El 31 de octubre, un terrorista de 29 años atropelló deliberadamente con una camioneta a ocho ciclistas, entre ellos cinco argentinos, en la autopista Wst Side, en la costa oeste de Manhattan. La cronista andaba muy cerca de ahí y, desde entonces, no ha dejado de seguir el desarrollo del caso.
El pasado 31 de octubre un hombre conducía una camioneta a toda velocidad en dirección sur por la autopista West Side que bordea la costa oeste de Manhattan. Poco antes había decidido que no exhibiría las banderas del autodenominado Estado Islámico para no revelar sus intenciones antes de tiempo: perpetrar un nuevo ataque terrorista.
Al mismo tiempo, a unas diez cuadras, yo le comentaba a un neoyorkino lo segura que me sentía en la ciudad. Él me recordó que veinte años atrás Nueva York era muy diferente, con sólo una mirada equivocada -sobre todo frente a alguien de “otra raza”- se podía desatar una pelea callejera. Hoy, en cambio, al menos en Lower Manhattan, no se siente la necesidad de estar alerta y es una de las sensaciones que el latinoamericano más agradece. Sin embargo, mientras yo intentaba transmitir esto, aquel hombre en su camioneta se desplazaba hacia el carril derecho de West Side, paralelo a la bicisenda, previendo que el día de Halloween muchos adultos y sus hijos serían blancos fáciles de atacar.
En esa misma bicisenda, tres meses después, los ciclistas siguen pedaleando contra el viento. En la esquina de West Side y Chambers Street se ve un altar repleto de rosas, yerberas azules y velas. Entre las flores coloridas asoma el manubrio de una bicicleta blanca de donde cuelga una pequeña bandera argentina que revive con el paso fugaz de los ciclistas. Un cartel con fotos recuerda a las víctimas fatales: los argentinos Hernán Mendoza, Diego Angelini, Alejandro Pagnucco, Ariel Erlij y Hernán Ferruchi, los estadounidenses Darren Drake y Nicholas Francis Cleves y la holandesa Ann-Laure Decadt.
Aquel 31 de octubre despedí a mi amigo y salí del Woolworth, uno de esos extraños engendros neoyorkinos entre edificio de departamentos y catedral gótica que selló el éxito de su dueño, un simple comerciante minorista que se hizo rico al reconocer las ventajas del autoservicio. Eran alrededor de las tres de la tarde y cuando pisé la avenida Broadway sentí que el frío helado me golpeaba la cara. Pensé que en la costa sería peor. En sólo unos breves segundos dejé andar mis pies más por inercia que por decisión hacia el norte por la misma avenida. Con esos pasos, el azar separó mi futuro de aquellos otros argentinos que, como yo, también se sentían seguros en Manhattan.
Seguí caminando y vi como el brillo del tímido sol otoñal blanqueaba el vestido lila de una niña que, junto a sus padres también disfrazados, había salido a pedir dulces sintiéndose una princesa. Su sonrisa deformaba el corazón que le habían dibujado en su mejilla derecha. Mientras caminaba revoleaba una calabaza de plástico en donde guardaría todos los dulces que recibiría con esa misma sonrisa. No era la única, varios niños recorrían las calles exhibiendo su mejor disfraz.
Media hora después llegué a casa y escuché en el noticiero del canal Uno que un hombre al volante de una camioneta alquilada había atropellado a varias personas en la autopista West Side. Luego chocó con un autobús escolar, fue herido por un oficial de Policía que estaba en las inmediaciones y detenido. Hasta ese momento no se hablaba de un ataque terrorista porque la Policía no lo había confirmado. Tampoco se mostraban imágenes de la escena ya que la zona había sido vallada rápidamente. Algunas buenas prácticas periodísticas y policiales demuestran un camino de doloroso aprendizaje en los múltiples ataques que ha sufrido el país.
Aquel día de Halloween los niños siguieron con su procesión puerta por puerta. A falta de casas, los vecinos se anotan en una lista en el hall de los edificios para informar que los chicos pueden pasar a pedir dulces. Mientras me preparaba para su llegada me informaron por mensajes que había varios argentinos entre las víctimas fatales. Se me cerró la garganta como si me hubiese atragantado con un caramelo. Es muy poco racional pero pareciera que cuando muere un compatriota a uno le duele más. Como si hubiese sido aún más posible que esa víctima fuese uno mismo.
Aunque recibí a mis pequeños vecinos con una sonrisa, pensaba qué diferente hubiese sido la historia de ese día si elegía caminar por la costa. Pensaba en esas familias que nunca verían a sus seres queridos. Pero también creía que si todos nos quedábamos en nuestras casas, el atacante habría logrado su cometido. Pensé que todos esos cowboys, princesas y brujas se merecían exhibir orgullosos sus trajes para hacerse del botín de golosinas que yo había preparado para ellos.
El acusado en el banquillo
Sayfullo Saipov -usbekistano de 29 años- es el acusado de cometer el ataque terrorista más sangriento en Nueva York desde la caída de las Torres Gemelas. Enfrenta ocho cargos por homicidio y doce cargos de intento de homicidio en beneficio del crimen organizado además de ser acusado por proporcionar material del ISIS y destruir un vehículo.
Tras chocar contra un autobús escolar, Saipov salió de la camioneta gritando Allahu Akbar o “Dios es grande”, según lo detallado por la Fiscalía del Departamento de Justicia de los Estados Unidos. En la camioneta encontraron material que lo vincula al terrorismo, un arma de paintball y una de perdigones.
