Ya que el Presidente, hace algunos días desde Entre Ríos, cuestionó que la Justicia se meta con el libre juego de los mercados de agrotóxicos, van estas postales leídas un año atrás en la Marcha Mundial contra Monsanto.
Hay, al sur del sur, una tierra llena de contradicciones. De campos y de hambrientos, de fruto y de veneno.
Es el País de la Princesa Antonia.
En ese reino en donde nada es lo que parece, a los chicos y chicas de las escuelas primarias del principal condado acaban de quitarles el pan y las paneras, so pretexto de que los “engordaba”. La idea fue reemplazar ese pan por verdes ensaladas. Los funcionarios del rey se tomaron fotos y todos aplaudieron. Lástima: nadie se tomó la molestia de hacer un análisis químico de esas lechugas ni de esos tomates, ni de verificar exactamente qué había en ellos. Ni en nada.
Porque en el país de la princesa Antonia, sabrán, lo central nunca está a la vista.
Pero si nos ponemos a indagar –como ya lo ha hecho la Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria, SENASA- descubriremos que en la lechuga estudios oficiales detectaron sustancias como el Metomil, el Tiametoxam, el Metamidofós y el Endosulfán. En total, en más de la mitad de las muestras analizadas se detectaron agrovenenos.
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Pero la princesa Antonia (como antes los príncipes Carlitos, Zulemita, Aíto, Flor y Maximo) está fuera de peligro. De hecho su madre, la reina Juliana, mandó construir en el helipuerto desde el que hace unos veinte años los presidentes salían por la puerta chica de la historia una huerta. Agroecológica, desde ya. Sin insecticidas, sin fungicidas, sin herbicidas. Sin -por ejemplo- paraquat.
¿Y qué es el paraquat? Simple: un herbicida creado en 1961. Pero según la Hertfordshire Pesticides Properties Database (esto es, la Base de Datos de la universidad inglesa de Hertfordshire sobre las Propiedades de los Pesticidas, uno de los repositorios más completos, actualizados y consultados en la materia), el paraquat –además de eliminar malezas que puedan perjudicar una cosecha- provoca otra clase de efectos, bastante más inquietantes. ¿Por ejemplo? Además de ser irritante de los ojos y del tracto respiratorio, se consigna que posiblemente tenga “efectos sobre la reproducción y el desarrollo” y que se desconoce si provoca o no mutaciones genéticas.
Por todas estas razones, el paraquat fue prohibido en Europa en 2012. En Suiza, sede central de la compañía que tiene las patentes de la sustancia, fue prohibido mucho antes, en 1989. En Argentina es legal y se lo utiliza en los cultivos más diversos: arroz, lentejas, viñedos, papas y un largo etcétera. El paraquat es lo que llueve desde el cielo de Chaco campaña tras campaña, y cae sobre chicos que, claro, no tienen tanta fortuna como la princesa. Y que se enferman de cosas que la princesita seguramente jamás padecerá porque nadie se atrevería a exponerla, justo a ella, a ocho meses de fumigaciones con agroquímicos, como sí les sucede a los chicos de Córdoba, de Santa Fe, de Entre Ríos, de Formosa y de cada provincia que sea parte en enorme negocio de lo que alguien bien denominó “agricultura oncogénica”.
Esas lluvias tóxicas de las que la princesa está a buen resguardo caen sobre nenes y nenas de todo el país y en cualquier momento: yendo a comprar el pan, paseando en bici, jugando en la plaza. Yo he visto, en Monte Maíz, Córdoba, cómo desde los silos repletos de granos y de pesticidas para que esos granos no fueran devorados por plagas, caía una lluvia rosa de cascarillas que los chicos respiraban. Habían colocado un patio de juegos justo al pie de los silos.
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Cuando analizaron esas cascarillas (lo hizo la gente de la UNLP), el horror: estaban absolutamente saturadas de venenos. Luego se detectó que en la plaza del pueblo había más agroquímicos que en un campo de soja recién fumigado.
Chicos expuestos a venenos todo el tiempo y adonde sea.
¿También adentro del colegio? Sí, también: según un informe del sindicato de docentes de Entre Ríos, 80% de las escuelas rurales han sido fumigadas en plena clase. En Santa Fe han fumigado-con los chicos adentro- escuelas secundarias, primarias y hasta un jardín de infantes. Todo esto le fue informado mediante carta al señor gobernador. Eso fue hace tres años. Todavía están esperando una respuesta.
En el País que hoy es el de Antonia -y que antes fue el de tantos otros príncipes y princesas, igual de protegidos- se venden sin problemas y sin control sustancias prohibidas en Estados Unidos (como el paraquat) o en Europa (como el acetoclor, el paraquat, la atrazina, el imidaclorprid, el thiametoxam, estos dos últimos letales para las abejas) etc, cuando no en ambos sitios.
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Aquí es legal aplicar sobre frutas y verduras lo que en otros países ha dejado de comercializarse hace ocho, diez o quince años pero que se vende como pan caliente en el país de la princesita. Ella, felizmente, no nació en Marcos Juárez, Córdoba. Allí, los ocho meses de fumigaciones han dejado en el cuerpo de los chicos un daño indetectable a simple vista pero evidente bajo el microscopio. ¿Qué se ve allí? Daño genético por, justamente, estar expuestos a sustancias genotóxicas que se esparcen sobre ellos año tras año, campaña tras campaña. Así lo confirmaron en 2015 la doctora Delia Aiassa y su equipo de investigación en Genética y Mutagénesis Ambiental (GeMA), de la Universidad de Río Cuarto.
