En el juego mediático que se produjo a partir del recital del Indio Solari en Olavarría se vio más claro que nunca que trasladar la dinámica de la grieta a cualquier dimensión de la vida es un gran negocio.
No pasó demasiado tiempo –en realidad prácticamente nada- para que se ensayaran las analogías entre la noche del Indio en Olavarría y el desastre de Cromañón. Es una tentación por cierto, hay elementos que se parecen: muertos –aunque las cifras sean tan incomparables-, rock, un lugar con más gente que la que puede albergar, descontroles varios, aunque nunca precisados, alguna sombra de negociados y corrupción.
Sería muy fácil desarmar este juego de poner en correlación acontecimientos bastante distintos, sobre todo si el principal involucrado en la noche de Olavarría se metió alguna vez en la grieta y mostró su conformidad con muchas de las medidas del gobierno de Cristina. Al punto que sus detractores son los que le pegan habitualmente al kirchnerismo, mientras los que lo defienden rompen lanzas por el Indio. Roberto Navarro dice, como si eso explicara algo, que Solari tendrá un avión privado pero está preocupado por la situación de los pobres.
Cuando la política (o al menos esta versión reduccionista con ganas que es el manual de estilo de estos tiempos) es omnipresente, se pierden ciertas dimensiones; si puede decirse así, se deja voluntariamente de pensar. La repulsión de Rozitchner y de Marcos Peña por el pensamiento crítico no es monopolio del ideario de Cambiemos. Hace rato que muchos medios- en especial la tele- abominan de él, no sólo porque pierde todas las batallas cuando se lo somete a la prueba del minuto a minuto. Trasladar la dinámica de la grieta a cualquier dimensión de la vida es un gran negocio y un insumo privilegiado de las redes sociales.
La grieta, paradójicamente, cierra todos los caminos. Allí nos quedamos todos. Pero el episodio de Olavarría tiene algunas aristas propias y que se inscriben en otros carriles de la vida que vale la pena considerar. La mística ricotera muestra un estado del rock que lo emparenta con el fútbol, al menos con lo que pasa en muchas canchas argentinas –en especial las de ese pariente pobrísimo que es el ascenso- donde lo que importa es lo que sucede fuera de los escenarios. No importa el partido, importan los trapos. Una utopía de los seguidores del Indio Solari es constituirse en el “pogo más grande del mundo”, en definitiva, la cosa se juega más abajo –donde todo es trapos, sudor y fervor- que arriba del escenario. Lo que se juega es el pogo y no las canciones, o al menos las canciones sirven para desatar el pogo.
Algo parecido al torneo de bengalas que va de la cancha a los recitales. A ver quién tiene la bengala más grande, la que llega más lejos, la más certera. La competencia se llevó ya unas cuantas vidas. Ahí hay una diferencia: el pogo es arrebato, la bengala tiene mucho de cálculo. Pero los dos hablan de un estado del rock. Se ha pasado de ser fanático de un grupo a hacerle el aguante, a vivir la pasión por un estilo a ser leales a esa banda que es la que encarna todos esos deseos de ser parte de algo. Ir a un recital de los Redondos es una obligación moral y no estar presente una traición. Hay una idea a la que no se le puede fallar. El encuentro entre el músico y los espectadores es una cita que no se puede violar, por eso se precisan espacios enormes donde desde abajo del escenario no se puede ver nada y donde desde lejos apenas se escucha.
A diferencia de otros géneros musicales, el rock muy pronto se constituyó en una cultura con valores que le parecían inseparables de tan propios: el amor, el anhelo de paz, la libertad sexual. Luego se agregaría el apoyo a causas humanitarias, desde las que encarna Greenpeace hasta la de los grupos que luchan contra diversas formas de la injusticia en distintos lugares del mundo. En cierto sentido, una parte del rock se ha ido convirtiendo en una ONG.
No hay mucho de eso por estos pagos, tal vez porque el rock es centrípeto, es el lugar que absorbe y representa energías que no tienen cauce por otro lado. Y toda esa pasión se convierte en un torrente que no quiere ser dirigido más que por el numen que la convoca. A veces ni siquiera eso. Las interrupciones y los comentarios de Solari no pudieron mucho contra el deseo de avalancha. Pero la avalancha es la garantía de que allí se conjugan en la forma más intensa posible, la pasión, el aguante, la devoción. Ese material del que están hechas las grandes leyendas. Y el Indio Solari ya es una de ellas. Tal vez la mayor del rock argento, más que el Flaco o que Charly. Y también lo es de un modo distinto, el mundo que lo sigue es en cierta manera ajeno a sus canciones o las vive no como si fueran experiencias que se cuentan, sino como himnos. Pide que él los acompañe para que puedan seguir siendo, para que tengan un lugar que no se encuentra en ningún otro lado. El Indio es la muleta que les permite seguir caminando, si no estarían condenados a una inmovilidad que amenaza con ser interminable. La pesadilla de vivir quietos.
Ian Anderson, el líder de Jethro Tull, definía a su grupo, que ya pasó largamente las tres décadas de existencia, como “una pequeña leyenda”. Después de haber vendido millones de discos, hoy tocan en teatros, festivales de jazz, encuentros de world music. Una subsistencia a escala humana, donde lo que importa es la música o en todo caso los afectos y nostalgias que generan. Hay pasión pero no hay épica, como en los amores que nunca mueren. Parte del rock nacional ha encontrado en la alianza con el fútbol –o en el remedo de sus rituales- la posibilidad de permanecer como leyenda mayor, convocando a amores de una intensidad casi insoportable, y que se sabe sin salida. Abandonar esa música, como dejar de ir a la cancha, se parecería demasiado a la claudicación y al envejecimiento. Pudo haber sido un desastre lo de Olavarría. Felizmente no lo fue, pese a tanta comparación berreta. Pero sí puso en primera plana un escenario en el que se juegan cuestiones que no están en los programas de la tele ni en la mayoría de los discursos que pasan rápido de boca en boca.