El perro fue el primer animal domesticado por el hombre, pero en nuestros tiempos esa “domesticación” tiene costados realmente perversos. Un artículo que se abre a la polémica o cuando la “humanización” de los perros también es maltrato animal.

Desde finales del Siglo XIX, la Argentina fue pionera en relación a las normas de protección y tutela de los derechos de los animales. Tal es así, que el 25 de julio de 1891 el Congreso de la Nación sancionó la Ley 2786 de Prohibición de Malos tratos a los Animales, popularmente conocida como “Ley Sarmiento” y que representó una norma de vanguardia en el contexto de América Latina.

Esta tradición continuó, y medio siglo más tarde, luego de dos iniciativas frustradas, una de 1947 y otra de 1951, el presidente Juan Domingo Perón le encomendó al diputado Antonio Benítez, que buscara el consenso necesario para aprobar una nueva ley que pudiera ser aplicada en todo el país, ya que la Ley 2876 prácticamente había caído en desuso. La ley impulsada por Perón fue aprobada por el Congreso y promulgada en octubre de 1954. Desde entonces la Ley Penal 14.346 tipifica en toda la Argentina los actos de crueldad y maltrato hacia los animales.

Día del Animal (1955).

Los acelerados cambios producidos en la sociedad humana desde la Revolución Industrial, han generado modificaciones sustanciales en la relación de los humanos con los animales, y más específicamente con los perros, la especie animal más cercana a nuestras vidas cotidianas desde hace más de una decena de miles de años.

El perro es el más antiguo de los animales domésticos, y a lo largo de la historia reciente, fue perdiendo su lugar como animal de trabajo y se trasformó gradualmente en una especie de valor afectivo, apreciada básicamente por el placer y diversión que para los seres humanos constituye su compañía.

Paradojalmente, los cambios en la valorización y funciones que cumplen los perros, no han sido necesariamente acompañados de un mejoramiento en las condiciones de mantención y resguardo de su bienestar y salud.  En este sentido, en los últimos tiempos, ha existido un importante debate en relación a la relevancia de los criterios de bienestar animal a la hora de dictar normas que regulen el trato que los perros reciben en nuestra sociedad.

Un buen ejemplo sobre lo antes mencionado, es el extenso debate que movilizó y enfrentó en la arena pública a diversos sectores de la sociedad, alrededor del tratamiento parlamentario de la ley 27.330, promovida para frenar específicamente las carreras de galgos en Argentina, y que fue sancionada el 17 de noviembre de 2016 por la Cámara de Diputados con 132 votos a favor y 17 en contra, y entró en vigencia en diciembre de ese mismo año.

La sanción de la ley puso de relieve un doble estándar normativo con un claro sesgo de clase. Mientras que las leyes prohíben las carreras de galgos – actividad sostenida por la población rural o de las periferias urbanas de recursos medios y bajos- otras normas regulan y autorizan una actividad análoga como las carreras de caballos, actividad fuertemente inserta entre las clases altas urbanas.

Este sesgo de clase que, una vez más, estigmatiza a los “galgueros” como “gente fuera de la ley”, se ha manifestado a lo largo de la historia en otras normas como el Código Rural de la Provincia de Buenos Aires, sancionado por un decreto Ley de la última dictadura y que por ejemplo, prohíbe expresamente en su artículo 273 inciso K “la caza de liebres con perros galgos”.[1]

Las discusiones en ámbito parlamentario, periodístico y propiamente en las calles que acompañaron el tratamiento de la ley, dejaron a la vista el enorme compromiso emotivo, las profundas diferencias y las contradicciones existentes en el seno de nuestra sociedad, con respecto a cómo se entienden las relaciones hombre/animal y a las diversas concepciones sobre la naturaleza que subyacen a estas.

Además, la polarización de la discusión entre “animalistas” y “galgueros” impidió debates más profundos sobre la visión de la naturaleza y de las relaciones humano/animal existente en el mundo rural y las concepciones del mundo urbano sobre las mismas, y enmascaró tensiones sociales de larga data.

Para el 2019, el oficialismo anunció su vocación de impulsar el tratamiento de, al menos, una media docena de proyectos de ley que ya tienen estado parlamentario en la Cámara de Diputados y en el Senado de la Nación, y que promueven un nuevo marco jurídico sobre el “Derecho Animal” en Argentina.

En vísperas del anunciado tratamiento de estos proyectos de ley, en este artículo intentaremos esbozar algunas bases científicas que contribuyan a definir de una manera más general, objetiva y menos emotiva que la que se dio durante el debate que desembocó en la sanción de la mencionada ley, las necesarias condiciones de bienestar que debemos brindarle al más antiguo de los animales domésticos en el contexto de nuestra sociedad.