Luego de ser trasladado al hospital de Bellevue, informa la acusación, Saipov dijo que había planeado el ataque hace un año y que dos meses, que había decidido alquilar una camioneta para dañar la mayor cantidad de personas posible. El 22 de octubre alquiló un vehículo similar para practicar las maniobras. Según la Fiscalía, Saipov dijo que su plan era continuar hacia el sur y atravesar el puente Brooklyn en donde pasan 4000 peatones y 2600 ciclistas por día. Acorde con lo declarado por la Policía no sólo no mostró remordimiento alguno sino que dijo sentirse bien por lo que había hecho y les pidió a los oficiales si podían colgar banderas del ISIS en la habitación del hospital.
La pena máxima que enfrenta es la sentencia de muerte. Aún no se conoce cuál será la estrategia pero el Fiscal Federal Jeff Sessions declaró que usaría “todas las armas legales a su disposición” en un juicio por terrorismo como éste. Según The New York Times no es común que la fiscalía busque la sentencia máxima y no lo ha hecho desde 2009. Sin embargo, aclara el periódico, en el caso del ataque terrorista a la maratón de Boston ocurrido en 2013, Dzhokhar Tsarnaev fue sentenciado a muerte por un jurado federal.
Según informaron los medios locales, a pesar de que el 28 de noviembre frente al juez federal Vernon S. Broderick Saipov se declaró inocente, el 17 de enero su defensa mediante un intercambio de cartas declaró que el acusado estaba dispuesto a declararse culpable y aceptar una condena de prisión perpetua sin posibilidad de libertad condicional para evitar la pena de muerte. En la primera audiencia realizada el 22 de enero el juez dispuso que el Departamento de Justicia de los Estados Unidos tiene tiempo hasta el 1° de septiembre de 2018 para decidir si buscará la pena capital.
Otra vez en el barrio de Tribeca
El ataque a los ciclistas sucedió a sólo ocho cuadras de donde se erigían las Torres Gemelas. Los vecinos de Tribeca -nombre que refiere al triángulo debajo de la calle Canal, en el extremo sur de Manhattan- vivieron el caos que siguió a la destrucción de las torres. Un polvo blanco cubría las calles y los pasillos de los edificios. De tres a seis meses tuvieron que esperar para volver a vivir en sus departamentos y aun cuando regresaron, se sentía un olor similar a cable quemado. Los que volvieron para las fiestas de fin de año del 2001 se encontraron con edificios vacíos y muy pocas tiendas abiertas. Los helicópteros sobrevolaban día y noche causando una sensación de peligro constante que no se borra fácilmente: “Yo hasta hoy vivo pensando que algo terrible puede pasar en cualquier momento -dice Joan Katz, una vecina de Tribeca que sufrió el atentado a las torres- así que cuando escuché la noticia sobre los ciclistas en la televisión no pude soportarlo, no lo puedo aguantar. ¿Otra vez en Tribeca? Preferí apagar todo y no escuchar nada”. Su hija que ahora tiene 29 años y anda frecuentemente en bicicleta reaccionó con más intensidad frente a este último atentado: “Me preguntó por qué no nos mudábamos a otro lado -cuenta Joan- pero le dije que la realidad es que hoy en día ningún lugar es seguro”.
El ataque del 11 de septiembre de 2001 en el que murieron 2753 personas marcó el curso de la historia mundial y también la fisonomía del barrio de Tribeca. En las inmediaciones de los edificios más importantes colocaron barricadas: bloques de cemento para impedir ataques vehiculares. Hoy en la bicisenda de la autopista West Side, donde se lo acusa a Saipov de asesinar a sangre fría a ocho ciclistas, también se multiplicaron las barricadas que intentan evitar otro ataque similar.
Allí se escuchan las risas y gritos del patio de la escuela primaria número 89. En la entrada, una placa homenajea a los niños que el 11 de septiembre “vivieron lo mejor y lo peor de la humanidad” al ser rescatados por sus maestros. Enfrente se encuentra la secundaria Stuvyesant -uno de los colegios de mejor nivel de la ciudad- y cruzando la autopista West Side el colegio universitario BMCC.
El terrorismo no sólo pretende asustar, sino también exacerbar y polarizar, destaca un informe publicado este año por la UNESCO. Citan al periodista del diario británico The Guardian, Jason Burke quien en su libro La Nueva Amenaza describió que el Estado Islámico habla de una zona gris “donde hay diversidad, tolerancia, comprensión, discusión y debate”. Esos son los valores de la democracia y las libertades que el terrorismo pretende destruir. “El miedo puede conducir a la pérdida de libertades tan difícilmente ganadas y, eventualmente, reducir la diferencia entre los estados democráticos y los regímenes autoritarios, precisamente lo que los terroristas buscan”, escribió el abogado francés Antoine Garapon citado en el informe. El crecimiento del apoyo a candidatos de derecha que defienden discursos anti inmigratorios en Estados Unidos, Alemania, Francia e Inglaterra son una muestra del impacto del miedo frente a estos ataques.
Es una tarde fría pero soleada en Tribeca y se puede ver a un grupo de adolescentes saliendo del colegio universitario BMCC. Blancos, negros, asiáticos y árabes disfrutan del fin de clases. Algunos se sientan juntos en las escaleras a comer el almuerzo que acaban de comprar en un puesto callejero. En esa escena tan común en la Ciudad de Nueva York, los jóvenes se resisten al odio y enfrentan el miedo unidos en la resiliencia.