El sistema penitenciario brasileño está envuelto en una guerra. La situación no es nueva. Las últimas batallas que tuvieron lugar entre presos organizados en los presidios del Norte y Nordeste del país revelan disidencias en los grupos, reconfiguraciones de alianzas y luchas por el monopolio del tráfico de drogas y por la hegemonía en la gestión de esas cárceles.

Las cifras de esta prolongada contienda son perturbadoras: sólo en enero de este año fueron asesinadas alrededor de 137 personas, que se suman a los 372 presos muertos en 2016,  un número que podría ser mayor si desconfiamos de las siempre sospechosas cifras oficiales.

El crimen organizado surgió en las prisiones brasileñas durante los años setenta en Río de Janeiro, para expandirse  a São Paulo durante la década siguiente. Un fenómeno que experimentó un crecimiento acelerado. Las llamadas “gangues” –grupos organizados de presos- se formaron y fortalecieron  favorecidas por  las condiciones inhumanas de los presidios. Los reclusos debieron organizarse para demandar mejoras. La situación se fue naturalizando al punto en que hoy, en casi todas cárceles brasileñas, el Estado delega la organización interna a las organizaciones criminales, o al menos las “deja hacer”, convirtiéndose en cómplice de la situación.

Este desinterés explica la falta de una política penitenciaria que enfrente el problema.

Mientras tanto, continúa el tráfico de drogas dentro de las prisiones brasileñas. Esta actividad no podría seguir funcionando de no ser por  un contexto de acuerdos explícitos e implícitos con agentes del Estado, que permiten a  las gangues reclutar y adoctrinar nuevos miembros,  en forma consensual o forzada.

En el marco de estos acuerdos,  las gangues se comprometen a “pacificar” el presidio y los barrios y comunidades desfavorecidas donde actúan.  Así, la subcultura criminal se recrea, fortalece y expande. Las cárceles han servido y sirven para formar un verdadero “ejército del crimen” sostenido en la estructura del Estado. La continuidad de estos acuerdos es un requisito fundamental para garantizar un cierto grado de estabilidad en las prisiones brasileñas.

El estado actual de guerra  no implica que el Estado se sustraiga del uso del presidio para mantener el control y el orden social. La participación de los jóvenes negros pobres en el tráfico de drogas y por ende en las gangues, es consecuencia de la desigualdad social.

En las últimas décadas, la política de “guerra a las drogas” aumentó considerablemente el número de  jóvenes encarcelados. Una vez detenidos,  continúan ejerciendo libremente las mismas actividades criminales que los condenaron a  prisión. Así, la cárcel permite y favorece la permanencia de los pobres en el crimen y garantiza la perpetuidad de su marginalidad social, ese espacio donde las clases medias y las elites más conservadoras desean que los pobres permanezcan.

La guerra en los presidios indica la ruptura de aquellos acuerdos.  Las gangues se transforman, surgen nuevos líderes que desafían a los ya consolidados y se forman grupos disidentes. Las disputas por el monopolio de las  rutas del tráfico y por la hegemonía en la gestión de la prisión rompen los acuerdos de “pacificación”. Las organizaciones criminales que coexistían luchan entre sí y también  contra el Estado, que antes permitía sus negocios ilegales.

La respuesta estatal ha sido la represión. Y la venganza de las gangues fue  trasladar la violencia fuera de la cárcel, por ejemplo incendiando vehículos de transporte público.

Nadie parece tener en cuenta una problemática crucial: la seguridad y la garantía de derechos de los presos bajo la responsabilidad del Estado.

Una parte de la población apoya el fin de la política de “guerra a las drogas”  para que no siga aumentando la población carcelaria de jóvenes pobres negros, quienes muchas veces son víctimas de las fuerzas de seguridad. Esta solución descriminalizadora merece ser fuertemente apoyada, pero supone aceptar un desafío mayor.

Si no es atacado el problema de la desigualdad social,  económica y étnico-racial, si no existe un plan de inclusión social de los jóvenes, estos  continuarán considerando a las gangues y sus negocios ilegales como una opción legítima de supervivencia y construcción de autoestima.

El Estado puede imponer su autoridad habilitando el ingreso de las fuerzas militares en los presidios. Esto podría establecer una paz momentánea. Pero para conseguir este objetivo hará falta ejecutar acciones muy violentas.

Hay otra opción: que el Estado intente mediar en los  conflictos entre las gangues negociando una tregua. Esto puede permitir ganar tiempo para tomar aquellas decisiones que permitirán enfrentar el problema.

Lamentablemente, las  propuestas más progresistas  para superar la crisis del sistema penitenciario se siguen escuchando desde hace más de una década y no fueron implementadas cuando el clima político era propicio.   Muchos nos seguimos preguntando  por qué.

Sobre los autores

Analía Soria Batista es doctora en Sociologia por la Universidad de Brasília y doctora en Ciencias Sociales por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales-FLACSO, profesora del Departamento de Sociología del Instituto de  Ciencias Sociales de la Universidad de Brasília (UnB), profesora de la posgraduación e  investigadora del Núcleo de Estudios sobre Violencia y Seguridad de la Universidade de Brasília (NEViS/UnB).  E-mail: [email protected]

Cristina Zackseski es doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Brasília y professora adjunta de la Facultad de Derecho de la misma Universidad, profesora en el posgrado y vice-cordinadora del Núcleo de Estudios sobre Violencia y Seguridad (NEVIS/UnB) y líder del Grupo de Investigación Política Criminal. E-mail : [email protected]

Welliton Caixeta Maciel es doctorando en sociología de la Universidad de Brasília (UnB) y del Centre de Recherhes Sociologiques sur le Droit et les Institutions Pénales (CESDIP/CNRS, France) y investigador del Núcleo de Estudios sobre Violencia y Seguridad de la Universidade de Brasília (NEViS/UnB). E-mail: [email protected]