Un lobo con piel de cordero

Para determinar sus necesidades y poder definir las condiciones de “bienestar” que debemos garantizarle a nuestro “mejor amigo”, comenzaremos intentando responder a la pregunta ¿Qué es un perro?

Desde una perspectiva zoológica, la familia Canidae, que incluye como única especie domesticada al perro (Canis familiaris), es un grupo de mamíferos carnívoros dividido en 38 especies.

(Foto: Horacio Paone).

Actualmente los científicos tienen la certeza de que el perro es el primer animal en haber sido domesticado, aunque aun resulta difícil determinar cuándo comenzó su domesticación, y si este proceso se produjo a partir de un único evento o en múltiples fenómenos en distintos momentos y lugares.

A pesar de las dificultades asociadas con el uso de restos arqueológicos para determinar las distintas etapas del proceso de domesticación, existe un consenso general entre los zooarqueólogos de que ya existían perros domésticos en distintos puntos del hemisferio Norte hace unos 14.000 años. Sin embargo, a partir de la secuenciación completa del genoma de lobos y perros y su análisis demográfico, trabajos recientes sugieren que la separación entre ambas especies ocurrió mucho antes de lo que hasta ahora se pensaba, y ubica el evento alrededor de 32.000 años atrás. En cualquiera de los dos casos, queda claro que el proceso de domesticación se desarrollo por parte de grupos cazadores-recolectores, en la etapa previa a la adopción extensiva de la agricultura por parte de los humanos.

Además, hasta tiempos relativamente recientes han existido en la comunidad científica grandes debates sobre cual o cuales fueron las especies de cánidos primigenios que dieron origen al perro doméstico. La gran diversidad fenotípica que se expresa en el sinnúmero de morfotípos y razas existentes, llevó a muchos científicos – entre ellos al mismísimo Darwin- a sostener la hipótesis de la existencia de ancestros multiespecíficos en el origen de los perros domésticos contemporáneos. Sin embargo, en la actualidad, los estudios combinados sobre comportamiento, vocalizaciones, morfología y especialmente los grandes avances en el campo de la biología molecular, señalan al Lobo (Canis lupus) como el principal – sino el único- ancestro del perro.

La domesticación del perro difiere substancialmente de la del resto de los animales domésticos, los cuales fueron incorporados a la esfera de la sociedad humana  con posterioridad a la revolución agrícola. En relación a como pudo haberse dado la convergencia en el proceso de domesticación entre grupos de cazadores-recolectores Homo sapiens con los primitivos lobos, también existen diversas hipótesis. La más aceptada y difundida sostiene que posiblemente algunas manadas de lobos fueran atraídos por las sobras y restos de comida que descartaban los campamentos humanos y de esta manera algunos linajes particulares de estos animales fueron progresivamente acostumbrándose a la presencia humana. Los cazadores humanos ocasionalmente matarían algunos de los lobos que merodeaban los campamentos para consumir su carne y usar sus pieles, y posiblemente incorporarían al grupo familiar algunos de los cachorros huérfanos. Si bien estos animales estaban a varios miles de generaciones de los auténticos perros domésticos, fueron sin duda sus precursores.

El motivo que llevó a estos primitivos grupos humanos a mantener con vida y cuidar y alimentar a estos animales, con certeza tiene que ver con la utilidad funcional de estos proto-perros en las actividades de caza. No es entonces aventurado afirmar que la amistad entre perros y humanos nació cazando.

Que no te metan el perro

Existen actualmente en la opinión pública –especialmente entre la población urbana- perspectivas fuertemente emocionales que tienden a “humanizar” las necesidades de nuestros perros. De esta manera, es cada vez más frecuente que a los perros de compañía se los vista, se les festeje los cumpleaños o se los confine a una vida en departamentos y contextos ambientales no aptos para el desarrollo saludable de estos animales, pensando que así garantizamos a nuestras mascotas vidas “felices”.

Según los estándares internacionales, se considera que un animal se encuentra en condiciones de bienestar si puede experimentar las llamadas “5 libertades”: ausencia de hambre, de sed y de malnutrición; ausencia de miedo y estrés sostenido; ausencia de incomodidades (físicas y térmicas, entre otras); ausencia de dolor, lesión y/o enfermedad; y libertad para manifestar un comportamiento natural.

Los consensos científicos y éticos actualmente en boga, establecen que indistintamente de la especie, tipo de crianza y uso, un animal debe criarse en situaciones de mínimo estrés, dolor y/o temor permitiendo que satisfaga sus necesidades nutricionales, sanitarias, ambientales y sociales (comportamiento natural), y logre el estado de bienestar en cada momento o etapa de su vida.

(Foto: Horacio Paone).

