tiempo nos dejan ciegos (o resignados) frente a todos los otros robos, esos robos cotidianos que no podemos reconocer porque se vuelven impunes –o santificados- bajo el mágico amparo de la ley.