Los baños no son para todo el mundo y las plazas cierran a las ocho de la noche. Buenos Aires hace privado lo público y le quita espacio a los que menos tienen, mientras hay formas de relacionarse que se van perdiendo.
Durante una cena, alguien comentó que en su barrio (alrededores de la Plaza Constitución) era cada vez más habitual ver hombres haciendo sus necesidades contra un árbol a plena luz del día, sin el menor pudor. Dado que había corrido mucho alcohol a esa altura de la noche, los comentarios derivaron para el lado de lo escatológico para pasar muy pronto a otros temas. Pero aquello fue más que un simple apunte sobre la vida porteña.
Pocos días después me tocó caminar por el barrio y noté que en todos los cafés y bares de la zona (sin excepción) estaba pegado el cartel “El baño es para uso exclusivo de los clientes”.
Intenté incluso entrar a alguno de ellos sin consumir y no hubo caso, es una ley rigurosa. Y eso que no ejerzo lo que se llama “portación de rostro”. Pero ni así. Es de imaginarse la rigidez a la que deben enfrentarse los más morochos o aquellos con rasgos indígenas. Evidentemente, algo pasa con los cafés en una ciudad que ha ido estableciendo una extraña relación entre lo público y lo privado, porque son espacios donde siempre el vínculo entre los dos ámbitos fue más bien laxo. Había amigos de café, existían lugares llamados “reservados” a los que concurrían las parejas para estar a salvo de miradas molestas, incluso eran lugares de intercambio para todo tipo de informaciones y debates, esos que estaban prohibidos en casa, desde el fútbol hasta la política y la religión. En los cafés se escribieron novelas (acto privado si los hay) y se armaron proyectos destinados en su gran mayoría al fracaso. Eran lugares a los que se podía entrar sin condicionamientos, salvo el de la edad, como cuenta la letra de
“Cafetín de Buenos Aires”, que describe al Café de los Angelitos como el lugar donde se podían aprender cosas tan aparentemente disímiles como la filosofía, la timba y la crueldad de seguir vivo después de amar. Tal vez más de uno recuerde el primer café tomado con nuestro viejo o nuestra vieja fuera de casa.
No se me escapa que esto es parte del asunto y que no termina de explicar todo. Algo más que una puerta que se cierra le pasa a alguien que (al menos de acuerdo a la costumbre de nuestra sociedad) convierte una práctica esencialmente privada en pública. Pareciera como si ya nada le importara. En cierto sentido, algunos pudores marcan una frontera. Mear de día en plena calle es haber cruzado un límite, el de la preservación de uno mismo y el de la preocupación por lo que nos rodea.
Esa irrupción indeseada (para sus espectadores) de un acto tan acostumbradamente privado de algún modo contrasta con esta proliferación de videos eróticos que llenan cada semana horas y horas de los programas de chimentos de siempre. Algo que sucede puertas adentro y que no presupone espectadores, más que cuando se lo plantea como espectáculo. Lo que hace suponer que su difusión no es inocente y que forma parte del guionado permanente que acecha a todo lo que pasa en el mundo de la farándula. Pero eso es secundario, lo concreto es que vemos a esa gente haciendo lo mismo que nosotros hacemos cuidándonos de que la puerta esté bien cerrada.
Es decir que hay una intimidad expuesta que produce morbo y otra que genera rechazo. Una que comparte y otra que sirve para ser excluido, una que reditúa y otra que tiene como efecto el ser discriminado. Una que tiene que ver con el placer y otra con la necesidad. También en estas comparaciones se siente que la ciudad va generando estratos de habitantes, que cuando se tocan entran en conflicto.
En eso, el café pacificaba, reunía, transmitía cosas (incluso aquellas que están fuera de la ley, los delincuentes tenían sus bares favoritos y se sabía donde paraban- hasta la policía los conocía bien), era puente de intercambio, ponía en contacto gentes y clases. También, a su manera, era un lugar para contemplar lo que sucedía afuera. Basta leer algunas aguafuertes de Roberto Arlt, donde las historias nacen de una mirada que recorría lo que pasaba del otro lado de la ventana. Hoy los cafés son para adentro. Casi nada se puede ver desde ellos, no hay nada del afuera que se nos revele mientras tomamos algo. Los vidrios ya no son tan transparentes.
No se trata de recuperar algo arrasado por el tiempo, eso no vuelve más. Es probable que una gran parte de la sociabilidad de los bares haya sido recuperada, con otros códigos y con una visibilidad diferente, por las redes sociales.
Hay algo de miserable en esos carteles que, como tantos otros, esconden el afán discriminador a través de variantes del llamado derecho de admisión. No respetan la necesidad ajena y creen que se debe pagar por sufrirla.
Algo parecido sucede con las plazas, aunque aquí es el Estado el que arma la exclusión. Durante mucho tiempo, los parques públicos servían de telo para los que no podían pagarse un turno, para juntarse durante el verano con un poco de aire fresco y tomar mate o cerveza al aire libre, incluso jugarse un picado cuando el sol ya no pegaba. Ahora todo es rejas. Las plazas funcionan con horario. La excusa es poner un freno a los vándalos que destruyen jardines y monumentos. Pobre excusa: cualquiera podría treparse por esas rejas si su propósito es causar daño. Las rejas sirven para que lo público sea inaccesible y quede sometido a regulaciones y exclusiones. Tanto es el afán por cerrar puertas que sólo hay unas pocas entradas habilitadas de las muchas que poseía el Jardín Botánico porteño.
Lo que la ciudad tiene como cuestión pendiente es armar espacios donde todo aquello que sucedía en los bares pueda volver a ocurrir, donde haya un lugar para proteger la intimidad de aquellos que parecen haberlo perdido todo, al punto de no percibir su ausencia.