Además de las premisas antes mencionadas, una perspectiva evolutiva sobre el “bienestar animal” ayuda a construir un marco de referencia menos “humanizado” y más objetivo sobre lo que necesitan nuestros perros para desarrollar una vida saludable. Esta mirada nos indica que las necesidades emocionales y sociales de los animales domésticos evolucionaron en la naturaleza, cuando éstas eran indispensables para la supervivencia y la reproducción. En este sentido, la evolución ha “implantado” diferentes mecanismos para que los individuos de las distintas especies aprendan las habilidades sociales y de supervivencia necesarias. Por ejemplo, una hembra de lobo  debe tener claro como establecer relaciones sociales con sus congéneres, de otra manera le resultará imposible sobrevivir y reproducirse Desde cachorra, la loba siente un fuerte impulso a jugar con otros miembros de la manada, y a través del juego aprende el comportamiento social. Asimismo, siente una pulsión aun más intensa de establecer lazos con la madre, cuya leche y cuidados resultan esenciales para su supervivencia.

¿Qué sucede si tomamos una perra joven (recordemos que no es ni más ni menos que la forma doméstica del lobo), la encerramos en un departamento, le damos agua y comida de excelente calidad, la vacunamos, y una vez que tiene la edad adecuada la inseminamos con esperma del mejor perro de su raza?

Desde un punto de vista objetivo, esa perra ya no necesita del lazo social con su madre ni del juego e interacciones con sus congéneres para sobrevivir y reproducirse. Pero desde una perspectiva subjetiva el animal aun siente un impulso muy fuerte para mantener un vínculo estrecho con su madre y jugar con otros perros, y si estos impulsos no se satisfacen y se lo priva de estas necesidades el animal resulta víctima de un importante sufrimiento. Esta es la lección fundamental de la psicología evolutiva, una necesidad modelada durante el proceso evolutivo de la especie en su medio natural, continúa sintiéndose subjetivamente, incluso si ya no resulta objetivamente indispensable para la reproducción y la supervivencia

De esta manera, el concepto de maltrato animal adquiere nuevas dimensiones a la luz de los conceptos antes mencionados ya que cuando se habla de maltrato, el sentido común solo tiende a restringirlo al “abuso”, que es la crueldad activa, intencional, que busca provocar una agresión física, generalmente destinada a doblegar el carácter o el temperamento del animal;

Sin embargo, otras formas de maltrato más sutiles, aunque no menos importantes, como la “negligencia” o la “privación” deben ser igualmente sopesadas a la hora de elaborar nuevas normas.

La negligencia, es la crueldad pasiva que se ejerce por irresponsabilidad, ignorancia o desconocimiento de las necesidades vitales del animal, y que hace que no se le ofrezcan los necesarios cuidados, alimentos o abrigo, mientras que la privación, es la crueldad pasiva que se manifiesta a través de la carencia de ciertos estímulos o elementos del ambiente que son importantes para el normal desarrollo del animal, pero que equivocadamente no se consideran como tales. La ausencia de la satisfacción de estas necesidades, generalmente resultan en frustración, miedo, disconfort y estrés.

Todos los perros tienen algún nivel de instinto de caza, más allá de su raza o tipo de crianza. La motivación para perseguir, capturar y matar animales es natural en ellos, debido a que, a lo largo de la evolución de sus ancestros silvestres, la caza y el consumo de sus presas ha sido determinante en la supervivencia de la especie.

Además, varias de las conductas caninas ligadas a la matriz de comportamiento de caza han sido redireccionadas por la especie humana para su beneficio. De esta manera, los humanos han seleccionado en los perros diferentes partes de esa secuencia depredadora para utilizarlos en distintas actividades además de la caza, como el pastoreo de ganado, el rastreo de objetos o personas, o incluso las carreras de perros.

En este sentido, a la hora de elaborar normativas, se debería tener especial cuidado en que estas no priven a los perros – y especialmente a aquellos de razas creadas a partir de la selección de caracteres vinculados a la caceria- de poder desarrollar y disfrutar de esas conductas fuertemente basadas en sus instintos básicos. Más alla de las intenciones “humanitarias” que esgrimen los que pretenden restringir la participación de los perros en actividades cinegéticas o en otras que canalicen esos instintos, prohibir estas actividades se convertiría en una forma explícita de maltrato y crueldad hacia los animales.

Mantener a un Dogo Argentino en un departamento urbano, criar a un Border Collie sin contacto con animales de otras especies, o limitar las actividades de un Galgo a paseos por la ciudad con una correa, representa una forma de maltrato por privación y negligencia, aunque le festejemos el cumpleaños, lo hagamos dormir en el sillón y le tejamos ropa abrigada.

[1] Es importante destacar que mientras el Código prohíbe la caza con perros galgos no se prohíbe el uso de otros perros en actividades cinegéticas. Asimismo la caza deportiva e incluso la caza comercial de la liebre europea se encuentra autorizada en la provincia de Buenos Aires, de donde se exportan aproximadamente un millón de liebres al año a distintos países del mundo.

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