Otros chicos nunca sabremos si tenían daño genético o no, porque ya están muertos. Como Nicolás Arévalo, el nene correntino de cuatro años y perfectamente sano que – según se lee en su autopsia, firmada por tres forenses- murió por “intoxicación aguda con Alfa endosulfán”. Un veneno –un insecticida- hoy prohibido pero que todavía se detecta en algunas muestras de verdura. Un veneno no sólo capaz de matar a un chico sano como Nicolás en cuestión de horas, sino también de dejar con secuelas graves a los que logren sobrevivir, como su prima Celeste.
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Otros chicos también están muertos, como José Kily Rivero (también de Corrientes y apenas un año después de lo de Nicolás), como Leila Derruder (de Entre Ríos, muerta de cáncer a los quince años y uno de los muchos casos que movilizó a la comunidad de San Salvador), Evelyn Montichessi de Monte Maíz (muerta a los 15 años y sin haber dado jamás un beso), como Kevin Jara (también entrerriano), sano, expuesto a fumigaciones y muerto en apenas una semana. Tenía siete años.
En el País de la Princesa Antonia los únicos privilegiados son los niños, sí. Pero sólo los niños privilegiados. Ellos, a diferencia de los millones que viven en pueblos fumigados, pueden respirar azul clarito y hasta comer mandarinas sin el temor a morir –como en un cuento siniestro- apenas después de haber probado la fruta. Eso le pasó en Corrientes, en Mbucuruyá, a una nena apenas más grande que la princesa. Tenía 12 años. Tiempo después, esa misma sustancia usada para envenenar la mandarina, el carbofurán, se llevó también la vida de varios cóndores. Que quede claro: en Argentina, la niñez es también una especie amenazada.
Por eso, privilegiados son los chicos que pueden, como Antonia, respirar aire puro y no 24D cada vez que salen a caminar, como les pasa a los chicos de Monte Maíz, en el corazón de la pampa gringa. Los que pueden salir al aire libre sabiendo que eso es verdad, porque el aire está libre de sustancias que, como los agroquímicos, fueron diseñadas para una sola cosa: matar, de inmediato o a largo plazo. En efectivo, pero también en cómodas cuotas de malestar, enfermedad y malvivir. Matar a distancia, sin que se note. Sin culpables.
Por ninguna de todas las muertes que acabo de mencionar, apenas unas pocas en una lista mucho más extensa, hay un solo preso. La agricultura oncológica que sostiene desde hace décadas al país de la Princesita Antonia ha reinventado el crimen perfecto: hay muertos pero no matadores. Hay crímenes, pero sin criminal.
Privilegiados y felices también los niños, decía, pero sólo aquellos que pueden salir a recorrer el campo sin terminar en la guardia y con convulsiones, como les sucedió durante años a los chicos de San Jorge, en Santa Fe, antes de que un amparo judicial pusiera fin a las fumigaciones y redujera dramáticamente las consultas pediátricas en la salita del pueblo. Desde que la ley prohibió envenenar el aire, los chicos y adultos dejaron de enfermarse a repetición. Pero, claro, esta es la clase de noticias que no sale en ningún lado.
Privilegiados son los niños, sí. Pero sólo los que pueden comer frutas, verduras y hortalizas libres de los casi 4.800 formulados agroquímicos que se pueden vender legalmente en nuestro país. Esos que a menudo provienen de naciones que – diferencia del País de la Princesa Antonia- velan por la salud de sus habitantes, y por eso los han prohibido. Naciones que, como Inglaterra, fabrica y vende en Argentina el paraquat que no puede vender en su país y termina recalando en lo que algunos expertos ya han bautizado “la chatarrería de pesticidas del mundo”: Latinoamérica.
Privilegiados son los niños, sí. Pero solo los que comen manzanas libres de los 22 pesticidas que se han detectado en las muestras tomadas en mercados concentradores. Libres de los plaguicidas que –según un documento de la ONG Naturaleza de Derechos- se detectaron en 63% de las muestras de verduras, frutas y hortalizas analizadas. Sustancias que no deberían haber estado ahí pero que ahí estaban. Entre ellas, y por sólo citar algunos ejemplos, el metil azinfós, el metidation y el carbofurán, detectados en peras, frutillas y manzanas. Los tres pertenecen a la clase toxicológica más peligrosa (Banda roja). Los tres están prohibidos en Europa.
En el País de la Princesa Antonia, evidentemente, la frontera ya no sólo se traza entre los que comen y los que no, sino entre los que realmente se alimentan y los que comemos veneno a repetición, cuatro veces por día, durante cada año de nuestra vida.
¿Qué si hay señales de cambio? Sí, muchas, y siempre de la mano de la movilización popular. Porque así como consiguieron leyes protectoras las comunidades de Monte Maíz, San Salvador, Las Palmas en Chaco y tantas más, el cambio sigue adelante. Hoy, el municipio de Gualeguaychú abastece sus comedores y escuelas con proveedores agroecológicos y Paraná acaba de aprobar una declaración en apoyo a la agroecología.
Puede que aún no se note, pero el País de la princesa Antonia tiene -lo sepa o no- los días contados.
Porque no hay mayor injusticia que la injusticia ambiental.
Porque si algo debe ser protegido y cuidado por el Estado, eso es la niñez. Y Argentina está incumpliendo sistemáticamente y desde hace años pactos internacionales que la obligan a cuidar a sus chicos y chicas. A todos.
Por eso el objetivo debería ser el de hacer, cada uno de nosotros, todo lo que esté a nuestro alcance para que cada chico de Argentina coma como un príncipe. Como hoy come la princesa Antonia: sano, seguro y soberano. No paremos hasta logra eso: que la comida de calidad deje de ser privilegio y se vuelva derecho.
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